Capítulo 13

SHIRLEY JENNIFER, 7:50 de la tarde

—¡No te olvides!

Esas fueron las últimas palabras que Giles me dirigió.

Era un consejo innecesario. No tenía yo la menor intención de olvidarme. No suele ocurrirme.

Recuerden que yo conocía a Giles. En el fondo de mi corazón, yo estaba convencido de que no tendría la menor importancia si me olvidaba, y también eso pudo haber jugado su parte en lo que siguió. Estaba seguro de que en el paquete no había la más mínima puta cosa importante. Todo era su necesidad compulsiva de hiperprotección e hiperseguridad, como el asunto ese de tener dos llaves; dos llaves que guardaba, estoy seguro, en dos bolsillos diferentes de dos distintas prendas de vestir.

Incluso si en aquel momento yo hubiera sabido lo que había en el paquete que quería que yo recogiera, no habría forma por la que yo pudiera haber considerado que la misión era de algún modo vital. Excepto, claro, que la hubiera, lo que habría sido una amarga cadena de circunstancias que habría finalizado por poner la responsabilidad en mis manos.

La cuestión era: ¿Qué hago ahora?

Por un lado, no había necesidad de correr a retirar el paquete, aunque creyera que se trataba de algo urgente. El guardarropa permanecería abierto hasta las once como mínimo. En esta época del año no era probable que hubiera mucha cola y sólo eran las ocho menos diez.

A este respecto, Giles podía haber estado de vuelta con tiempo de sobra para retirarlo, incluso si yo no me hubiera ofrecido, aunque, naturalmente, habría estado preocupado todo el tiempo, incapaz de apartar la mirada del reloj. A este mismo respecto, sin duda seguirá preocupado preguntándose si me habré olvidado. El hiperseguro nunca está seguro.

Pero, por otra parte, dejando de lado el paquete de Giles, lo que yo quería hacer realmente, lo que había deseado hacer en dos o tres ocasiones con anterioridad, era cortar por lo sano, irme a casa y olvidarme de la convención. Tenía el resguardo y la llave de Giles en el bolsillo derecho de mi chaqueta, de modo que podía retirar el paquete, subir a la 1511, dejar paquete y llave allí y estar en casa a eso de las ocho y media para ver quizá la televisión o hacer un pequeño esfuerzo en pro de mi próxima novela.

Anteriormente había ocurrido siempre algo que me había impedido irme a casa y romper así la cadena de circunstancias, y, cómo no, ocurrió otra vez. Para ser exactos, nada ocurrió en esta ocasión, sino que fue. Ese algo fue una cuestión de estúpido orgullo.

Podía sentir el muro de silencio que me rodeaba. Podía advertir los ojos que me seguían y me horadaban. Podía sentirme a mí mismo como objeto de comentarios. Y todo esto alzó lo que de peor tengo.

Supongo que yo, como cualquier hijo de vecino, tengo también mi dosis de terquedad. Los críos, cuando yo era joven, no consiguieron que abandonara mi nombre. Ni esta recua de susurradores bobalicones iba a hacerme salir de la sala de baile por haber sido ofendidos gracias a mi inflamable temperamento: no hasta que no me diera la gana de irme.

¡Dios, si yo tenía ganas de irme! Pero ellos jamás podrían habérselo creído. Había que esperar un poco. De modo que me dirigí hacia el café lo más tranquilo e indiferente que pude, me serví otra taza, le añadí crema muy deliberadamente y volví a la mesa. Todo el mundo me dejó paso. Ni dios me dijo una palabra.

Me senté. Bebería mi café, lentamente, y luego me marcharía. Medio esperaba que algún amigo o similar, Asimov, por ejemplo, viniera a hacerme compañía. («Hola, Darius. ¿Qué pasó antes aquí? Te oí dar berridos a Giles»). Nadie vino. Verdaderamente, yo era Paria por un Día.

Miré a mi alrededor mientras bebía, intentando conferir serenidad a mi mirada.

No conocía a cuantos estaban cerca de mí. Eran adinerados libreros y sus esposas, supongo, pero no encontré a nadie atractivo. Por una u otra razón, las mujeres me repelían, al menos las que estaba viendo. En lo que a mí respectaba, Sarah Vostavosta, o como narices se llamara, había dado a todo su sexo un pésimo renombre. Hice por imaginar a la fatibomba en la cama y fracasé rotundamente. Probablemente arreglaba cada movimiento por anticipado, de modo que no había comienzo hasta que uno no hubiera recitado todos los movimientos proyectados en el orden correcto. Ahora bien, si te equivocabas, te metía la rodilla en la ingle, te sacaba al vestíbulo y te arrojaba las ropas hechas un lío.

