Capítulo 15
ROSEANN BRONSTEIN, 5:15 de la tarde
No tenía muchas ganas de dejar la habitación. Ni pizca. Tenía de tiempo hasta las seis antes de ser forzado a irme y lo que me molestaba era que no tenía dónde ir ni qué hacer.
Dondequiera que fuese, o lo que sea que hiciese, estaría encaminado a resolver el maldito rompecabezas. Dentro de dos o tres días, probablemente, Giles sería enterrado y yo tendría que asistir a alguna clase de servicio funeral, lo sabía. Y debía, por el sólito esfuerzo de mi mente, saber ya algo por entonces. (¿Me estaba fijando un plazo, como acostumbraba a hacer en relación a este capítulo, o en mis novelas, a fin de forzarme a mi mismo a terminarlas?).
Bueno, ¿por qué fue asesinado? Por lo pronto, yo había provocado una complicación trivial en su vida, y era seria. La trivialidad consistía en lo de la pluma seca a causa de mi fallo en la entrega del paquete. No veía cómo las plumas podían tener algo que ver con ello. (¿O estaba sólo evadiéndome de las responsabilidades?).
Había también una seria complicación que envolvía la vida sexual de dos mujeres, Eunice y Roseann. (¿Quién habría creído a Giles un-homme-fatal, capaz de manejarse a dos mujeres para distraerse?).
De las dos, estaba seguro que no había sido Eunice. Había visto demasiado rápidamente que me estaba refiriendo a un asesinato. Seguramente, de haberlo cometido ella, habría sido más cuidadosa en advertirlo. Se habría empeñado en hacerse la sueca frente a la palabra y el concepto. (¿O me estoy poniendo romántico?).
¿Y qué pasaba con Roseann?
¿Dónde podía encontrarla? Podía intentarlo vagabundeando por el hotel, buscándola, pero el caso era que yo podía recorrerme el hotel de arriba abajo por toda la eternidad y no toparme con ella aun cuando estuviera en el interior… que era tan grande como una ciudad pequeña. Aunque, en primer término, ella podía muy bien no estar en el hotel. No sabía de nadie a quien poder preguntar o a quien pudiera saber dónde se encontraba la mujer.
Estuve pensando un rato, contemplando la ventana y una desagradable sección de paredes y ventanas vistas neblinosamente a través de una cortina de blanco transparente.
Roseann podía saber ya algo de la muerte de Giles. Henrietta se lo habría comunicado e incluso la radio y la televisión podían estar transmitiendo a estas horas la noticia. Y si se había enterado, y si había participado en aquel horrible juego que Giles jugaba con mujeres sumisas, de seguro que su reacción sería desesperada. ¿Iría a un bar y se emborracharía? ¿Se arrojaría desde la azotea, lanzando imprecaciones al destino? ¿Se iría a casa y se echaría a dormir?
No podía recorrer todos los bares de la ciudad, y si se había arrojado desde la azotea, tenía el presentimiento de que tenía que haber oído algo al respecto ya. En cuanto a irse a casa, eso era muy fácil de comprobar. Requería sólo una llamada telefónica y en la habitación en que me encontraba había un teléfono. Naturalmente, no era mío y el importe sería cargado en la factura del tipo que tenía que tomar posesión del cuarto esta tarde. Rechacé preocuparme por detalles tan sutiles y me dije a mí mismo que arreglaría este asunto con Sarah.
El teléfono era de los que marcando el 9 te da línea exterior automática. Lo que era magnífico porque así evitaba la operadora, quien podía objetar, a fin de cuentas, que se hiciera una llamada desde una habitación aún no ocupada (aunque ¿sabría ella este último detalle?).
Marqué el 9 y luego el número de la librería, que la telefónica había sido tan amable de procurarme. La librería no estaría abierta el Día de los Caídos, supuse, pero ella vivía en las diversas dependencias de encima. Probablemente tenía alguna extensión del teléfono de abajo.
Permití que sonara durante quince veces, con la teoría de que podía no tener ninguna extensión y tenía que precipitarse escaleras abajo para acudir a la llamada. Aposté quince contra cuatro a que nadie respondería. Perdí la apuesta por la mínima cuando el teléfono fue descolgado a la decimoquinta llamada.
La voz fue un graznido bajo, absolutamente irreconocible, y sospeché que me había equivocado de número.
—¿Roseann? —pregunté, probando.
—¿Qué mierda quieres? —dijo la voz, de algún modo más fuerte. La reconocía ahora.
—Soy Darius Just.
—Ya lo sé. ¿Qué mierda quieres?
No me llamó enano camarada. Estaba realmente en baja forma.
—Lo siento, Roseann, pero ¿has oído algo sobre Giles?
