La página 13
En esa noche en particular reinaba en nuestro club la desesperación. Yo había estado mirando con rapidez los títulos del diario y terminé por arrojarlo a un lado con rabia.
Baranov, que leyó mis pensamientos sin dificultad, dijo:
—La verdad es que no hay nada nuevo que decir ni que hacer en cuanto a la situación de los rehenes en Irán.
Pronunciado tan inútil comentario cerró el pico.
—Yo querría —dijo Jennings con nostalgia— que hubiésemos retirado a todos de nuestra embajada la semana anterior a la ocupación. Debimos hacerlo. Seguramente fue una falla de nuestro servicio de inteligencia de haber actuado.
—Tonterías —dije—. ¿Quién necesita espías o mensajes secretos para un caso tan abierto como ese? Conocíamos el estado de ánimo en el país. Sabíamos que teníamos al Shah bajo tratamiento en Nueva York. Deberíamos…
Por fin Griswold abrió un ojo y me miró indignado.
—El tonto eres tú —declaró—. Si no sabes nada, ¿para qué hablas? No había motivo para esperar una infracción tan flagrante al derecho internacional como esa cuando hasta los nazis se comportaron siempre con corrección en ese sentido. Además, no es posible llevar a cabo una evacuación de la noche a la mañana. Llevaría tiempo y cuidadosos preparativos hacerlo. Las turbas iraníes, muy bien orquestadas, dicho sea de paso, se habrían hecho cargo de la situación. Y una vez ocupada de cualquier modo la embajada, todos habrían dicho que se tomaron rehenes sólo porque habíamos intentado evacuarla. Claro, como dijo Jennings, nuestra capacidad como servicio de inteligencia nunca se utilizó a pleno.
Jennings sonrió.
—Entonces, admites que Inteligencia puede fallar.
—Por supuesto —respondió Griswold, llevándose el vaso de whisky con soda a los labios y enjugándose luego el bigote con delicadeza—. Pero sólo ahora que me he retirado. Había fallas cuando estaba en actividad, bajo circunstancias inusuales, cuando no me llamaban con la debida premura. Por ejemplo…
Siempre he sostenido [dijo Griswold] que era el idioma inglés el que dio un carácter tan sorpresivo a la ofensiva del Tet. Desde el punto de vista militar, fue el punto decisivo de la guerra de Vietnam. Destruyó políticamente al presidente Johnson, quebrantó la fe en la victoria del pueblo norteamericano e hizo inevitable una virtual evacuación. Y todo por el orgullo que cierta persona tenía de su dominio del idioma inglés y los demás se negaron a escucharlo.
Deben comprender ustedes las dificultades que ofrece el trabajo con mensajes secretos. Aun cuando el mensaje proporcione una apreciación exacta de la situación y haya sido despachado sin dificultades, ¿se lo interpretará debidamente? Si se lo interpreta ¿creerán en él? Los espías de Stalin en Alemania a principios de 1941 lo mantenían bien informado sobre los planes que Hitler tenía de atacar a la Unión Soviética, por ejemplo. Stalin se negó, simplemente a creer en los informes.
Además, el arte de decodificar mensajes ha dado lugar a tal complejidad en los mecanismos de la criptografía que el mismo peso de las precauciones que se toman puede hacer ceder todo el andamiaje.
Por ejemplo, existen algunos sistemas de criptografía que se abocan a la solución del solvente perfecto, el material que, según se espera, disuelva cualquier otra sustancia. El problema en este caso es: ¿Qué hay que utilizar como recipiente o envase?
Hay dos soluciones. Una consiste en saturar con vidrio el solvente perfecto y cuando deja de disolverse el vidrio, se podrá utilizar sin peligro un envase de vidrio. Pero ¿si necesitamos un solvente puro, sin vidrio ni ninguna otra sustancia disuelta en él?
