Capítulo 14
EUNICE DEVORE, 3:45 de la tarde
Llegué a la 1511. No era precisamente lo que tenía ganas de hacer.
Golpeé la puerta, y tras un rato de espera se abrió ligeramente, dando paso al ojo del oficial Olsen. Supongo que si eres un polizonte y llevas una pistola en la mano, no te hace mucha falta ser tan cortés de preguntar quién es, como suele hacer la gente educada.
—Hola. ¿Me recuerda? —Dije.
Me recordaba.
—Si está ahí dentro la señora Devore, ¿puedo pasar a verla? Dígale que soy Darius Just.
Sin duda me oyó, porque escuché la bronca voz de Eunice que decía:
—Déjenlo entrar. Quiero verlo.
Olsen abrió la puerta y la cerró tras de mí. La habitación había sido puesta en orden. Eunice estaba sentada en una silla y el polizonte ocupó la otra. Medité el viejo truco de sentarse en la cama, lo rechacé y acabé sentándome en una baja banqueta que había junto al escritorio.
Eunice estaba particularmente fea y con aspecto ordinario, aparentando algo más de los cuarenta y cuatro años que yo sabía pesaban sobre sus ancas. Era doce años mayor que Giles, por si alguno quiere otro factor que contribuya al matrimonio desigual.
Debió haber visto ella la rápida mirada que lancé contra la puerta del baño justo antes de sentarme y leyó mi mente con presteza, aunque pudiera considerarse uno de los trucos telepáticos más facilones.
—Está aún así —dijo—, con una manta encima. Supongo que el cuerpo médico llegará uno de estos días. Es absurdo practicar una autopsia en un caso como éste, aunque sea necesario. Seguir la rutina para evitar problemas. Si se pasa por alto una autopsia, puede haber complicaciones legales de todas clases, de modo que es mejor un millar de autopsias que el resaltado de una serie de complicaciones.
Era casi como si se estuviera anestesiando a base de hablar en plan abogado que era.
—Siento el retraso —dije—, pero me dijeron que estabas en la 622.
—Estuve, pero ya no estoy —le brillaba la nariz y tenía el pelo apelmazado—. Si hubiera permanecido más rato con esa tiquismiquis, habría acabado por romper la puerta para salir.
—¿Qué tiquismiquis? —pregunté, aunque sabía muy bien a qué tiquismiquis se refería.
—Esa pavisosa de la pronunciación. Con el moño alto, la boca tiesa, sus agobiantes muecas hacia delante y hacia arriba, el culo en pompa y las palabras que le brotan medidas al milímetro… Eso no es un ser humano. Debe emplear dos horas cada mañana para componerse y tres horas cada noche para relajarse y dejar por ahí las piezas sueltas.
Supongo que no le gustaba Sarah ni más ni menos que ella a Sarah. Menos, quizá.
Seis horas atrás me habría divertido con el pequeño discurso, e incluso ahora tenía que admitir que no era un mal retrato de la parte perjudicada. Sin embargo, Sarah se me había excusado virilmente (¿femenilmente?), y ella estaba haciéndolo también en un mundo de hombres. Para el caso, cualquiera que fuese la artificialidad de Sarah, la prefería al supernaturalismo de Eunice. No estaba tan cerca de Eunice para comprobar el tufo de su sobaco, pero aposté (esta vez hasta dinero) a que el tufo estaba allí.
Sin embargo, no salí en defensa de Sarah. Lo dejé correr. Mi tarea ahora era mantener a Eunice en el ánimo necesario para que me contestara algunas preguntas.
—Eunice —dije—, estoy terriblemente apenado por… por la tragedia. Estuvimos muy unidos Giles y yo en un tiempo.
—Muy unidos verdaderamente y todavía hoy, Just, puesto que tenías una llave suya —dijo, secamente—. De eso es de lo que quería hablar contigo. Pero no aquí. Lo he identificado y es cuanto tenía que hacer aquí.
