¿Cuál es cuál?

Estaba malhumorado. Sabia que no me duraría mucho tiempo. Tenía un excelente jerez en la mano, un sillón confortable, la atmósfera raída pero acogedora de la biblioteca de nuestro club rodeándome, y a Griswold, una figura somnolienta en su sillón, frente a mí.

Sin embargo, deseaba sacar ventaja de mi malhumor mientras durase. Me quejé, pues en los siguientes términos:

—Me gustaría saber cómo podría hacer yo, un ciudadano cualquiera, para arrestar a otro. Sé que se ha hecho, pero no conozco ningún caso concreto.

—¿A quién quieres arrestar? —preguntó Jennings con calma—. ¿A Griswold?

Indignado, resoplé.

—¿Por qué arrestar a Griswold? Es una sinfonía de ronquidos. No, quiero arrestar a los que fuman en los ascensores. Infringen obviamente la ley y quiero poder colocarles las esposas…

Con mucho interés, Baranov me preguntó:

—¿Esposas? ¿Andas con esposas?

—Hablaba en términos figurados, por favor… Apoyar una mano en el hombro de alguien, y…

Jennings me interrumpió.

—En primer lugar, si haces tal cosa, te dará un puñetazo en la cara, si es un hombre, o un puntapié en la pantorrilla, si es mujer. Y si por casualidad alguien se dejara arrestar por ti, ¿qué harías después? ¿Llevarlo a la estación de policía más próxima? ¿Sabes dónde queda? Y si estás en un ascensor, es probable que estés yendo a alguna parte. ¿Vas a dejar lo que tengas entre manos para convertirte en un policía por la libre? ¿Piensas…?

—¿Quieres callarte? —Dije. Estaba más malhumorado que antes.

En ese punto Griswold se agitó, bebió un sorbito del vaso de whisky con soda que se había llevado a los labios, y dijo:

—Como ciudadano, hice una vez un arresto. Estaba presente un policía, en realidad, pero no estaba en situación de arrestar a nadie.

Furioso, me volví hacia él.

—Y tú, sí, ¿eh? ¿Cómo lo explicas?

—No pensaba explicarlo… A menos que me lo pidas de buen modo.

Pero yo sabía que no era necesario.

Se llamaban Moe y Joe [dijo Griswold] y no sé de nadie en todo el curso de sus carreras criminales que los hubiese llamado por otro nombre. Seguramente tenían apellido, pero nunca lo usaban, salvo en la corte de justicia y no recuerdo cuál era.

Lo sorprendente en ellos era que no se trataba de mellizos. En realidad Moe era judío y Joe un italiano católico, pero por alguna extraña alteración de los genes, se parecían muchísimo. Podría haberse supuesto que eran mellizos y nadie lo habría puesto en duda. En verdad, sospecho que muchos de quienes los conocían creían que lo eran.

Se conocieron en la escuela secundaria —que ninguno de los dos completó y descubrieron la semejanza entonces. Moe acababa de mudarse al barrio y, era dos años mayor que Joe. Ambos se quedaron fascinados con este parecido físico y lo utilizaban para hacer bromas pesadas. Por ejemplo, uno de ellos pedía prestados veinticinco centavos y cuando el que los prestaba insistía en el pago de la deuda decían que el deudor era el otro. Este, desde luego, lo negaba. Finalmente pagaban; de lo contrario sus fuentes de crédito se habrían cortado. Pero este, así como otros pequeños episodios del mismo género, sin duda les dio la idea de lo que más tarde habría de convertirse en la carrera de toda su vida.

Se hicieron amigos íntimos y se esmeraban por usar ropas idénticas así como lenguaje y modismos característicos, una vez que alcanzaron edad suficiente para desprenderse de ataduras familiares innecesarias. Alquilaban un cuarto y tenían medidas parecidas, como para poder compartir su guardarropa. Adoptaron así estilos y colores idénticos y, excepto cuando se separaban por algún motivo, se vestían siempre como mellizos.

Al mismo tiempo trataban de evitar ser vistos juntos con demasiada frecuencia salvo en determinados antros o entre determinados compinches.

Poco a poco perfeccionaron especialidades distintas. Moe era un especialista en cuentos del tío que siempre conseguía arrancarle algunos dólares a los ingenuos. Joe era un experto ratero, capaz de extraer de un bolsillo otros tantos dólares con igual destreza.

Tuvieron siempre la precaución de no encarar trabajos de demasiada envergadura. Se limitaban a sus pequeñas estafas y raterías de poca monta para mantenerse más o menos bien sin necesidad de trabajar. Creo que ese pequeño riesgo que corrían también les resultaba estimulante.