Si ese es el caso, razonamos que en primer lugar es necesario crear el solvente, pues, ninguna sustancia común es el solvente perfecto. Por lo tanto, se lleva la combinación hasta el punto en que se cuenta con dos sustancias, cada una de ellas común en sí pero que, mezcladas, nos dan el solvente buscado. Guardamos cada una en un recipiente separado y cuando estamos listos para hacer uso del solvente perfecto, agregamos un poco de cada componente al material que queremos disolver. El solvente perfecto se combina en el lugar donde se usa y disolverá el material.
Ustedes deben de advertir la analogía. En criptografía, podemos enviar dos mensajes, ninguno de los cuales tiene significado sin el otro. En este caso, la interceptación de uno no servirá al enemigo y no nos perjudicará. Aun la interceptación de ambos mensajes puede resultar inútil para el enemigo, a menos que aprecie la relación entre ellos. Significa asimismo que por lo menos uno de los mensajes no tiene que ser demasiado críptico.
Supongamos que un mensaje determinado no puede descifrarse sin una palabra clave —elegida en forma arbitraria para la ocasión— y que esta palabra es enviada por separado y por otra ruta.
Si necesitamos una palabra clave de apenas diez letras, el número de posibilidades de combinación de diez letras basadas en un alfabeto inglés de veintiséis letras es casi exactamente de un millón de billones. Nadie adivinará esa combinación por casualidad ya nadie puede ocurrírsele apelar a la fuerza ni probar cada posible combinación una a una.
¿Cómo decidimos acerca de la palabra clave? Una manera —no la única— es tener un libro convenido de antemano (libro que se cambia periódicamente) y elegir en él una combinación al azar de diez letras. Puede utilizarse entonces una maquinita para cifrar el mensaje sobre la base de la palabra clave y enviar la palabra clave por separado. Esta puede ser y suele ser, una anotación garabateada rápidamente, como por ejemplo 73/12, que indica la página 73, renglón 12. Buscamos la página y renglón en el libro de la semana y las primeras diez letras, las diez últimas o las que se hayan convenido, son la clave.
Por distintos motivos cualquiera de los dos mensajes puede no llegar, pero por otra parte es sumamente desconsolador que lleguen los dos y que aun juntos, no tengan sentido.
Algo semejante sucedió en enero de 1968 y resultó fatal. He aquí los detalles esenciales. Llegó un mensaje del cuartel del estado mayor de Saigon procedente de un operativo en Hue. El agente que lo envió era el mejor que teníamos. Era vietnamita y estaba entregado en cuerpo y alma a nosotros. Tenía además un excelente dominio del inglés que, en general, se esmeraba en ocultar. En realidad operaba con los vietcong, de modo que podrán imaginar los riesgos que corría.
Mantenía, claro está, bien oculta su máquina de descifrar mensajes, así como los libros que utilizaba para determinar la palabra clave. Usaba en forma rotativa libros de suspenso británicos en ediciones de bolsillo y era él quién había hecho tal elección. Le gustaban. Estaban bien escritos y nuestro hombre los usaba además para pulir sin cesar su inglés. Le enorgullecía su facilidad en el uso del idioma —hecho que se descubrió solo después, demasiado tarde— y en las ocasiones que se encontraba con nuestros agentes, solía exhibir su vocabulario completo y esforzarse por mostrar sus conocimientos en cuanto a sinónimos, expresiones locales, ambigüedades y demás. Nuestros hombres, por ser el inglés su idioma materno, no lo conocían tan bien y sospecho que escuchaban con cierta impaciencia o bien que no escuchaban en absoluto. Imperdonable error.
La clave llegó y parecía perfectamente clara. Despojada de las falsas pistas con que casi siempre se las rodeaba, rezaba lo siguiente «13THP/2NDL», lo cual se interpretó en forma bien razonable, como decimotercera página y segundo renglón. Se aplicó esto al libro, se tomaron las primeras diez letras y se las metió en la computadora. Seguidamente se proyectó el mensaje en la pantalla y lo que salió fue una confusión, un caos total carente de significado.
