Capítulo 1

SARAH VOSKOVEK, 9:00 de la mañana

Debí haberme quedado dormido a eso de las once. Desperté apenas dieron las nueve. Había dormido diez horas, cuatro más de las que suelo dormir.

Durante un rato permanecí inmóvil, mirando al techo, preguntándome qué mierda pasaba con las cosas. Luego volví la cabeza porque tuve la sensación de que había alguien más allí y vi a Sarah Voskovek en una silla, mirándome con sus ojos oscuros, agrandados y ansiosos.

Me levanté, pero me dejé caer otra vez porque la cabeza me lanzó un aviso. Aquello me estimuló la memoria.

—¿Sabes quién soy? —dijo Sarah.

Me llevé ambas manos a la cabeza y dije minimizándolo:

—Claro que sé quién eres. Eres Sarah Voskovek. Y si te esperas un minuto, te lo contaré todo. Estuvimos cenando anoche, ¿no?

—Sí. ¿Y luego?

—Hubo una pelea en el parque. ¿Correcto? ¿Qué ocurrió luego? ¿Me trajiste a casa?

—Sí.

—Y te quedaste… Perdona, pero tengo que ir al baño. ¿Quieres ayudarme?

Lo hizo y luego me sostuvo hasta que llegué.

—Perfecto —dije—. No puedes quedarte aquí. ¿Qué quieres hacer, sujetármela? Además, eso no es todo lo que tengo que hacer.

—¿Y si te caes? —dijo.

—Oirás el batacazo. Por favor, sal.

Lo hizo, pero estoy seguro de que se quedó cerca de la puerta. ¡Para que hablen de los factores inhibidores! Intentar relajarte sentado sobre la taza del retrete con una chica ajena —ajena en cierto modo— puesta la oreja contra la puerta. Es como para matar el romanticismo.

Me sentí mucho mejor después y así se lo dije cuando salí.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

—Me siento muy bien —dije—. Me queda lo de la cabeza, pero todo lo demás funciona a las mil maravillas. A menudo me vienen retazos pero no logro recordar mucho sobre cómo vine a casa.

—No hay nada que recordar, Darius. Me limité a meterte en la cama.

—¿Y te pasaste toda la noche observándome?

Creí haberlo dicho en plan sardónico, pero ella me espetó:

—Si no me tomas como mala de película, me tomas por un ángel de la guarda.

(No pude recordar en ese momento en qué punto de la noche hizo ella su observación acerca de que si no la hubiera tomado por un personaje malvado no me habría interesado, de modo que no capté lo que dijo en el momento, sino más tarde).

—Sin embargo —prosiguió—, soy un ser humano. Puede haberme pasado por la cabeza el observarte como una madre, pero no lo hice. Me quedé dormida y así pasé la mayor parte de la noche. Desperté apenas una hora antes que tú. Si en medio de la noche hubieras necesitado un médico, no me habría enterado.

—Pero dormiste en una silla.

—Es una silla muy confortable. Y me desnudé y usé uno de tus pijamas. Te pagaré el servicio de lavandería.

—No seas estúpida. ¿Quieres ir al baño?

—Ya lo he utilizado. No hubo ocasión de pedirte permiso. Claro, me encuentro ahora un poco pegajosa. No podré cambiarme de ropa interior porque seguramente no tendré oportunidad de pasar por casa.

—Hay personas que no se cambian en un par de días y siguen viviendo. ¿Tienes que ir al trabajo? Son más de las nueve.

—He llamado al hotel y he dicho que llegaré tarde. ¿Qué pasa con el desayuno?

—Vamos a él. ¿Quieres algo de lo que tengo?

Así. Hizo una tortilla con setas y jamón y abrió una lata de tallos de bambú. Por encima le puso salsa de tomate. Y café. Y zumo de pina para empezar. Algo grande.

Fuera hacía un día bastante nublado, pero también era grande. No quería que el sol me deslumbrase. No quería hasta que las pulsaciones de la cabeza me bajaran un poco.

Ella no parecía tener prisa. Comió lentamente, y lo mismo hice yo.

—¿Recuerdas lo que dijiste anoche después de meterte en la cama? —dijo.

—¿Hablé? —pregunté atónito.