—¿Puedo utilizar el teléfono? —pregunté al policía.
—¿Para qué?
—Para conseguir otra habitación en la que hablar sin tanta compañía.
El tío se encogió de hombros.
—¿A quién llamas? —preguntó Eunice.
—A la pavisosa de la pronunciación —dije.
No costó mucho. Sabía que podía contar con Sarah. En un momento nos subieron una llave y nos trasladamos a la 1524, ocupada por un par de personas. Nos dijeron que teníamos de tiempo hasta las seis. Estaba tan seguro como la mierda que no quería gastar tanto tiempo…, si es que era mucho. No obstante, había sus amenidades.
—¿Estás segura de que quieres que hablemos aquí? ¿Quieres que vayamos a tomar un trago? ¿Tienes hambre?
—No —dijo ella, agriamente—. Aquí estamos bien. Sirve para lo que quiero. Y lo que quiero de ti es que me cuentes lo que ha ocurrido. ¿Cómo se las arregló para morir?
—No lo sé, Eunice —dije—. Cuando entré en la habitación estaba ya muerto.
—Sí, eso es lo que contaste a la policía, creo.
—Y es lo que realmente ocurrió. Y porque se trata de la verdad, no te cuento nada diferente.
—De acuerdo, entonces; cuéntame lo de la llave. Giles no se había vuelto homosexual, ¿verdad?
—Por cuanto sé, pudo muy bien haberse vuelto —dije, fríamente, cuidando de no señalar que la homosexualidad podía considerarse una mejoría si se comparaba con su matrimonio con ella—, pero yo no. Me dio la llave la pasada noche para que cumpliera un recado, y me olvidé. Lo llevé a efecto hoy durante la comida y estaba ya muerto cuando entré en su habitación.
—¿Y hay alguna conexión?
—Post hoc, ¿ergo propter hoc?
—Ya veo que sabes latín —dijo sin admirarme.
—Bastante. Tú crees que porque fue asesinado después de haberme olvidado del recado, fue asesinado a causa de mi olvido.
Se encogió de hombros.
—¿Por qué te olvidaste?
—Irrelevante, inmaterial e incompetente.
—Mucho Perry Mason has visto tú —dijo—. Bien, puesto que niegas tu homosexualidad, debo suponer que hay una chica por medio.
Me mantuve a la que pudiera caer. Era una bruja formidable, con una forma absolutamente siniestra de insinuar lo que se le metía en la cabeza. Lo había experimentado antes y supongo que le era de gran utilidad en su carrera de abogado. ¿Cómo tuvo Giles los santos cojones de casarse con ella, aun aceptando que carecía de cerebro para advertirlo?
—Bien, es eso entonces —dijo—. Se cayó en la bañera. Le harán la autopsia y me lo entregarán. Lo veré enterrado, se abrirá el testamento, si es que hizo alguno, te juro que no sé si hizo alguno, y eso será todo. ¿Sabes si tenía familia?
—¿No lo sabes tú? —pregunté.
—Nunca lo mencionó. Y yo jamás le pregunté.
Me encogí de hombros.
—Hace tiempo tenía un padre que le enviaba dinero, pero no puedo decir dónde se encuentra, ni siquiera si aún está vivo. Y no sé nada de cualesquiera otros parientes.
—Te aseguro que irán saliendo, y aparecerán hasta los primos terceros, todos esperando haber sido recordados en el testamento y confiando en que Giles sea más rico de lo que era realmente.
Puso sus manos sobre las rodillas, se levantó con un gruñido y dijo:
—Eso es todo, Darius. Puedes irte ahora.
Encontré la gracia de sus palabras poco menos que adorable y se la habría devuelto en mi forma inimitable, de no ser porque todavía estaba jugando a la cooperación. Me quedé donde estaba y dije:
—No es todo. ¿No te importa si te hago algunas preguntas, Eunice? Te prometo que es por una buena razón.