Una vez hube dado cuenta del café hasta la última gota y mirado a mi alrededor sólo para evidenciar a todo el mundo mi absoluta impasibilidad, me levanté. Con una gracia interna tan intensa que las rodillas se me doblaban bajo su peso, comencé a realizar los movimientos que me llevarían a casa al cabo de media hora.

Pero no iba a ser así. La taza de café me había retrasado cinco minutos cruciales y justo antes de alcanzar la escalera mecánica, vi a Shirley Jennifer. Cinco minutos antes, dos minutos antes, y lo habría evitado.

No la había visto desde hacía lo menos medio año, cosa perfectamente normal. Podíamos vernos todos los días durante dos semanas y luego no vernos otra vez en un año. Este era el arreglo entre ambos. No era un «lío». Simplemente nos veíamos aquí o allá, nunca como resultado de ningún plan preconcebido, nos alegrábamos mutuamente, y el sexo formaba parte usual de esta alegría, aunque no siempre, y ninguno de los dos se empeñó en ello.

—¡Shirley! —Dije con sincera alegría.

Y ella replicó:

—¡Darius!

Y hétenos allí abrazándonos felizmente.

—Sabía que tenía que venir por alguna razón —dijo ella—, pero no creí que fuera para caer entre los brazos del más guapo competidor que tengo.

¡Yo, un competidor! Sus libros marchan mucho mejor que los míos. Ella escribe sagas familiares, estelas de generaciones. He intentado leerlos, puesto que sentí de veras que cuando saboreas el cuerpo de un autor de manera realmente íntima, lo menos que puedes hacer es echar una ojeada a su espíritu también. Desgraciadamente —la verdad es la verdad—, sus libros me dejaron frío. Son para mujeres anteriores a la liberación de las mujeres, y yo soy un hombre parcialmente feminista.

Bueno, quizá fuera eso lo que hacía a Shirley tan agradable. Ella participaba de la opinión de que la verdadera felicidad de la mujer radica en complacer a un hombre, y aunque yo soy lo bastante feminista, en principio, como para creer que tal cosa es errónea, vaya, cuando ello tiene lugar es difícil no rectificar un poco.

De cualquier forma, nunca he conocido a nadie tan eficaz con el sexo como Shirley. Yace tendida en la cama, junto a ti y con sólo que le toques la cadera, se retuerce y exulta sonidos orgiásticos incluso después de haberlo tenido mucho antes… y fuma.

Bien, también tiene sus puntos malos. Fuma hasta muy tarde, lo que quiere decir que mis camisetas cogen el tufo. Si no fumara, quizá no permitiría que pasaran seis meses entre dos encuentros.

—¿Tenías que venir aquí? —pregunté.

—¡Claro! Sólo venir por lo de mi agente.

Tenía una forma de prolongar la sílaba final de cada frase y de darle un leve sonido musical que me ponía fuera de mí la primera vez que estuve con ella…, pero no era afectación. Nunca hablaba de otra manera, y después de un rato lo encontraba más bien astuto. Me refiero a que podía reconocerla al teléfono sin equivocarme por mucho que fuera el tiempo que hiciera que no escuchaba su voz, cosa que la complacía. También podía decir si estaba en una sala aun cuando no pudiera verla. Podía en ese caso echar a andar derecho hacia ella, cosa que me complacía a mí.

Prosiguió:

—Y luego, cuando llegué aquí, no llevaba dinero encima, ni siquiera diecisiete dólares y medio, de modo que firmé un cheque y antes de que lo aceptaran ya había llenado un formulario que pedía detalles de todos los episodios de mi biografía.

—¿Has comido, Shirley?

—No, sólo unas pastas y alguna bebida. ¿Ha quedado algo para comer?

Aún había gente cerca de los aparadores, de modo que le dije qué había y le ofrecí ir a buscarle alguna cosa.

—Oh, espera aquí —dijo ella—. No sabes lo que me gusta.