—Sí. Querías hacerlo y pensé que lo mejor era dejar que lo hicieras. Si te volvías demasiado incoherente, sabría que tenía que llamar a una ambulancia.

—Pero no lo hiciste, ¿verdad?

—No. Fuiste de lugar común a lugar común más bien bruscamente, aunque dentro de las observaciones que hiciste, te comportaste con raciocinio.

Me quedé con los ojos clavados fijamente en la bandeja.

—¿Dije algo… molesto?

—Si te refieres a discutir sobre tu vida sexual, o a ponerte agresivo conmigo, la respuesta es no y no. Manifestaste, por el contrario, un autodominio digno de envidia.

—Maravilloso. ¿De qué hablé?

—Un poco de todo. De tus escritos, de tus editores, de tus padres, del Cercano Oriente…

—¡Santo Dios! ¿Hablé de política internacional? ¿Qué dije?

—No lo recuerdo con exactitud. Lo hiciste más forzadamente, considerando tu situación al referirte al doctor Asimov.

Arrugué un tanto la frente. Mi cabeza pareció demostrar que la comida estaba penetrando en mi cuerpo.

—Creo recordar eso. ¿Qué dije?

—Fuiste más bien arisco con la rapidez y extensión de sus escritos. Y dijiste que estaba tan seguro de su inteligencia que jamás se había preocupado de demostrarla. Y luego dijiste…: «No estoy seguro de éste…».

—Prosigue como sea.

—Creo que dijiste que de ahí pudiste aprender a ser tan alto que jamás te preocuparías por parecerlo.

—Quizá me refiriese a que no entré en el parque sólo para demostrarte cuan alto era.

—También yo pensé eso. Pero el caso es que me lo demostraste muy bien.

—Quizá. No fue una coincidencia a propósito. El tipo nos estaba siguiendo, como dijiste. Me habría seguido a mi apartamento e intentado cazarme aquí, pero el parque le ofreció una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla.

—Creo que lo recordaré toda mi vida.

Agité la cabeza vivamente.

—Y por un pelo nos salvamos. Por lo que a mí respecta, es la prueba definitiva de que Giles fue asesinado. Si se comete un crimen, no se vacila en matar de nuevo. ¿Qué otro motivo iba a tener al seguirme, a mí especialmente, y atacarme?

—Lo intentarán otra vez, querido.

—No me sorprendería —dije, y sentí un leve estremecimiento ante la idea, pero intentando no exteriorizarlo—. Haré lo posible por estar alerta… ¿Hablé sobre eso, sobre el crimen, anoche?

—No mucho. Sólo hacia el final. Antes de quedarte dormido. Tu voz se fue haciendo más suave y las palabras comenzaron a brotar juntas y me pregunté si te estabas quedando dormido o si necesitabas un médico; pero en eso te incorporaste y dijiste: «La pluma, no debería haberlo hecho», o algo parecido. No estaba muy claro. Extendiste la mano, me cogiste la mía y luego pareció que te relajabas y te quedaste dormido. Al principio temí que hubieras entrado en coma, pero parecía el sueño más apacible del mundo y decidí esperar otra oportunidad.

—Perfecto. Me alegro de que lo hicieras así. De modo que hablé de plumas. Supongo que nunca superaré el haber fallado a mi amigo la última noche de su vida. ¿Y me dormí cogiéndote la mano?

—Sí, y luego, al cabo de un rato, te la solté.

Se fue al fregadero.

—Oh, no laves los cubiertos. Ya me ocuparé de eso cuando regrese.

Los lavó de todas formas.

—¿Sabes? —Dije—. Nunca he pasado la noche con una chica en un apartamento sin, estar en la cama con ella.

(Ridícula expresión, pero no quise caer en los términos monosilábicos al uso).

Se enjabonó las manos, se las aclaró, y se las secó a continuación con el paño de cocina.

—Y es la primera vez —dijo ella— que paso una noche inocente con un muchacho. Ahora ya sabemos qué se siente.

—Yo, no —dije—. Estuve en otro mundo.

—Yo, sí —dijo— y he pasado noches mucho mejores… ¿Puedo usar el baño otra vez?