Vaciló, consultó su reloj, se sentó de nuevo y dijo:
—Bueno, hasta que no llegue el forense no hay nada que hacer, de modo que puedes proseguir. —Pero en seguida, como si considerase que sus palabras habían sido demasiado generosas, agregó—: Pero no te extiendas demasiado.
—¿Cómo se encontraba Giles últimamente? —pregunté.
—Era el mismo hijo de puta empedernido de siempre.
No era tal vez el recuerdo más hermoso del difunto esposo todavía con el cuerpo caliente, pero no estaba yo para dictar la naturaleza de sus sentimientos.
—¿Sabes si tomaba drogas? —Dije.
—No, por lo que sé… y creo que lo habría sabido.
—¿Consultó alguna vez con algún psiquiatra?
—No, por lo que sé… y creo que lo habría sabido.
—¿Cambió alguna de sus pequeñas costumbres?
Lanzó un áspero émulo de carcajada.
—¿Él? Debiste haber conocido algunas de sus pequeñas costumbres. Jamás se alteraban.
Asentí.
—Esa es la cuestión —dije—. Cuando entraste en la habitación, ¿se encontraba de la misma manera que cuando entré yo hace poco?
—Sí, esencialmente.
—¿Estaban a la vista las ropas de Giles?
—Estaban en el armario. Todo lo de la habitación estaba siendo señalado y registrado.
—¿Nada había sobre la cama o en las sillas?
—¿Ropas? No.
—Tú sabes cuan cuidadoso era con su ropa.
—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo ella—. Extendía los calcetines, los doblaba y doblaba todas las otras cosas, levantando una impecable pila, como cuentan que hace la momia. Tú viviste con él una vez; debes saberlo.
—Pero ¿no cambió esa costumbre?
—Puedes apostar lo que quieras a que no.
—Muy bien, pues. ¿Cómo puede ser eso? Cuando yo entré y lo encontré, sus ropas estaban desparramadas sobre el suelo y la silla. Sabes que jamás lo habría hecho él.
—Jamás. ¿Y…?
—Que algún otro debe haberlo hecho. Algún otro que estuvo allí. ¿Y por qué iba ese algún otro a desparramar las ropas de aquella forma, excepto para dar la impresión de que Giles estaba duchándose cuando ese alguien se marchara?
Dijo Eunice:
—¿Quieres decir que estamos frente a un crimen preparado para que parezca un accidente?
Por una vez resultó ociosa su habilidad para leer mis pensamientos. No tenía ya que explicarlo.
—¿Bien? —Dije—. ¿No te parece así a ti?
—¿Porque las ropas estaban esparcidas? Eso no es suficiente. Ningún jurado lo aceptaría.
—A la mierda con los jurados; no seas abogado. Estamos hablando tú y yo, de modo que sé persona. ¿Aceptarías tú la posibilidad de asesinato sobre la base de las ropas esparcidas?
—Es una consideración interesante —dijo—. Es posible. Pero debería haber más evidencias.
Por un momento pensé en contarle lo de la heroína, pero decidí no hacerlo. Nada, excepto su presencia física, la conectaba con Giles y la presencia física había dejado de existir. De hecho, al fin y al cabo, ni siquiera era yo capaz de jurar que se trataba de heroína.
—¿Qué hay con la ducha? —Dije—. No sabía que Giles se duchara al mediodía.
—Hay muchas cosas que no sabes —dijo Eunice—. Se duchaba siempre que había estado con una mujer.
Hice una pausa.
—¿Sugieres que estuvo con una mujer, se duchó después, resbaló y resultó muerto de esa manera?
—¿Por qué no? Y la mujer, no deseando verse envuelta, cosa por la que no se le puede maldecir, se largó tranquilamente y dejó que algún otro lo encontrara.
—Las ropas —dije—. ¿Las habría esparcido después que él las hubo plegado cuidadosamente? ¿Por qué mejorarlo?