Todos se quedaron atónitos y me imagino que intentaron repetir la prueba varias veces antes de decidir que algo marchaba mal. Decidieron entonces que por algún error, el agente había usado un libro que no correspondía. Enviaron un mensaje a Hue para obtener la confirmación con la consiguiente pérdida de tiempo. Al recibir respuesta, enviaron a un oficial del ejército. Supongo que adivinarán lo que descubrió.
El agente había desaparecido en la mañana siguiente al envío del mensaje. Hasta donde yo sé nadie volvió a oír hablar nunca de él, de modo que cabe suponer que los vietcong descubrieron por fin el juego que había venido haciendo. Como dije, era el mes de enero de 1968 y considerando lo que sucedió después es de suponer que el enemigo debía estar bastante sensibilizado ante hechos semejantes.
Bien. ¿Qué hacer con el mensaje? No servía ni serviría nunca. La gente de Saigon estaba enteramente convencida de ello.
Se encontraron frente a dos alternativas. La primera era la de ignorar del todo el mensaje. Si se interceptaba un mensaje y uno nunca lo recibía, no había nada que hacer y, desde el punto de vista operativo, este caía dentro de la misma categoría. Era como si nunca se lo hubiese recibido.
Se lo había recibido, no obstante. El recibo estaba registrado. Y si contenía una comunicación importante —como se comprobó más tarde, aunque todos lo ignorasen a la sazón— habría que hacer recaer la culpa sobre alguien y el candidato sería quienquiera que hubiese tomado la decisión de no hacer caso del mensaje. La gente de Saigon tenía una saludable resistencia a la idea de que se los convirtiese en chivos emisarios y buscó una alternativa.
Se la encontró. Uno de los agentes tenía un mes de licencia por esos días y, de cualquier manera, tenía la intención de pasarlo bien por un tiempo en los Estados Unidos. Vino trayendo el mensaje y lo trajo a Washington. Con mucho cuidado, lo depositó en manos del Departamento, quien debió adoptar a tan difícil criatura.
El Departamento se mostró tan incapaz como la gente de Saigon. Muchos cavilaron al estudiarlo, lo discutieron y no se atrevieron a deshacerse de él por temor de que la culpa recayese sobre ellos. Además, en contraste con la gente de Saigon, no tenían a nadie más a quién usar de chivo emisario.
Pasaron dos semanas enteras antes de que alguien tuviese la brillante idea. «¡Consultemos a Griswold!»
No dejo de comprender sus vacilaciones. Conocían mi opinión sobre la guerra de Vietnam y tenían la bien fundada sospecha de que no se debía confiar en mí en materias relacionadas con ese conflicto. Pero habían llegado a un punto en que no podían recurrir ya a nadie. Si sólo lo hubiesen sabido tres días antes, siquiera…
Me encontraron, me llevaron a sus oficinas y me presentaron toda la situación. Lo que querían era hacerme decir que, según mi opinión de experto, no cabía otra cosa que considerarlo un mensaje disparatado, que no era posible extraer nada de la nada. Entonces, en el peor de los casos, sería mi pellejo el que separarían de mi cuerpo.
Por tanto, antes de verme en esa situación, exigí ver al hombre de Vietnam que estaba aún en los Estados Unidos.
—Hábleme del agente de Hue —le dije—, el hombre que desapareció. ¿Está usted seguro de que lo han capturado y de que hay que darlo por muerto? ¿Está seguro de que no era miembro del Vietcong todo este tiempo? ¿De que no se haya cansado por fin y haya decidido decir adiós a todo ese disparate para unirse a sus amigos?
—No, no —dijo el hombre—. Lo creo totalmente imposible. Su mujer y sus hijos habían muerto en Vietnam del Norte. Fue una muerte atroz y ansiaba vengarse. Además… —En este punto el hombre sonrió— tenía una manía acerca de su dominio del idioma inglés. A veces creo que esto lo mantenía junto a nosotros más que ninguna otra cosa. Podría abandonarnos, podría olvidar sus ansias de venganza, pero jamás renunciaría a la oportunidad de sermonear a norteamericanos e ingleses en su propia lengua. Los pocos encuentros clandestinos que tuvimos, se ponía pesadísimo con esa manía suya.