Esperé, recordando que aún no me había limpiado los dientes, ni afeitado, ni hecho unas cuantas cosas más, de modo que entré cuando ella salió. Y fue entonces, al lavarme los dientes, cuando el pensamiento me asaltó… por segunda vez, pues debió haber una primera la noche pasada, cuando mi cabeza se encontraba embotada y me permitía pensar y divagar libremente, sacándome del monótono círculo en el que mis ideas habían estado dando vueltas durante día y medio.

Empecé a gritar y con la boca llena de pasta dentífrica, salí del baño. Sarah debió haberse quedado otra vez en la puerta, esperando a ver si me caía, porque estuvo junto a mi al momento, diciendo con ansiedad:

—¿Qué pasa, Darius? ¿Qué pasa?

Tuve que limpiarme la boca. Entonces dije:

—¿Qué me oíste decir la noche pasada acerca de las plumas? ¿Dije «plumas», en plural, o «pluma», en singular?

Sacudió la cabeza y alzó las manos desvalida.

—No podría jurarlo. En singular, creo.

—¿Y dije: «No debería haberlo hecho»?

—Creo que sí.

—¿No pude haber dicho: «No debería haber estado allí»?

—Podría ser —dijo ella dudando—. Estabas a punto de dormirte. Tu pronunciación no era muy clara.

—Puede ser —dije—. Claro.

Donde había estado contando y contemplando los mojones que señalaban en mi mente un camino, ahora otros mojones se estaban reuniendo, con bastante rapidez, para conformar una estructura.

—¿Estás lista para salir, Sarah? —pregunté.

—¿Estás seguro de que quieres ponerte la chaqueta con esos pantalones? —dijo ella.

Me miré. La cabeza me dolía apenas un poco.

—Bien —dije—. Me pondré la marrón.

Me aseguré de que llevaba en los bolsillos lo necesario, billetero, llaves, tarjetas de crédito, etc., y entonces estuvimos realmente listos para partir.

—Creo que será mejor tomar un taxi —dijo Sarah—. No quiero que te canses y, además, mira cómo llueve.

—Claro —dije—. Quiero llegar tan pronto como sea posible. Las cosas comienzan a tener sentido.

No costó mucho encontrar un taxi (mi casa está bien situada al efecto) y durante los cinco minutos de trayecto dije:

—¿Puedes hacer algo por mí?

—Quizá. ¿Qué es?

—Oí decir que la policía hizo en la habitación un inventario completo de las pertenencias de Giles. ¿Puedes arreglártelas para que yo pueda ver ese inventario?

No pareció muy animada.

—Tendría que preguntar a Tony Marsogliani…

—No se lo pidas a él. Que te lo lleve algún empleado. Si Marsogliani supone que es para mí, nunca te dejará verlo.

—Lo intentaré —dijo, un tanto intranquila.

Estábamos en un semáforo a una manzana de distancia del hotel cuando recordé algo y dije:

—Oh, gracias por ayudarme anoche. Debió ser una carga terrible para ti.

—No me forzaste a hacerlo. Pude haberme marchado.

—Bien…, gracias.

—Tranquilo.

Me quedé mirándola, las palabras se hicieron inadecuadas, y la besé justo cuando el taxi se puso a rodar de nuevo. No hubo necesidad de disminuir la distancia entre nuestros rostros ni de calcular respuestas. Me limité a rodearla con los brazos como si fuera algo que podía colocarse sobre uno, y la besé. No hubo necesidad de desabrocharle ninguna prenda ni de ponerla caliente; ni necesidad de utilizar la habilidad que uno adquiere al cabo de los años de práctica.

Fue justamente un gesto de gratitud y afecto, nada más; y ella me lo aceptó y devolvió como si estuviera complacida con ello, y nada más.

No. Estoy mintiendo. Hubo un montón de cosas más. Fue un buen beso y fue prolongado.

De hecho, duró hasta que el taxista dijo:

—Ya hemos llegado, compadre.

—Será mejor que salgamos u olvidaré a qué he venido —dije.

—Sí —dijo ella, tomando una rápida bocanada de aire como para volver en sí misma—, o conseguiré que esa campaña publicitaria se vaya al cuerno.

Pagué al taxista, doblando mi propina de costumbre sin más razón que haberme enamorado del mundo entero, y salimos. Estaba lloviznando.