—Porque la pobre putuela puede haber creído que Giles plegaba todo para impresionarla y que si se hubiera decidido a tomar una ducha, estando solo, las habría desparramado por todas partes. De modo que las desperdigó para hacer como que nadie había estado en la habitación sino Giles.
Estaba desconcertado. Por Dios, aquello sonaba a sensato.
—¿Crees que ocurrió así?
—Realmente, no. Cualquier mujer que conociera a Giles sabría que las ropas habían sido dejadas como debían dejarse, y cualquier mujer que no lo conociera habría estado tan asustada que no se habría entretenido en desparramar la ropa. Se habría limitado a salir a escape de la habitación.
—Luego la suposición de una mujer no nos aporta nada. ¿Por qué lo trajiste a colación? —Dije, irritado.
—Porque cualquier abogado lo habría hecho, logrando que tu prueba de las ropas desperdigadas perdiera toda consistencia. Me limito a mostrártelo. Aparte…
—Sí.
Pareció perderse en sus pensamientos por un rato. Luego dijo:
—Aparte, no creo que el pobre Giles estuviera con ninguna chica. Le era muy difícil dar con alguna que quisiera estar con él. Exceptuándome a mí, claro.
La pregunta más natural habría sido: «¿Por qué no?». Me la contuve, sin embargo, y no la formulé. Por un lado, habría sido imprudente introducirme en la vida sexual de nadie, y por el otro, no estaba seguro de importarme el conocerla.
Pero Eunice se echó a reír y ejercitó su atemorizante habilidad para ver lo que yo estaba pensando.
—Claro —dijo—, quieres saber más detalles al respecto, pero consideras que no es propio de caballeros el preguntarlo. No vaciles. Me importa un rábano tanto si lo sabes como si no. En medio de esta ola de corrupción que nos invade, no importa si lo sabe todo el mundo. Escucha: cuando encontré a Giles, era virgen. Estaba incapacitado para el sexo en el sentido más rutinario del término… y uso la palabra «rutinario» porque cubre un amplio espectro; pues bien, todavía está incapacitado. Hay que conducirlo paso a paso, como a un niño, y lo digo textualmente. Llegábamos a hacerlo a trompicones, más o menos accidentalmente, como resultado de lo que los adolescentes llamarían «una forma de perder el tiempo», y nos salía tan bien que nos casamos. Tenía que ser desvestido mientras agitaba brazos y piernas, como niño con pataleta, y soltando sonidos que parecían gorjeos. (No era fácil, pero se movía hacia aquí y hacia allá para ayudarme, aunque pretendiendo que no lo hacía). Tenía que prodigarle ruidos tranquilizantes, llevarlo al baño y lavarlo cuidadosamente, a veces bajo la ducha, a veces en la bañera, según el tiempo que tuviéramos. Después tenía que secarlo, ponerle polvos y tapones para los oídos. Tenía que hacer que le daba de mamar, y luego, finalmente, estaba listo para el acto en el sentido ordinario de la palabra. Podía estar en buena forma si todos los preliminares iban bien.
Me sentí sacudido por el asco. El tipo había ocupado una habitación contigua a la mía durante más de dos meses… y lo había criado también a mi modo. Había venido pidiendo ayuda, como un muchacho acude a su padre, e intelectualmente le había hecho de padre al igual que Eunice, de una forma más física, le había hecho de madre.
¡Un gorila como él, con su bigote negro como un bosque! Dios, alto, pesado, grande, corpulento, podía resultar una carga tan grande como si hubiera carecido de sus atributos. ¿Era aquello para mirar por encima de las cabezas del mundo y para rechazar el papel que el tamaño de adulto le había confiado?
—Por el amor de Dios, Just —dijo Eunice—, no te quedes con esa cara de censura. Por si quieres saberlo, a mí me gustaba. Me gustaba punto por punto; también a mí me ponía a cien. Aunque no lo estuviera, al final compensaba. Puesto que ocurría entre adultos que lo aceptaban de grado, ¿a quién perjudicábamos? ¿Tu sentido de la propiedad? ¿Cómo llegas tú a excitarte? ¿Con un trago, un pellizco, un beso sobre el hombro, una caricia en el muslo?