Pero no era ese riesgo lo que más los atraía; se esmeraban en reducirlo al mínimo y allí era donde intervenía el truco de los mellizos. Cuando uno de ellos planeaba un trabajito de mayor magnitud que la habitual, el otro era quien establecía la coartada.

Supongamos, por ejemplo, que Joe entrase en un departamento. Esa noche Moe se hacía ver jugando al póquer con media docena de ciudadanos de irreprochable honradez. Además, esa noche no hacía trampas. Si se llegaba a ver a Joe en la escena del crimen y la policía iniciaba una investigación, su coartada era Moe, con los nombres de sus compañeros de juego, las manos que se habían distribuido y demás. Como es natural, Joe contaba con toda la información proporcionada por Moe y los otros jugadores no tenían otra alternativa que defender a Joe. Aun cuando se hubiese presentado a ambos en la misma rueda de presos, no podrían haber jurado cuál era la identidad de uno o de otro, por lo menos, sin destruirlos en un «hábil interrogatorio».

En las contadas ocasiones que la policía sospechó que los dos pudiesen estar trabajando en forma combinada, no hallaron manera de lograr que los testigos los diferenciaran y debieron conformarse con hacerles una advertencia y mascullar algunas amenazas, del todo ignoradas por los dos amigos.

Moe y Joe llegaron al extremo de burlarse de la gente en ciertas situaciones. Moe se apoderaba, por ejemplo, de dos manzanas del cajón de una frutería que daba sobre la calle y se dirigía a la esquina. El dueño del negocio, atónito momentáneamente por tanta desfachatez, se reponía y corría en persecución del ladrón, diciéndole palabrotas. Moe había doblado ya la esquina y, cuando también el frutero la doblaba, encontraba a Moe y a Joe allí, riéndose y señalándose uno a otro. Como sus metas eran moderadas, Moe y Joe lograron alcanzar cierta prosperidad sin pretensiones y sin provocar demasiada indignación oficial ni escándalo público. Su prosperidad se evidenciaba en la ropa. Comenzaron a llevar corbatas de lazo al estilo tejano con diseños interesantes pero idénticos y, como ambos eran cortos de vista, adoptaron el uso de anteojos ahumados de los que se oscurecen al cabo de uno o dos minutos de contacto con el sol y luego vuelven a aclararse con la misma rapidez. Tenían el mismo peluquero y los dos usaban el mismo modelo de paraguas cada vez que amenazaba lluvia.

Todo esto no quiere decir que no fuese posible distinguirlos. Moe era un centímetro más alto que Joe. Tenían arreglos dentales diferentes y la receta de los anteojos también era distinta. Joe tenía una pequeña cicatriz debajo de una oreja y las cejas de Moe eran más espesas. No era el tipo de detalle, no obstante, que un testigo poco observador pudiese señalar bajo juramento, ni siquiera con alguna certeza o credibilidad.

Creo que todo esto podría haber durado indefinidamente de no haberse producido un golpe de mala suerte, mala suerte que no puede descartarse cuando se corren riesgos durante mucho tiempo. Aún cuando los riesgos sean menores.

Joe tenía estudiada una pequeña joyería y pensó que si entraba en ella durante la hora del almuerzo cuando había muchos clientes, podría lograr que le mostrasen una bandeja de anillos y robarse uno, reemplazándolo por una pieza de vidrio. Por si algo marchaba mal, estacionó a Moe en el vestíbulo central de un hotel próximo.

Y en efecto, algo marchó mal. Hasta el prestidigitador más hábil puede sufrir de vez en cuando un ataque temporario de torpeza y Joe, al recibir un codazo involuntario de la persona junto a él en el momento más inoportuno, dejó caer el anillo. El dueño de la joyería advirtió el hecho, sacó de inmediato la debida conclusión y, como era hombre muy irascible que ya había sido robado en otras ocasiones y estaba harto, extrajo un arma.

Los clientes se desparramaron y Joe, que no era hombre violento, tuvo un ataque de pánico. Trató de asir el arma para evitar que el hombre tirara contra él. Hubo una breve lucha y el arma se disparó.

Como suele suceder muy a menudo en estos casos, el balazo dio en un honrado ciudadano. El joyero cayó y Joe, hasta entonces aterrado, entró en una especie de frenesí. Salió corriendo de la joyería, empeñado en llegar al hotel, recoger a Moe y luego salir ambos de la ciudad por un buen tiempo.

Pero, cuando las cosas empiezan a salir mal tardan en enderezarse. Hoy es bastante raro ver a un policía en la calle, pero había uno apostado fuera de la joyería. Al oír el disparo, vio salir corriendo a un hombre y se lanzó en su persecución.