Estaba deseando hacer apuestas con cualesquiera tantos de ventaja, pues siempre he creído en dejar a la mujer que adopte su propio estilo en las cosas que no cuentan. Les proporciona una gran dosis de placer y las convierte en más predispuestas en la dirección de las cosas que cuentan.

Shirley volvió, de todo punto fantástica. Medía cinco pies con ocho pulgadas, y de hecho, cuando describí la clase de chica que me gustaba algún tiempo atrás, estaba pensando en Shirley. Es perfecta, cada una de sus partes lo es, incluso el pelo teñido de rojo, pues no creo que se trate de su color auténtico, porque en otros sitios no lo es. Ella es la clase de chica que… Bueno, lo diré. Es la clase de chica que no usa perfume y siempre huele bien, exceptuando su aliento después de fumar.

—¿No has cogido pastrami? —Yo sabía que el pastrami la volvía loca (y que alteraba su aliento también).

—¿Había pastrami? —Sus ojos castaños se ensancharon y por un minuto creí que iba a dejar temblar su labio inferior, pero no fue así. Sólo pareció disgustarse—. Supongo que debe haberse acabado todo.

—Quizá no en los otros aparadores. Un segundo que en seguida vuelvo.

Me las arreglé para conseguir unos cuantos pedazos de pastrami y un poco de carne de vaca ahumada, lo último que quedaba en la sala, creo, y regresé con ello…, lo que me convirtió en héroe en razón directamente proporcional al amor que sentía ella por lo que le traía, que era inmenso.

—Eres un encanto, Darius —dijo.

—Si tientas este encanto, dulzura, ya sabes lo que ocurrirá.

—Ocurrirá con cualquiera que lo tiente, dulzura.

—De ningún modo —le repliqué, haciendo la protesta ritual, ni creída ni significando que tenía que ser creída—. Nadie, Shirley, sino tú. Pongo un candado a la cremallera de mi pantalón cuando tú no andas por allí.

—¿No lo tiene puesto ahora?

—Harías bien creyendo que no.

La dejé comer durante un rato sin molestarla. Uno de sus aspectos buenos era que no se molestaba jamás haciendo creer que no se lo pasaba de cojón comiendo, y ¿por qué iba a hacerlo? Mi opinión es que nadie que no se regodee con algo tan intrínsecamente regodeable como la comida puede regodearse con las demás cosas buenas de la vida, el sexo verbigracia. Es más, tal persona intentaría reemplazar la comida por el sexo, con lo que los platos serían demasiado fuertes y zarandeantes para mí. Me gusta que el sexo sea relajado y juguetón y no que se convierta en una especie de pelea horizontal con los puños.

Después de un rato, tomé la palabra.

—¿Vas a estar firmando libros?

—No —dijo—. Ni lo pienses. Aunque los tipos de mi editora de bolsillo me han pedido que me esté mañana por la tarde por lo menos una hora en su puesto expositor para que firme cartelitos anunciadores de un juego empaquetado de la serie La familia Roswell, cosa que sí aceptaré. Luego pensé que podía dejarme caer por aquí esta noche y levantarme el ánimo, ya sabes. No está mal lo que hice porque mira lo que ha ocurrido: tú…

—No estarás en este hotel, ¿verdad, Shirley?

—¿Con esos precios, cuando tengo un maravilloso apartamento sobre el río?

—¿El mismo sitio?

—Claro que el mismo sitio.

—¿Shirley?

No nos preguntamos sobre nuestras vidas privadas. Qué hicimos, cuándo y con quién, estaba fuera de lugar, pero había que asegurarse de que no iba uno a meter la pata. Sólo había dicho «¿Shirley?», y ella sabía lo que yo había querido decir, de modo que pudo responder sin obstáculos.

—Demasiado cansada esta noche —dijo.

Podía realmente estarlo o podía encontrarse con el período menstrual, o atareada con sus escritos, o en el momento ideal de un lío amoroso. ¿Quién podría decirlo? Alguien podía estar viviendo con ella.

Pero ninguna de estas cosas era cierta. Sonrió con su especial sonrisa de esplendoroso amanecer (el efecto que provocaba sobre mí era el de un amanecer, de todos modos), y dijo:

—Bien venido a la alcoba de Jennifer.

Tras un rato que empleó en acabar de comer, caminamos juntos, se encontró con un grupo de amigos y se enzarzó en animada conversación con ellos mientras yo esperaba pacientemente.