Capítulo 3
MICHAEL STRONG, 4:30 de la tarde
La suerte todavía no estaba echada, naturalmente. Podía haberme sentido lo bastante rabioso, o lo suficientemente humillado, como para irme a casa y olvidarla junto con la convención.
Pero no lo hice. Se trataba principalmente de la oportunidad, como en cualquier convención, de poder encontrarse con alguna mujer interesante. No había tomado ninguna habitación del hotel para mí, viviendo como vivía lo bastante cerca del lugar de la convención como para ir en autobús o incluso andando. Sin embargo, la mujer en cuestión podía tener alguna que fuera apropiada. Admitiré que no estaba en forma en aquellos momentos, con el chasco de la conferencia de prensa pesando negramente sobre mis hombros, aunque sabía por un razonable cúmulo de experiencias pasadas que podía disponer del humor necesario sin que se me partiera la espalda.
Y además, quería echar una ojeada por los puestos de exhibición, muchos de los cuales (no demasiados) se encontraban en la segunda planta de este hotel. Según la guía de muestras, había 600 puestos ocupados por aproximadamente 350 expositores: un récord. Tenían que proveer a una concurrencia de 12 000 interesados, también otro récord.
A mí me parecía divertido que hubiera tantos concurrentes, casi todos ellos libreros. A pesar de la existencia de las bibliotecas y los clubs de lectores, los libreros continuaban siendo el esqueleto del campo, el puente indispensable entre editores y autores que producían los libros y el público que los leía.
Y, claro, los editores se daban de guantazos por los pedidos de los libreros, quienes, en réplica, están muy deseosos de descubrir los artículos que pueden aprovechar para sus reservas.
Es difícil la venta para editores y autores. Los editores llenan sus catálogos con éxitos de antaño para obtener (así lo esperan) ganancias seguras.
No toda la pequeña promoción de adminículos es sustanciosa y los autores no están para ejercicios kitsch. Claro que se puede echar mano de las camisetas con el nombre de un libro cosido que luego se llenarían de jovencita lo bastante rellena como para estirarlo y desarrugarlo. En consecuencia, el título del libro se curvaría por la parte de los promontorios y el precipicio que por allí está, resultando previsible que cuantos contemplasen el paisaje advirtiesen también el título.
Había por allí un tipo con el que me crucé al dirigirme a la sección de expositores que, a distancia, parecía ir vestido con una cota de malla. Pero me quedé pasmado cuando lo tuve más cerca: resulta que llevaba el traje fabricado con los abridores circulares de las latas de cerveza. Estaba, naturalmente, anunciando un libro, posiblemente suyo, que trataba sobre el cuidado y uso de las anillas de las latas de cerveza para diversión y provecho. Medité un momento y decidí que cualquier cosa que mantuviera las calles, los invernaderos, los bebedores de cerveza y los lectores abstemios limpios de anillas de lata de cerveza (incluso de anillas de latas de cerveza sin alcohol), no podía ser nada malo.
Había también otro tipo que deambulaba estólidamente por la convención, desde el primero al último día, acicalado con vestimenta de ángel, dando publicidad a un libro cuyo título nunca pude pescar. Lo vi una o dos veces de paso, pero fui consciente de su existencia sólo cuando apareció en la primera página, sección segunda, de los periódicos. Tampoco éstos parecían haber captado el título del libro.
Luego, naturalmente, estaban las conferencias de prensa, en las que yo había jugado tan gloriosa baza y las secciones de autógrafos en las que los autores favorecidos por la fortuna firmaban libros a todo quisque. (Los libros, por supuesto, había que pagarlos, porque no se la iba a cargar el librero).
He aquí, pues, por qué no me gusta tanta ostentación, pues uno tiene que contentarse con mirar ávidamente y con no oculta envidia esas seguras inversiones de que hablé antes y desear, mal que le pese, que cualquiera de tales libros sea el propio.
Mi quinto libro había salido en la Prism Press y deseaba, con bastante premura, que marchara mejor que los otros cuatro a fin de sentirme un poco más holgado en medio de tanta carestía.
Sin duda, cada una de las cuatro novelas precedentes era un succès d’estime[5], lo que significaba que cada una atraía a un distinto nivel de favor crítico que encontraba la aprobación de una rarificada región habitada por personal excesivamente exiguo para suministrar un número satisfactorio de ventas.
Es un consuelo, supongo, saber que mis libros sobrevivirán a todos esos adocenados best-sellers («adocenados» es el adjetivo modelo usado por los autores que no figuran en la lista) y que yo seré reconocido por la posteridad, aunque no me hace ninguna gracia que esa posteridad se aproxime por inanición.