—Yo no bebo —dije—. Escucha, ¿sería éste su comportamiento con cualquiera?
—El único comportamiento. Nada más le interesaba. Nada más habría podido excitarlo —sonrió, agriamente—. Si sabes a lo que me refiero.
—Bien, mira: si tú lo desnudabas, ¿qué hacías con las ropas?
—Sabía que lo preguntarías. Las plegaba y hacía con ellas una pila impecable. De lo contrario, lloraba. Quiero decir que lloraba. Supongo que todo se remonta hasta su madre verdadera, a la clase de persona excesivamente limpia que ella era, y a los juegos que siempre jugaban —suspiró—. A la mierda con todo esto.
—¿Nunca fue a un psiquiatra?
—¿Por qué tendría que haberlo hecho? Le producía placer y no le perjudicaba ni se interfería en su vida, tanto profesional como personal. ¿Irías a un psiquiatra para curarte el vil impulso de comer cuando tienes hambre?
—¿Y a ti te gustaba todo eso?
—¿Quién puede saber lo que a uno le gusta?
Tenia razón. Tenia que dejar de jugar al puritano.
—Pero ¿qué marchó mal? —Dije—. Si tú participabas y a él le gustaba el juego, ¿por qué era tan hijo de puta? ¿Cambió?
—Claro que cambió. Descubrió que le gustaban las variedades. Tú posiblemente tengas la misma rutina cada vez, pero a él le gustaba tener diferentes madres para experimentar tactos diferentes, diferentes olores bucales, diferentes pezones, ¿quién sabe qué? Estaba la propietaria de la librería esa en la parte baja de la ciudad, la pechugona.
Mira quién se pone a juzgar, pensé. Entonces se me ocurrió que Eunice y Roseann se parecían en muchos aspectos. Si a Giles le gustaba una, ¿por qué no la otra?
—¿Quieres decir —dije— que también incidías en el juego?
—No tomé fotos, Just, pero digamos que era así. Bronstein, ése es su nombre. Sí, incidían. Estoy satisfecha con la evidencia, aunque un jurado no lo estaría.
—¿Piensas que Roseann Bronstein pudo haber estado en la habitación con él?
—¿Asiste a la convención? Es librera; tiene que estar.
—Me encontré ayer con ella en el hotel —admití.
—Luego puede haber estado.
—Pero sería ya lo bastante ducha en el oficio como para no desperdigar las ropas, tamo si él murió por accidente como si lo mató ella.
—Sí, supongo que lo sería —dijo Eunice, con agria resistencia.
Luego dijo:
—Bueno, nada importa ya. Una vez Giles descubrió el placer de la variedad, la Bronstein no duró mucho. La dejó y corrió tras otro objeto femenino, supongo. Sólo después de sentirse frustrado por un buen número de rechazos volvió a mí.
—¿Siempre fue rechazado?
—Casi siempre. Eventualmente, sin embargo, podía comprar cooperación y durante los últimos seis meses no me frecuentó en absoluto. El hijo de…
Dejó la frase a medio terminar y se quedó sacudiendo la cabeza.
—¿Juega siempre el mismo juego, de la misma manera, con todo el mundo? —pregunté.
—¿Qué quieres decir?
—Supongamos que se encuentra a alguna en la convención. Hay mucha gente a quien no le importa saltarse cualquier límite de vez en cuando.
—Sí —dijo ella—, hay muchos locos como nosotros, sí.
—Muy bien. Consiguió alguna chica a última hora, pero no le había aclarado del todo la situación; incluso pudo haberse llevado a una prostituta. ¿Estaría tan desesperado que habría aceptado cualquier atajo? Quiero decir, ¿estaría todo correcto en el asunto de desvestirlo, pero no en lo de plegar sus ropas, por ejemplo?