—¿Por ejemplo?
—No lo recuerdo muy bien. Decía que todos los idiomas eran ambiguos, pero que los hablantes nativos estaban habituados a esa ambigüedad y nunca le prestaban atención. Cosas así…
—¿Le dio ejemplos?
—No recuerdo.
—Bien, aquí tenemos «13THP/2NDL», que representa «página decimotercera, segundo renglón». ¿Por qué las letras adicionales? ¿No habría bastado escribir «13/2»?
—Mire —dijo el hombre de Vietnam—, siempre esa combinación, pero sus preguntas me lo han hecho dudar. Él afirmaba que eso era ambiguo.
—¿El «13/2»?
—Sí.
—¿Por qué?
—No me lo dijo. Creo que no me lo dijo.
—¿De modo que envió el mensaje en esta versión para probar que era ambiguo?
—No veo por qué. Es lo mismo, con o sin las letras. Página decimotercera, segundo renglón.
—No es lo mismo —declaré. Y pasé a explicárselo. El hombre me miró como si estuviera loco.
Y por supuesto, yo tenía razón. Con la nueva clave, el mensaje se descifró perfectamente y pudimos contar con todos los pormenores de la inminente ofensiva del Tet.
Salvo que tan inminente era ya que se inició ese mismo día y nos sorprendió sin ningún preparativo.
—Pero ¿de qué estás hablando? —le pregunté yo sorprendido cuando Griswold volvió a concentrarse en su vaso y dio la sensación de estar profundamente abstraído—. ¿Qué quería decir el mensaje, sino «página decimotercera, segundo renglón»?
—No había enigma —dijo Griswold—. Es lo que quería decir. Y ellos usaban el libro correcto. Lo que ocurrió fue que el agente comprendió que la frase era ambigua y se prestaba a malas interpretaciones. Y cuando reflexioné un poco vi lo que quería decir, como creo que debe verlo cualquiera.
—Yo no lo veo —manifesté.
—Bien, piensa un poco. Los renglones en una página no están numerados, de manera que «segundo renglón» quiere decir «renglón 2» si los contamos de arriba hacia abajo en la forma aceptada. No hay problema. En cambio las páginas están numeradas y esto da lugar a confusiones, ya que la «decimotercera página» no es necesariamente la «página 13».
Baranov preguntó en voz muy alta:
—Griswold, esta vez te has desmoronado. ¿Qué otra cosa puede ser la «decimotercera página» sino la «página 13»?
—Veo que tienes una novela de bolsillo en el de tu chaqueta, de manera que no hace falta buscar una —dijo Griswold—. ¿Quieres sacarla y mirar la primera página de la novela? ¿La tienes? ¿Es la primera página? Bien. ¿Es la página 1?
Casi sin voz, Baranov repuso.
—No, la verdad es que es la página 9.
—Ni más ni menos. En las novelas de bolsillo comienzan a contar las páginas desde el principio mismo del libro, pasando por la del título, la de reconocimientos, encabezamientos de capítulos, dedicatorias y demás. En realidad, no numeran las páginas hasta que empieza la novela propiamente dicha. La primera página de esta, entonces, puede tener el número 5, 7, 9, 11… según el número de páginas preliminares que tenga el tomo.
En este caso, como ven ustedes, la página 13 es la decimotercera página del libro, pero no la página 13 de la novela que contiene. Es lo que preocupaba al agente de Hue y lo que trató de explicar aunque nadie le prestó atención. Por eso usó la expresión «Decimotercera página» para señalar que no se refería a la «página 13», sino a la decimotercera de esa novela en particular, que caía en la página 21. Cuando aplicaron la palabra clave derivada de las primeras letras de esa página en el segundo renglón, recibieron e mensaje… Pero era demasiado tarde.