Ningún refugio podría salvar…

Aquella tarde de nieve los cuatro estábamos sentados en nuestro club y la conversación era casi calma porque Griswold dormía. Era cuando teníamos la seguridad de que la pelota del diálogo pasaba de uno a otro con máxima eficacia.

—Lo que no entiendo en este aluvión de historias de espionaje que nos invade hoy es para qué diablos sirven los espías en la actualidad. Los satélites espías que tenemos nos lo revelan casi todo —dijo Baranov.

—Ni más ni menos —comentó Jennings—. Además, ¿qué secretos quedan ya? Si haces explotar una bomba en una prueba nuclear, los monitores recogen la explosión. Tenemos cada una de las instalaciones enemigas conectadas con un misil pronto para disparar contra ellas, y nuestros enemigos hacen lo mismo. Nuestras computadoras mantienen a raya a las de ellos y viceversa.

—En la vida real todo es bastante aburrido —dije—, pero supongo que los libros dan dinero.

Los ojos de Griswold estaban completamente cerrados. Como tenía en la mano su cuarto vaso de whisky con soda sin derramarlo, cualquiera hubiera supuesto que no dormía. Cualquiera menos nosotros. Lo habíamos oído roncar durante más de una hora sin dejar caer ni una gota de un vaso lleno. Nuestro amigo sería capaz de sostener con firmeza una copa mientras la mano le respondiera aunque el resto del cuerpo se le hubiera paralizado.

Sin embargo, esta vez nos equivocamos. Estaba despierto. Abrió los ojos y dijo:

—La dificultad de ustedes es que no saben nada de espías. Nadie sabe nada. —Dicho esto, levantó su vaso y bebió un sorbo—. Ni siquiera los espías saben nada de espías —comentó y empezó su relato:

No fui exactamente espía durante la Segunda Guerra Mundial [dijo Griswold], por lo menos, según yo veo las cosas.

Nunca me persiguió ninguna bella mujer aterrorizada para suplicarme que le guardase un microfilm con riesgo de mi vida. Nunca corrieron detrás de mí, subiendo y bajando por la escala de la estatua de la Libertad o por el puente Golden Gate enemigos siniestros armados con Lugers en el bolsillo de sus impermeables. Nunca me enviaron detrás de las líneas enemigas a dinamitar una instalación clave.

En realidad era un joven de poco más de veinte años que vegetaba en un laboratorio de Filadelfia, mientras se preguntaba por qué las autoridades militares no parecían llegar nunca hasta su nombre. Cuando me presenté como voluntario, me expulsaron de la oficina de reclutamiento. Cuando traté de comunicarme con la junta de calificación de mi distrito militar, me dijeron que no había nadie en la ciudad. Fue años después cuando advertí que me habían mantenido en la vida civil para que cumpliera con mis deberes de espía.

Verán ustedes. Lo que la mayoría de la gente ignora acerca de los espías es que ninguno de ellos sabe en realidad lo que está haciendo. No pueden saberlo. No estarían seguros si lo supiesen. Tan pronto como un espía sabe demasiado, puede ser peligroso si llegan a apresarlo. El espía que sabe demasiado es un peligro si cae preso. El espía que sabe demasiado puede ser tentado por la traición, la bebida o una mujer hermosa a quien acabe susurrándole cosas al oído.

El espía es seguro sólo cuando es un ignorante. Y es más seguro que nunca cuando ni siquiera sabe que es espía.

En algún lugar, en lo más profundo del Pentágono, de la Casa Blanca o de cualquier casa de ladrillos oscuros en ciudades anónimas como Nyack, San Antonio u otra, existen maestros espías que saben lo suficiente para ser importantes. Pero nadie sabe quiénes son, y no me sorprendería que en última instancia, ninguno de ellos lo sepa todo.

Por eso se cometen tantos errores tontos en las guerras. Para todos sin excepción hay zonas oscuras; el exceso de luz los haría poco confiables y los generales tienen la especialidad de elegir las zonas oscuras para llevar a cabo sus operativos.

Lean la historia militar, señores, y verán que lo que digo confiere algún sentido a parte de la locura.

Bien, yo era espía. Era un muchacho, de modo que ocupaba el último de los escalones, lo cual significaba que no sabía nada. Recibía mis órdenes, pero creía que tenían que ver exclusivamente con mi trabajo en el laboratorio. Sin duda era un chico inteligente —cosa que no sorprenderá a ninguno de ustedes— y en general obtenía resultados. Esto me convertía en alguien valioso.

Claro es que a la sazón no lo sabía, pues de haberlo sabido habría pedido un aumento de salario. Después de todo, 2600 dólares por año no eran mucho ni siquiera entonces. Imagino que había otro motivo que los llevaba a mantenerme en la ignorancia: el deseo de economizar.

Años más tarde, al mirar hacia atrás, recuerdo una pequeña hazaña mía que debió haberme significado un aumento de mil dólares… O una medalla de honor del Congreso, lo que ustedes prefieran.

Debo explicarme un poco.