—Nunca presencié el juego con nadie más —dijo Eunice—, de modo que no puedo aportar ninguna fuerte evidencia. Pero estoy casi segura de que no lo habría aceptado. Se habría echado a llorar y se habría negado a ir al baño, y no se le puede conducir al baño si no quiere ir.
—De modo que no pudo ser una mujer —dije—. Cualquier mujer que lo conociera tendría que jugar del principio al fin; y cualquier mujer que no lo conociera tendría que jugarlo adecuadamente o no habría juego. En cualquier caso, las ropas tenían que ser plegadas. Si éstas fueron plegadas y Giles murió de la forma que fuese, ¿por qué iba nadie a tomarse el trabajo de desparramarlas? ¿No lo ves? Esto nos conduce a un punto: que Giles tuvo que morir vestido y alguien que estaba allí no conocía las peculiaridades de Giles, de modo que le quitó la ropa cuando ya estaba muerto, las desperdigó y lo condujo al cuarto de baño. ¿Y por qué hacer eso bajo el sol sino para dar la sensación de que se trataba de un accidente?
—Excepción hecha —dijo Eunice— de que hace ya seis meses que no jugábamos y por lo que sé pudo haber un cambio.
—¿Lo crees así?
—No, no lo creo. Ni por un momento. Pero un abogado lo resaltaría.
—A la mierda con los abogados —dije, exasperado—. Dime qué opinas. Asesinato o no.
—No opino nada, Just. Que se vayan a la mierda los abogados, pero soy uno de ellos y lo que me parece más importante es lo que el jurado opine. El jurado decidirá sobre el accidente después de atender a las evidencias.
—¿No te importa que los jurados se equivoquen? ¿No te preocupa que pueda ser un asesinato, pese a lo que ellos dictaminen?
—¿Por qué? Suponte que digo: es un asesinato. ¿Devolverá eso a Giles a la vida?
—¿Quieres que el asesino escape?
—¿Qué asesino? Ese es otro asunto. Si te pones de parte del asesinato, tienes que ponerte a pensar en quién lo mató. ¿Quién tenía motivos? ¿Y quién era lo bastante fuerte como para arrastrar el cadáver hasta el baño? Pesaba doscientas veinte libras[25].
La observé pensativamente, ella apartó la mirada y arrugó los labios.
—Te estás preguntando si pudo haber sido Eunice Devore. El primer sospechoso de la muerte del marido es siempre la esposa, ¿no?
Me sentí incómodo y me encogí de hombros.
—No he dicho nada —dije.
—Dilo y déjate llevar por la evidencia. Primero, ¿tengo algún motivo? Frustración sexual, matrimonio desgraciado, él solía hablar de divorcio. Estoy segura de que se refería a consultar a un abogado una vez fuera publicado su nuevo libro y se convirtiera en un best-seller. Si lo mato y hago como que es un accidente, me ahorro humillaciones, aplaco mi sed de venganza, heredo probablemente la mayor parte de sus propiedades y derechos, lo que debe ser un buen pellizco si de su nuevo libro se hace una película taquillera, como puede ocurrir. Contra esto hay que oponer que no soy una mujer muy exigente en materia sexual, que no tengo nada que oponer al divorcio y que me gusta vivir mi propia vida. Segundo, los medios. ¿Pude haberlo asesinado? ¿Por qué no? Soy tan fuerte como un hombre y él era un tipo delicado. Pude haber utilizado cualquier cosa contundente, romperle la nuca y llevarme el arma conmigo. O pude haberle propinado un golpe de karate…
—¿Karate? —Dije con repentino interés.