—Sí, he oído algo sobre él. Cualquiera habría creído que el jodido bastardo podía tenerse en pie en la bañera.
Eran ya dos las mujeres que ponían calificativos cariñosos al amante por haberse muerto.
—Roseann, ¿viste a Giles después que tú y yo hablamos ayer?
—No, no lo vi. ¿Qué te traes entre manos? ¿Lo viste tú?
Pude haberle dicho que sí, pero ¿con qué fin? No tenía sentido repetir lo que él había dicho. Por ahora, no.
—Roseann, estoy metido en un rompecabezas.
—¿De qué estás hablando?
—Escucha, cuando entré en su habitación…
—Lo encontraste. Sí. Quizá lo empujaste tú.
Estaba siendo completamente irracional.
—Escucha —dije—, escucha, Roseann; cuando entré en su habitación, estaba ya muerto. Estaba en la bañera como si hubiera estado tomando una ducha, y sus ropas estaban desparramadas por la habitación. Era como si se las hubiera quitado y arrojado una a una en diversas direcciones al azar, mientras se preparaba para la ducha.
Hubo silencio al otro extremo de la línea, tan prolongado que estuve a punto de manipular el contacto; pero entonces, con voz más normal de cuantas le había oído, dijo:
—Pero eso es imposible. El siempre plegaba…
Se detuvo, pero ya tenía yo dos cosas. Estaba seguro ahora de que Roseann había participado en el juego de Giles, y segundo: ella estaba claramente de acuerdo en que las ropas no podían haber sido desparramadas por Giles.
—¿Quieres decir que algún otro arrojó esas ropas por todas partes? —dijo—. Alguna mujer… No, él no hubiera permitido que sucediera eso. —(Luego también ella hacía la cabriola que me parecía a mí la declaraba inocente)—. ¿Quieres decir que alguien lo mató y luego desparramó las ropas para dar la impresión de que había sufrido un accidente mientras se duchaba?
—¿Lo crees posible?
—No lo sé… Yo… Sí, claro que es posible —luego explotó repentinamente—: Fue Eunice.
—¿Eunice?
—Claro. Si no pudo hacerlo ella, nadie pudo.
—Eso no puede ser, Roseann —dije deliberadamente, dejando que me mostrara sus razones, si las tenía, o viendo si se trataba de simple despecho—. Eunice tiene una rígida y sólida coartada.
Roseann hizo un sonido gutural que podía haberse entendido como risa.
—¿Supones que iba a hacerlo ella personalmente? Contrató a alguien. No tienes que buscar mucho en estos tiempos para encontrar a alguien capaz de matar.
—¿Tienes alguna evidencia de ello, Roseann?
—No necesito evidencias.
—Legalmente necesitas pruebas, si es que vas a declarar cosas de ese estilo. Aparte, puede ocurrírsele a alguien que tú pudiste tener motivos tan fuertes como los de Eunice.
—¿Yo?
—Si no los tuviste, entonces nadie los tuvo.
—Oh, no seas borrico, cabrón —exclamó, y dejó caer el teléfono en la horquilla.
Mucho más despacio y cortés, colgué.
Bien, ¿qué había conseguido? Ambas habían apuntado y aceptado la idea del crimen sin alteración, lo que me hacía propenso a eliminarlas de entre los sospechosos. Sin duda, Eunice no estaba dispuesta a aceptar la posibilidad, ni siquiera para poder acusar a Roseann, cosa que ésta había demostrado ser capaz de hacer. Roseann, por otra parte, podía y había acusado a Eunice de golpe. Eso, sin embargo, podía deberse meramente al hecho de que Eunice era abogado y Roseann no.
Y en cambio, Roseann había sacado a colación la posibilidad de un asesino a sueldo. ¿Por qué no? No era probable, pero ¿por qué no? Eso significaría que las coartadas nada significaban. Y quizá, el rastro de heroína que había encontrado era algo que el asesino a sueldo pudo haberse dejado. (¿Por qué? No podía decir el porqué).
Esto era anormal. En las últimas cinco horas había estado pensando con más ahínco, profundidad, constancia y monotonía que en ningún otro período de igual duración en toda mi vida. Ni siquiera cuando me ponía a tramar mis novelas y tenía que pensar tenaz y prolongadamente…, aunque esto, hablando con exactitud, no me había reportado nada. No era más sabio ahora que al principio… Menos sabio, en todo caso, pues la crítica había sugerido complicaciones y líos que jamás pensé que estuvieran allí.
Pero eran casi las seis y el cliente llegaría de un momento a otro. Dejé la llave sobre el escritorio, salí de la habitación 1524 y cerré de un tirón tras de mí. Todavía iba pensativo.