En aquella época luchábamos contra los alemanes, como ustedes deben de recordar. También luchábamos contra los japoneses, pero yo no participaba en eso. No tenía los ojos requeridos para actuar entre los orientales.

Ahora bien, los alemanes eran gente eficaz. Se nos infiltraban, ¿saben? Mandaron una gran cantidad de agentes a los Estados Unidos. Todos venían provistos de falsa identidad, falsos documentos, falsas historias. Su tarea fue extraordinaria y meticulosa.

Podrán preguntarse por qué no podíamos nosotros hacer lo mismo y enviar a nuestra gente a Alemania.

Sin duda podíamos enviarla, pero nunca nos llegó la oportunidad. Los alemanes tenían una sociedad bastante homogénea y nosotros, no. Somos una sociedad heterogénea. Aquí tenemos toda clase de acentos y toda clase de antecedentes étnicos.

De haber cometido uno de nuestros agentes el más pequeño error en Alemania, lo habrían colgado de los pulgares antes de que hubiese terminado de cometerlo. Aquí, es necesario esperar de diez a doce meses antes de estar seguros de que alguien es un agente alemán o, por el contrario, un honrado ciudadano de origen centroeuropeo o algo por el estilo.

Fue así como siempre debimos correr rezagados. Por cierto yo no sabía nada de esto. Nadie sabía nada, salvo unas cinco personas que sabían un veinticinco por ciento cada una. Comprendo que esto arroja un ciento veinticinco por ciento, pero había algo de superposición.

Mi talento especial consistía en identificar a los hombres que ocultaban su verdadera identidad. Era eso lo que me mantenía fuera de las fuerzas armadas. Necesitaban a este infalible identificador, a mí.

Por consiguiente, cuando tenían a algún norteamericano auténtico que había perpetrado lo que podría ser, o no, un fraude en cuanto a su identidad u ocupación, me asignaban la misión de seguirlo. En ese caso me llamaban y me decían que deseaban contratar a alguien para trabajar en la Estación Aeronaval Experimental, donde estaba trabajando yo como químico, pero que no tenían seguridades en cuanto a su lealtad.

Nunca pensé mucho en ello. Teníamos un teniente de navío que abrigaba sospechas frente a cualquiera que conociese palabras de más de dos sílabas, y quien quiera que fuese, siempre resultaba ser un norteamericano honrado, decente, que hacía trampas sólo para pagar sus impuestos o para eludir el servicio militar. Salvo en algunos casos.

En esta ocasión me llamaron a la oficina del teniente de navío. No me dijeron por qué. Mucho después descubrí algunos papeles que al parecer indicaban que el incidente involucraba algo decisivo para el triunfo o la derrota en la guerra. No tengo la menor idea del motivo, pero sin duda la guerra se habría perdido si yo les hubiese fallado.

Como es lógico, yo no lo sabía entonces.

—Griswold —me dijo el jefe—, tenemos un hombre nuevo. Se llama Brooke. Lo escribe con «e» final. No estamos muy seguros de él. Puede que sea un norteamericano auténtico. Puede ser, por otra parte, uno de esos asquerosos nazis. Usted debe establecerlo pero sin que él se entere de que está investigándolo porque no queremos que esté en guardia. Es más, Griswold, debemos saberlo para las cinco de la tarde y saberlo con exactitud. Si para las cinco de la tarde no tiene la respuesta o nos trae una respuesta equivocada… pues le diré, Griswold, que…

El hombre encendió un cigarrillo, me miró con fijeza, entrecerrando los ojos detrás del humo y luego añadió con una voz capaz de cortar el granito:

—Si fracasa, Griswold, no vuelva a pensar en ningún ascenso.

Esto sí que me colocó en actitud de alerta. De haber sabido que el curso de la guerra estaba en juego, me habría encogido de hombros. Perder una guerra no es más que un hito en la historia, pero perder un ascenso es una tragedia personal.

Miré mi reloj. Eran las diez y cuarto de la mañana, lo cual me daba cerca de siete horas para actuar.

No llegué a conocerlo hasta pasada una media hora y entonces a uno de los jefes del laboratorio se le ocurrió pasar otras dos explicándole al hombre todas sus obligaciones.

Por lo tanto, hasta las dos de la tarde aproximadamente, no nos encontramos sentados junto a escritorios adyacentes en el laboratorio.

Por fin pude trabar conversación con el hombre.

Era simpático, lo cual era un punto negativo, sin duda, porque los agentes secretos siempre tratan de ser simpáticos. La dificultad estriba en que también trata de serlo cierta proporción de gente leal, no mucho, pero suficiente como para confundir las cosas.

Supuse que no le molestaría que yo hurgase un poco. Era lo que cabía esperar y era seguro que colaboraría.

En primer lugar, si se mostraba reticente, despertaría sospechas. Si era un agente enemigo, cualquier reserva podría atraer la atención hacia él y lo matarían. Si no era un agente enemigo, la reserva podría ser indicio de estupidez y quizá lo ascenderían a un puesto administrativo más alto. Las dos alternativas eran igualmente indeseables.