—Sí, he tomado lecciones de karate. Trabajo hasta tarde en la ciudad y me dije, a veces una mujer necesita conocer el arte de la autodefensa, aunque el hecho es que jamás he sido atacada. La idea del karate me vino en cierta ocasión en que Giles me dijo que tú eras un experto en la materia. Yo, no. Ignoro si podría romperle el espinazo a Giles justo bajo el cráneo con sólo un rápido golpe dado con el canto de la mano. Imagino que tú sí podrías.
—¿Y cómo podría transportar el cuerpo hacia el baño? —pregunté.
—No tienes que transportarlo, hijito. Lo arrastras —observó mis hombros apreciativamente—. Creo que hubieras podido.
—Arrastrarlo hubiera dejado señales, supongo —dije—. O quizá no. No lo sé. De cualquier modo, ¿cuál es mi motivo?
—¿A quién le importa? —dijo ella—. Es absurdo pensar en los motivos. Cualquiera pudo tener un motivo y cualquier cosa pudo constituir ese motivo. Pudo haberte llamado renacuajo, o pudo haberte dicho que eras un escritor piojoso, o pudo haberte mentado a tu santa madre. ¿Cuál es la diferencia? Fue algo que te hizo saltar. Vayamos, pues, al tercer punto, la oportunidad. Yo estuve en la ciudad todo el día. No tengo coartada; pude haber estado allí. De modo que tengo motivos, medios y oportunidad. Lo que ocurre es que no lo hice. ¿Lo hiciste tú?
—No, no lo hice —dije, ventilando el asunto como si fuera un absurdo, cosa que era cierta—. Pero dime: ¿cómo es que estabas en la ciudad? ¿Cuánto hace que estabas aquí?
Eunice alzó las cejas.
—Desde las cuatro de la tarde de ayer. ¿Quieres una explicación?
—No puedo obligarte a que me la des. ¿Quieres ofrecerme una?
—Nada más fácil que la verdad. Me llamó. Se había dejado un paquete en casa…
—¿Un paquete?
Tuve la sensación de que mis ojos se habían agrandado de golpe, pues Eunice me observó divertida.
—Sí, un paquete —dijo—. ¿Me he delatado con eso? ¿Soy culpable?
—No. Prosigue.
—Me llamó, me dijo dónde estaba el paquete, me preguntó si podía traérselo. Le dije que lo intentaría. La cosa era si serviría como excusa posible una visita a mi hermano, a quien no había visto hacía más de un año cuando sólo vivimos separados por cuarenta millas. Lo llamé, estaba en casa, no se iba fuera el fin de semana y me dijo: «Puedes venir». Lo hice. Traje el paquete conmigo. Llamé a la habitación de Giles, pero no estaba. No esperaba que estuviera… a menos que fuera con una mujer, en cuyo caso no creo que hubiera contestado. De modo que dejé el paquete en el guardarropa y llevé el resguardo a la conserjería. Lo metieron en un sobre y le dejaron un aviso en su habitación; al menos es lo que me dijeron que harían. Fui luego a ver a mi hermano (vive a unas diez millas de aquí) y pasé la noche en su casa.
Sacudí la cabeza.
—Habría preferido que hubieras enviado el paquete a la habitación y que el camarero lo hubiera llevado.
—¿Por qué? Lo recogió, ¿no? Lo vi en el escritorio cuando entré, poco antes de que lo pusieran en un maletín de lona junto con sus otras pertenencias. Dentro de pocas horas lo recuperaré. Para eso lo traje ayer.
—Ese es el recado que yo tenía que hacerle, Eunice —dije, medio disgustado—. El recogió el resguardo la pasada noche y no tuvo ocasión de retirar el paquete del guardarropa. Me dio el resguardo y la llave y me pidió que se lo retirase. Lo hice, pero no hasta la hora de la comida de hoy y ya estaba muerto por entonces.
—Oh, vaya. ¡Qué gran negocio!
—Cuando dije al principio que había olvidado hacerle un recado, me preguntaste si estaba en conexión con su muerte. Ahora lo relegas como algo sin importancia. ¿Por qué? ¿Sabes por casualidad lo que contenía el paquete?
