Capítulo 14
SHIRLEY JENNIFER, 9 de la noche
A las nueve en punto estábamos ya listos para irnos, y, por lo que a mí respectaba, no tenía intención de volver.
Shirley era el primer buen suceso que me había caído encima durante todo el aciago día, y, de hecho, lo compensaba con creces. Cuando salimos estaba de magnífico humor; me habría puesto a besar a todo el mundo, incluyendo al taxista que masticaba un puro mientras nos llevaba hacia el Este (bueno, le habría pedido que se quitara antes el puro).
Y no obstante, bueno o malo, todo empujaba en la misma errónea dirección ese día… hasta Shirley. Nadie pensaría que Shirley, que albergaba un deseo más genuino de complacer a la gente con su delicioso cuerpo que dos santos de la hagiología, clavaría un inmenso y gordo mojón por su cuenta.
El hecho era que, desde el momento en que Shirley había penetrado en mi campo de visión y entre mis brazos, absorto en la tarea me había olvidado por completo del resguardo y la llave que descansaban en el bolsillo de mi chaqueta. Giles y su recado dejaron de existir para mí.
No pensé en ello mientras nos llevaba el taxi. No pensé en ello cuando Shirley cerró la doble llave de su puerta, ni cuando preparó un pequeño cóctel (Nunca dije que fuera perfecta. Además de los cigarrillos postsexuales, hay que citar también sus cócteles). Por mi parte, tomé un refresco hecho con jerez, que suele gustarme algunas raras ocasiones… como cuando hay a la vista una chica cuyo sostén sé que le va a saltar en quince minutos con los resultados más deleitables.
Tampoco pensé en ello cuando nos sentamos en un sofá con las luces disminuidas y ningún tocadiscos en marcha. (Ignoro quién afirmó que era romántico escuchar música en tales ocasiones, pero ¿cómo puede ayudarle a uno en vez de interferir el camino? Recuerdo que una vez una chica insistió en escuchar el álbum de la película Camelot durante nuestro pequeño interludio romántico, y que Richard Burton se puso a cantar Cómo tratar a una mujer en tan apropiado momento que ambos reventamos de risa. Estábamos alegres, pero como aliciente sexual era cosa de segundo orden).
Tampoco pensé en ello cuando la estaba besando en el sofá (besarla mientras estábamos de pie lo encontraba un poco chapucero… y una vez que lo intenté encima de una guía telefónica, resultó más chapucero aún), o cuando nos desnudamos, o cuando fuimos hacia la cama, o cuando yacía echado junto a ella una hora después, contemplando sus cigarrillos.
Me dormí pacíficamente, y, por lo que supe, dormí sin sueños el agradable sueño de los Justos… y de este Justo en particular[13].
De hecho, no hubo un solo momento durante la noche, desde que topé con Shirley, en que arrugara la frente y considerase: ¿He olvidado alguna cosa?
Ni uno solo.
Si Shirley no hubiera llegado tan a tiempo de cruzarse en mi camino con la cuidadosa preparación de una cabriola de trapecio… Pero el caso es que llegó a tiempo y habría sido exigir demasiado humanitarismo (por mi parte, claro) recordar algo tan estúpido como el paquete de Giles, cuando toda mi atención, cada una de sus partículas vibrátiles, tanto las sensoriales como las hormonales, estaban puestas en Shirley.
Así que dormí cojonuda y apaciblemente. Sólo que desde entonces ha habido noches en que no he podido dormir tan bien, sólo de pensar en lo bien que dormí aquella noche.