Capítulo 16
GWYNETH JONES, 5:55 de la tarde
El ascensor se tomó su tiempo, pero mientras tanto, no experimenté ninguna urgencia.
Puesto que no podía creer (ni quería creer) que el asesinato dependiera de la trivialidad de las plumas y de mi fallo, y puesto que no me parecía que implicara ni a Eunice ni a Roseann, el motivo tenía que estar en otro lugar…, alguna mujer insospechada, la heroína, un maníaco homicida (no, ¿se molestaría un maníaco homicida en preparar un accidente?).
Para buscar el motivo en cuestión, podía servirme la tarea de saber todas las cosas que Giles había hecho desde que me dejó veinticuatro horas atrás hasta la hora de su muerte.
El ascensor todavía sin venir. Se acercaba la hora de la cena y la gente estaría subiendo y bajando con una frecuencia hipernormal. La vida proseguía. La gente tenía hambre.
Yo, no.
La última vez que vi a Giles, estaba con Henrietta Corvass. Si comenzara por ella…
El ascensor llegó a mi piso, procedente de arriba. Estaba repleto y tuve que abrirme paso a codazos para hallar un sitio. Aunque no ocupo mucho espacio.
Lancé una mirada sobre los ocupantes para ver si reconocía a alguien. No estaba de humor para hablar. Afortunadamente, no hubo necesidad de ello. Entre los miles que había en la convención, no había mucha oportunidad de conocer a nadie en un grupo de doce tomados al azar.
Di la cara al frente. Los otros eran todos de la convención. Todos portaban insignias. Suspiré e intenté no ser intruso quitándome la mía.
Salí en la planta quinta y encontré la sala de entrevistas todavía abierta. Me sorprendió; había creído que estaría cerrada a las cinco y me había dirigido hasta allí para estar seguro de ello.
En el interior había sólo una persona, una joven con el pelo alborotado, pechos que no alborotaban y zapatos de lona. Estaba sentada hacia atrás, las piernas abiertas, mirando pensativamente lo que supuse eran permisos de venta. Tenía una hoja de papel en la máquina de escribir y comenzaría a darle a la tecla de un momento a otro. Miré sus piernas, lo que no compensó, de modo que observé su placa con su nombre que decía: «Gwyneth Jones».
—¡Gwyneth! —Dije para mí, sin creérmelo.
Lo dije ligeramente alto, pues la joven hizo como si yo lo hubiera hecho para llamar su atención (cosa que yo pretendía hacer después), alzó la vista y dijo:
—¿Sí?
—¿Sabría decirme dónde se encuentra Henrietta?
La chica me miró pensativa y dijo:
—¿Henrietta Corvass?
Curioso, dije:
—¿Hay alguna otra Henrietta en este lugar?
—No, es la única Henrietta que hay aquí.
—Entonces, ¿por qué me lo pregunta?
—Tenemos que estar seguros.
—Comenzaré otra vez. ¿Sabría decirme dónde se encuentra Henrietta?
—Para comenzar nuevamente, ¿quién es usted?
Me quité la placa, se la puse ante los ojos y obtuve una mirada en blanco.
—Soy escritor —expliqué—. Ahora, ¿dónde está Henrietta? ¿Sabe usted dónde está?
Al cabo de un rato, con indiferencia, dijo Gwyneth:
—No.
—Escuche —dije—, dulce corazoncito, es una emergencia. Suponga que se le ha roto el sostén y que Henrietta tiene el único imperdible del hotel. ¿Dónde la buscaría? Haga cábalas, si es que puede. Deme una pista.
—No llevo sostén —dijo.
Creo que luego añadió algo sobre la reunión de esta noche de Sewall, Broom. Quizá estuviera allí.
—Gracias, dulce corazoncito. ¿Dónde será la reunión?
—Lo ignoro, pero creo que lo pone en un programa que tiene que estar en algún sitio.
Miró encima de su escritorio con indiferencia y dijo:
—Tengo que seguir con mi trabajo, ¿sabe?
—Lo sé —dije—. Pero puede emplear cinco minutos más en buscarlo, ¿no?
Aposté ocho contra cinco a que no iba a buscarlo y perdí. Lo encontró en menos de un minuto. Era una chica bajita y sin interés, pero le besé la casta mejilla y le di las gracias. No pareció pletórica de agradecimiento.
Salí para ir al encuentro de cualquier lavabo de caballeros. Satisfice mis necesidades biológicas, me lavé las manos y cara, me miré al espejo para comprobar si estaba tan desaseado como había sentido y decidido que estaba, pues ¡qué mierda! No soy tortuosamente guapo, pero tampoco un adefesio. Podía colocarme entre diversos tonos de voz cuando se dice «atractivo», y es lo mejor que puedo hacer por describirme[26].
Me apoyé contra el aparato de las toallas de papel y observé el programa. La reunión no tendría lugar en el hotel, sino en un restaurante de las cercanías y estaba programado que comenzaría a las seis y media.
Tenía unos veinte minutos, de modo que me procuré un asiento en un rincón del vestíbulo y cerré los ojos. Recuerdo que me pregunté si el escaparate de libros pornográficos referidos por Sarah estaría a mano. Me faltaba energía para buscarlo, de modo que pensé en Sarah durante un desapasionado momento y al cabo de quince minutos desapareció entre dos tics de un reloj de pared que podía oír sobre mi cabeza.
Abrí los ojos más bien violentamente y eché mano a los bolsillos para ver si algún simpático ratero había aligerado de peso a un hombre evidentemente débil. Las tenía todas conmigo, y sintiéndome mejor tras aquellos momentos de inconsciencia, abandoné el hotel.