—Claro que lo sé. Las gasta en todo momento. Plumas. Sus plumas especiales, azules y triangulares, con su nombre grabado en ellas. No podía servirse de los bolígrafos comunes.
—Lo sé —dije—, les sacaba los muelles.
—Ya veo que también estuviste casado con él —dijo con cierto sarcasmo.
—En cierto modo —dije.
—Bien, eran sus chicas: confortables entre los dedos, confortables para su yo, baratas, siempre a su disposición. Por lo que sé, sólo tenían dos desventajas. No duraban mucho, pues se secaban rápidamente. La otra desventaja es que se las metía en el bolsillo cuando se secaban y yo tenía que buscarlas en sus bolsillos y restituirlas.
Asentí. Podía ahora conjeturar la naturaleza del altercado frente a la mesa de las firmas. Giles había estado firmando libros con una pluma a punto de secarse (la que había estado sobre el escritorio, sin duda, la que yo había utilizado para trazar la interrogación, usando los últimos residuos de tinta que habían permanecido en el plumín después que se le quedara seca a él). No llevaba plumas de repuesto, ya que yo no le había entregado el paquete y se había visto obligado a usar cualquier pluma sin monograma, difícil de encajar entre sus dedos.
Tal circunstancia lo habría hecho enfadarse conmigo en demasía; de hecho, aún reconociendo su neurosis respecto de las plumas, apenas me atrevía a culparlo. Pero ¿cómo contribuiría una pluma seca a un asesinato? Podía haberlo conducido a matarme a mí, modestia aparte, pero nada había en ello que forzara a matarlo a él.
Sin embargo, significaba todavía que yo había contribuido a su malestar, su frustración y su rabia durante la última mañana de su vida, lo que dejaba un amargo recuerdo en mi memoria.
—En apariencia —dije—, no estuviste con tu hermano. Saliste esta mañana.
—Así fue, Just. No puedo aguantar a sus críos, y su esposa tampoco es santo de mi devoción. Lo tenía olvidado, pero cuando llegué me di cuenta de por qué había estado tanto tiempo sin visitarlo.
—¿A qué hora saliste esta mañana?
—Justo después del desayuno.
—¿Y viniste aquí?
—No. No estaba en este lugar en las horas cruciales en que la muerte tuvo lugar. Algunas tiendas estaban abiertas y fui de compras.
—¿Compraste algo?
—No, ni lo intenté seriamente. No me vio ningún conocido. Te lo dije: no tengo coartada.
—Pero ¿por qué viniste?
Y por vez primera vez, Eunice pareció intranquila. Sus ojos, que me habían sostenido la mirada casi con insolencia, bajaron. Su voz hízose menos audible.
—Pensé que podía ver a Giles. La última noche había sido turbulenta. Sabía que estaría firmando libros esta mañana y pensé que podía devolverle el buen humor. Pensé que podía querer que… Si yo pasaba la noche aquí, yo…
Me quedé atónito. El sólido bloque de mujer se estaba derritiendo sin previo aviso y yo no quería tener que solidificarla de ninguna manera.
—Pero instintivamente él sabía que yo iba a venir —dijo—, y en vez de hacer cualquier cosa conmigo, encogió la cabeza o hizo como que la encogía y me dijo adiós de una vez por todas. El muy hijo de… —Y dos gruesas lágrimas temblaron y se deslizaron por sus mejillas.
La contemplé desvalidamente.
—¿Vas a estar ahí sentado viéndome llorar? —dijo—. Pues chínchate, hijito, porque no voy a llorar. —Tragó una profunda bocanada de aire, se pasó el dorso de la mano por los ojos y dijo—: Vuelvo a su habitación. Quizá ya esté allí el forense. Tengo que preparar el funeral.
Se dirigió a la puerta, la abrió, la traspasó y se volvió hacia la habitación 1511. No se despidió, lo que no me molestó. Miré mi reloj. Pasaban de las cinco.