Con todas estas cosas y algunas otras rondando mi cabeza, estaba a punto de entrar en la sala de expositores cuando me sentí atrapado por el servicial sonido de una voz que decía:
—¿Tiene insignia, señor?
Mi mano, automáticamente, corrió hasta la parte izquierda de mi pecho sin encontrar nada. Mi editor me había enviado una insignia con otras zarandajas y yo sabía que la había traído conmigo. Me tanteé los bolsillos y miré a la persona que me había dirigido la palabra.
Obviamente era un miembro del personal de seguridad del hotel. Por lo menos vestía una especie de uniforme tostado; pantalón, camisa y chaqueta del mismo color, más una gorra con visera. El nombre del hotel aparecía sobre el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta y la palabra «seguridad» debajo. ¿Cuántas evidencias más necesita uno?
Consideré que era un tipo bastante alto, más o menos seis pies, y de brazos musculosos. Tenía el pelo fino y claro, tan claro que no pude distinguir sus pestañas ni sus cejas. Sus ojos tenían aspecto de estar desamparados. Su mentón estaba hendido y el hoyuelo del centro parecía estar allí sin otro propósito que señalar su lugar. La cara era pecosa y el tipo parecía estar ansioso.
—Hela aquí —dije alargándole la insignia para que la viera; luego me la prendí de la chaqueta.
—Darius Just —dijo él—. ¿No es usted escritor?
Acusé la acusación.
—Sí, soy escritor.
—Yo le conozco a usted —dijo él—, le conozco —chascó los dedos un par de veces rápidamente—. ¿No es Giles Devore su protegido? —pronunció la última palabra[6] con una blanda g inglesa y una e larga al final.
—Lo ayudé a moverse hace algunos años —admití.
—Es un gran escritor. Debe usted estar orgulloso de él. Me encanta su libro.
—Se pondrá muy contento de saber eso —dije, sin entusiasmarme lo más mínimo. Estaba claro que para este honrado pero estúpido empleado la razón de mi prestigio residía en el hecho de que Giles había sido mi protegido, y no era ésa la manera en que yo esperaba pasar a la historia.
Alcé el brazo significando cariñosa despedida, y dije:
—Bueno, lo dejo.
Pero él respondió:
—Espere un momento.
Estuvo rebuscando en sus bolsillos hasta que optó por coger una hoja de papel de un escritorio cercano, lleno de desperdicios.
—¿Puede firmarme un autógrafo?
Me detuve resignado. Sin embargo, todavía no he llegado al punto de estar tan saturado de ofertas que me sienta poseído por el deseo de rechazar tales invitaciones.
—Claro.
Cogí el papel y ya estaba a punto de echar mano de mi pluma cuando él me lo impidió. Abrió el bolsillo izquierdo de su chaqueta y entre no menos de tres plumas escogió la, supongo yo, más honorable. Mientras me la tendía, me dijo con ardor:
—Mi nombre es Michael Strong. En medio la inicial P. ¿Podría poner «Para Michael P. Strong»? Aunque sólo «Mike» también estaría bien.
Escribí «Para Mike», que era lo que me costaba menos esfuerzo, y me contuve el preguntar si la P era por Patrick, aunque aposté para mis adentros diez contra tres a que lo era.
—¿Lo firmo «Padrino de Giles Devore»? —Dije, intentando no ser excesivamente sarcástico.
—No, sólo su nombre —dijo él con inocencia—. Obtendré más tarde la firma de mister Devore en uno de sus libros.
Nada de pedacitos de papel para Giles; también hay jerarquías para estas cosas.
—¿Puedo irme ya?
—¡Claro! Un montón de gracias, mister Just —y me saludó con la mano.
Los guardias son esenciales en esta clase de exposiciones para prevenir los robos. Hasta con uno en cada esquina se roban libros y otros artículos en cantidades alarmantes. ¿Quién sabe cuántos indeseables con intenciones criminales se cruzan con Michael Strong, por ejemplo, mientras se preocupa por remediar el hecho de que yo no sea Giles Devore?
Pero no era de mi incumbencia preocuparme de asuntos oficiales, ni de la eficiencia del servicio de seguridad o de su ineficacia. O así me parecía, vamos. Caminé hacia el interior. Y lo que el guardia había logrado, con su zanganería, era dirigir mi, hasta entonces, ira sin rumbo un poco en dirección de mi viejo amigo Giles Devore.