Y claro está, hay que agregar un broche de oro al episodio, la cereza que corona el postre helado. Yo estaba también en la calle ese día. Cuando uno lo piensa un poco, que Joe atravesara semejante situación y fuera a dar no sólo con el policía sino además conmigo esperándolo afuera —cada uno por razones enteramente independientes— es ya el colmo de las coincidencias. Con todo, puede suceder y en esa oportunidad sucedió.

Era un día radiante de sol, sin una nube en el cielo, fresco y seco, de modo que la avenida estaba llena de gente como rara vez ocurre. Eso significaba que podría haber sido fácil perder de vista a Joe, pero también que no iba a poder correr mucho. Tuvo que esquivar gente, girar varias veces y vestía una chaqueta a cuadros liviana que lo hacía muy visible.

El policía, que había oído el disparo y visto a Joe salir huyendo de la joyería, habría corrido tras él aunque no lo hubiese conocido. Lo conocía. La figura de Joe le era familiar.

Claro está, con la calle llena de gente el policía no podía amenazar con disparar ni tocar siquiera el arma. Podría haber contado con que alguien entre el gentío interceptase a Joe. Pero el servidor de la ley tenía gran sentido de la realidad. Como era de esperar, nadie lo intentó. La multitud se apartó, obedeciendo la ley no escrita de nuestros días: «No te metas».

El policía no tenía mayor probabilidad de atrapar a Joe si la persecución era prolongada y complicada porque no estaba en buenas condiciones físicas y, a decir verdad, a mí no me iba a ir mucho mejor. No hace muchos años que ocurrió el episodio y mis años juveniles y mi agilidad estaban ya muy lejanos. Podía permitirme a lo sumo un trote rápido que, evidentemente, me colocaría en último término en un equipo de tres corredores.

Por suerte para nosotros, aunque no para Joe, Joe no siguió su carrera. No tuvo tiempo para pensar, sólo sabía que debía correr hacia su salvación, Moe. Se introdujo en el hotel, a menos de cuadra y media de la escena del crimen. Diez segundos después, el policía entró corriendo, seguido por mí quince segundos más tarde.

Joe estaba allí junto a Moe. Ambos vestían chaquetas de cuadros azules, pantalones de tono más oscuro, cinturones negros, corbatas de lazo… y Moe estaba haciendo la gran comedia de su vida. Tenia el pelo revuelto, al igual que el de Joe y estaba jadeante. Hasta parecía estar sudando un poco, tal vez de ansiedad, tal como estaba Joe por haber corrido.

Y les juro que Joe consiguió esbozar una sonrisa, señalando a Moe y diciendo al mismo tiempo:

—Acaba de entrar este hombre.

Moe también sonrió, señaló a Joe y dijo:

—No, el que entró fue él.

El policía miró a cada uno de ellos, enojado, y gritó:

—¿Vio alguien cuál de estos dos hombres entró corriendo?

Era lo mismo que si hubiese preguntado el segundo nombre de su tía Filomena. Pero en ese momento yo contuve el aliento y, apoyando con firmeza una mano en el hombro de Joe, dije:

—Agente, el hombre es éste y estoy llevando acabo un arresto legal hasta que usted pueda hacer el formal.

—Y usted, ¿por qué está tan seguro? —Logró preguntar. No me conocía.

—Véalo con sus propios ojos —respondí—, y es más, su camarada, mellizo o lo que sea que le servirá como coartada no hará más que favorecernos. Porque esto no fue tan sólo un robo. Se disparó un arma, amigo —dije a Moe, cuyo nombre y apellido ignoraba entonces—. Y con toda certeza es un caso de asalto, muy probablemente de asesinato durante la ejecución de un delito. ¿Está seguro de que quiere ser cómplice de algo semejante?

Moe miró con terror a Joe. Era obvio que no lo deseaba.

No tuvimos inconvenientes. El joyero estaba sólo herido, pero sentenciaron a Joe a una condena que lo tuvo a la sombra durante varios años, mientras Moe también recibió una lección que nunca habría de olvidar.

(#)

Mostraba Griswold ese repelente aire de satisfacción que adoptaba siempre cuando hablaba de sus triunfos y Baranov dijo:

—¿Y cómo supiste cuál de los dos hombres acababa de entrar corriendo en el hall?

—Exactamente —dijo Jennings—. Y además, de tal manera que tuviese validez en la corte.

—No hubo problema —dijo Griswold con abierto desdén—. Yo les dije que los dos llevaban anteojos del tipo que se oscurece al sol y se aclaran en el interior y señalé asimismo que era un día radiante. Uno de los dos acababa de entrar corriendo de la calle soleada y tenía los anteojos de tinte oscuro aún, mientras que los anteojos del otro, estaban claros. Se lo señalé al policía antes de que los anteojos de Joe se hubiesen aclarado del todo, y Moe, al ver que teníamos atrapado a su compinche, se mostró dispuesto a declarar contra él y salvar así el pellejo.