Además, los agentes alemanes enviados a infiltrarse en los organismos de defensa del territorio de los Estados Unidos tendían a vanagloriarse de su habilidad para soportar los sondeos y, al parecer, estimulaban las preguntas.

Después de todo, se los reclutaba entre hombres que habían pasado su infancia en los Estados Unidos, de modo que no les era difícil readquirir los giros idiomáticos del discurso de todos los días, aparte de que se los adoctrinaba a fondo en cuanto a los pormenores de la vida local norteamericana.

Por ejemplo, todos ustedes habrán oído decir que la forma de identificar a un espía alemán que finge ser norteamericano es preguntarle quién ganó el campeonato mundial de béisbol el año anterior. ¡No lo crean! Cada uno de ellos sabe perfectamente todo lo referente a los campeonatos mundiales y a la estadística de béisbol, para no hablar ya de los encuentros de box y del nombre de todos los vicepresidentes del país en los últimos cincuenta años.

No obstante, había que encontrar algún medio.

Hablamos de política y de deporte y comprobé que sabía tanto como yo sobre estos temas. Probé el uso de toda clase de expresiones idiomáticas y lenguaje popular y en ningún momento lo desconcertó ninguno de ellos.

Por suerte los dos estábamos realizando condensaciones de reflujo en nuestras mesas, lo cual nos permitía conversar bastante. Por otra parte, en los empleos del estado se considera altamente sospechosa la dedicación excesiva al trabajo, en especial en época de guerra.

En vista de ello propuse hacer juegos de palabras y jugamos a algunos inofensivos hasta que, a través de etapas graduales, llegamos a los de asociación libre. Le dije que le apostaba a que por mucho que intentase ocultar los hechos, yo era capaz, a través de la libre asociación, de decirle cuándo se había acostado con una mujer por última vez y qué habían hecho, exactamente. Apostamos cinco dólares cada uno y cinco dólares más para el caso de que él no respondiese a cada palabra o giro dentro de los cinco segundos, según mi reloj.

Eran las cuatro y veinte de la tarde cuando comenzamos y puedo asegurarles que ambos estábamos muy serios. Estábamos luchando por el triunfo en la guerra y por diez dólares; tanto el otro como yo teníamos una elevada opinión de lo que son diez dólares.

Dije «mesa» y él dijo «cama». Dije «Di Maggio» y él dijo «corner». Dije «soldado G.I.» y él dijo «Joe». Dije «clarinete» y él dijo «Benny Goodman». El juego se prolongó de este modo durante bastante rato, mientras yo complicaba cada vez más las cosas mediante pasos muy cautelosos y delicados.

Por fin a las cinco menos cuarto yo dije «terror de la huida» y él dijo «tristeza de la tumba». En este punto yo hice la señal convenida y un hombre sentado en el otro extremo del cuarto se levantó, se acercó, aferró al compañero y se lo llevó. Mi compañero gritaba todo el tiempo hasta que salió del recinto: «¡Me debes diez dólares!» Debo decirles que no tenía muchas posibilidades de cobrar la deuda.

Por lo que acabo de contarles, creo que pueden ver lo que sucedió, de modo que, si no tienen inconveniente, me pondré al día con el sueño que me faltaba.

(#)

Tuvimos que despertarlo.

—¿Qué sucedió? —le pregunté, sacudiéndolo con violencia, al punto que le costó algún trabajo mantener derecho su vaso de whisky—. Termina la anécdota.

—¡No me digas que no entendiste! —exclamó indignado—. «Terror de la huida» pertenece a la tercera estrofa de nuestro himno nacional, que dice así:

¿Y dónde existe esa banda que orgullosa juró

que el destrozo de la guerra y el fragor de la batalla

habría de dejarnos sin hogar y sin nación?

Su sangre ha lavado la horrorosa impureza de sus sucios pies.

Ningún refugio podría salvar al lacayo y al esclavo

del terror de la huida y la tristeza de la tumba.

¡Y la bandera cubierta de estrellas flamea triunfante

en la tierra de los libres y la patria de los valientes!

—Vamos, señores, ningún norteamericano leal y auténtico conoce la letra de la primera estrofa de nuestro glorioso himno nacional y ni siquiera ha oído hablar jamás de la tercera (salvo en mi propio caso, desde luego, pues lo sé todo). De todos modos, la tercera estrofa es chauvinista y sanguinaria y, prácticamente, la borraron del himno durante los grandes años de pacifismo consecutivos a la Segunda Guerra Mundial.

Sucede, simplemente, que los alemanes son tan meticulosos que enseñaron a sus agentes con el mayor cuidado las cuatro estrofas del himno y verificaron que las supiesen a la perfección. Y esto fue lo que los delató.

Lo malo es que mi jefe no me dio nunca el aumento de sueldo y ni siquiera me reembolsaron la pérdida de los diez dólares de la apuesta.

—Dijiste que no llegaste a pagar los diez dólares —señalé.

—Sí —dijo Griswold— pero ellos no lo sabían.

Dicho lo cual, volvió a dormirse.