Capítulo 4
HAROLD SAYERS, 12:40 de la tarde
Algo después de las doce y media nos encaminamos a la sala contigua y nos instalamos en las mesas reservadas para nosotros, cerca de la mesa principal. Me encontraba junto a un hombre de pelo gris y aspecto agradable, que era uno de los responsables menores de la ALA. Se presentó a sí mismo como Harold Sayers y me contó que era propietario de una librería en Bangor, Maine. Junto a él se encontraba su esposa, Rosalind.
Sonreí, me presenté a mi vez, nos estrechamos las manos por encima de la mesa y dediqué mi atención a la comida.
Las inevitables compota de frutas picadas y ensalada mixta se encontraban ya sobre la mesa, junto con un panecillo y una tarrina de mantequilla. Después de un rato, se sirvió pollo asado, con guarnición de zanahorias y patatas. Como es mi costumbre en tales ocasiones, dejé estar las zanahorias y pedí ración doble de patatas.
—Zanahorias no, dos patatas —dije, y nada más haberlo dicho, me percaté y rectifiqué antes de que escapara el camarero—: Quiero decir doble ración de patatas.
Me sirvió la doble ración con aspecto desaprobador, por lo que me la trajo muy floja.
Está de moda conversar en torno a un circuito de pollos rustidos, pues, francamente, ¿qué puede hacerse para complacer a mil personas con un solo menú? Sirve algo desacostumbrado y dos tercios del personal rechazarán la comida. Pollo y rosbif son ideales para que todos coman (descontando al pequeño aunque creciente número de vegetarianos), de modo que eso es lo que hay.
Por fortuna, me gustan el pollo y el rosbif y también las patatas guisadas en un estilo siempre reinventado, de modo que los banquetes nunca suelen frustrarme.
Por un par de veces busqué con la mirada a Shirley, aunque no tenía verdadera posibilidad de verla como no se hubiera sentado en alguna mesa cercana, cosa que no había hecho. No importaba. La vería inmediatamente después de la comida en el puesto donde estaría firmando libros… Confiaba bastante en semejante circunstancia, lo que manifiesta la miseria de nuestro conocimiento.
Comenzaba a sentirme bastante bien. Buscaba de vez en cuando a Shirley con la mirada, esperaba divertirme escuchando a Douglas Fairbanks, Jr., y me reía con mister Sayers, de la ALA, que disponía de un sinfín de anécdotas y con el que intercambié algunas bromas.
Me preguntó por qué los polacos no se hacían farmacéuticos y yo dije:
—¿Por qué?
Y él:
—Porque no pueden meter los tarros de porcelana en las máquinas de escribir.
Entonces le pregunté por qué los polacos se especializaban en embutidos, y los árabes en petróleo, y él dijo:
—¿Por qué?
Y yo:
—Porque los polacos escogieron primero.
La señora Sayers pareció desconcertada las dos veces.
Personalmente, los chistes polacos me encariñan con los polacos. El hecho es que nunca oyes un chiste polaco que muestre a los justamente cabreados polacos como gente segura, decente y de apacible naturaleza.
Me contó luego un chiste un poco largo y fue como sigue:
—La señora de Alexander Chumley-Smythe, de Londres, llamó a su marido, que estaba en la ciudad, y le dijo: «Querido, hay un espantoso gorila subido al haya del jardín, haciendo muecas y burlándose de todo el mundo. No sé qué hacer». «Cálmate, querida —dijo Chumley-Smythe—, que ahora mismo voy para casa». De modo que va el tío, se queda observando al gorila y dice: «No te preocupes, querida, nos limitaremos a telefonear a alguna organización caza-gorilas». Coge la guía telefónica, busca en las páginas amarillas, busca la sección de «Organizaciones Caza-Gorilas» y llama a la firma Fortescue and Brown. Al instante descuelgan el teléfono: «Aquí Fortescue», responden. Chumley-Smythe le cuenta la historia y Fortescue dice: «Perfecto, estaré ahí en seguida. Manténgase alerta y no permita que escape el gorila». Al cabo de media hora llega el cazador de gorilas con una escalera, un enorme perro, un fusil y un par de grandes esposas. Dice: «Mi colega, Brown, está de vacaciones y me pregunto si usted podría ayudarme». «Por supuesto —dice Chumley-Smythe—. ¿Qué tengo que hacer?». «Bueno, yo subiré al árbol con la escalera. Agitaré vigorosamente la rama sobre la que está sentado el gorila. Este perderá el equilibrio y caerá. Nada más toque tierra, este feroz sabueso gorilero saltará sobre la bestia y le pegará un soberbio mordisco en los testículos y no lo soltará. Sorprendido, inmóvil y medio seco, el gorila será inofensivo y usted no tendrá sino que ponerle las esposas tranquilamente. Yo bajaré del árbol y faena terminada». «Parece muy sencillo —dice Chumley-Smythe—, pero ¿para qué se ha traído el fusil?». Fortescue se rasca la frente con disgusto y dice: «Claro, claro, ¿dónde tengo la cabeza? Mire, el fusil es la parte más importante de la caza del gorila. Cuando yo esté agitando la rama, usted tiene que estar con el fusil preparado y si, por casualidad, resbalo y me caigo del árbol, no lo dude un momento: dispare al perro».
La mesa entera estalló en carcajadas y yo reí con los demás. De hecho, me reí largo y tendido y he repetido textualmente el chiste para dar cuenta de la circunstancia siguiente: fue la última vez que pude sentirme despreocupado y a mis anchas en lo que quedaba de convención.