Capítulo 10
GORDON HAMMER, 3:40 de la tarde
Era difícil afirmar cuáles de los individuos que allí había eran funcionarios del departamento de entrevistas, pero me lancé sobre un joven mofletudo, pelo amarillo pálido y delgado y nervioso.
—Oiga —dije—, ¿trabaja usted en la sala de entrevistas?
—¿Qué pasa? —preguntó suspicazmente.
—Soy Darius Just, soy escritor.
Se relajó visiblemente. Hasta sonrió.
—Oh, claro, he oído hablar de usted. Me llamo Gordon Hammer.
—Gracias, Gordon —dije—. ¿Podría usted decirme una cosa?
—Puedo intentarlo.
—¿Cuántas mujeres trabajan aquí para la convención, aparte de Henrietta?
—Es difícil de decir. Algunas son sólo voluntarias que llevan y traen recados.
—Ah, pues yo ando tras las portadoras de recados. ¿Cuál fue la que ayer por la mañana fue a comprobar si Giles Devore estaba a punto para la sesión de firmas?
Pareció confuso.
—No creo que nadie hiciera eso. No es trabajo nuestro.
—No, no, escuche: alguien lo hizo —dije, firmemente—. ¿Podría usted encontrármela?
—No veo cómo —dijo débilmente.
Pero se acercó a una de las chicas y le dijo algo en voz baja. Luego hizo lo mismo con otra. Yo no le quitaba ojo y esperaba.
Cuando volvió junto a mí, se rascó la cabeza.
—No creo que nadie lo hiciera.
—¿Las ha eliminado a todas por completo? Piénselo, por favor.
—Pudo haber sido Stephanie —dijo.
—Stephanie, ¿qué más?
—No sé su apellido.
—¿Dónde se encuentra?
—No está aquí hoy. Trabajó sólo domingo y lunes. Ahora está en la escuela.
—¿Sabe la dirección de su casa?
—No, pero Henrietta puede saberlo.
—Perfecto.
Pero cuando ya me volvía para irme, el otro me rozó gentilmente el hombro.
—¿Míster Just?
—¿Sí?
—¿Hizo algo malo Stephanie? Quiero decir que tiene sólo catorce años.
—No, no —dije, irritado—. Es que estoy buscando datos. Giles Devore era amigo mío y estoy tratando de saber el máximo de cosas que ocurrieron en su último día, para… para… para un elogio fúnebre que estoy escribiendo.
Aquello pareció convincente a tenor de la expresión de alivio que cruzó la cara del otro.
—Entiendo. De acuerdo.
Naturalmente, nada estaba de acuerdo. No me sabía nada bien tener que preguntar a una niña de catorce años lo que había ocurrido aquella mañana, considerando lo que podía haber ocurrido. No me molestaba mucho más el pensar en la posible futilidad de las respuestas al uso que me esperaba, como la posibilidad de provocar un ataque de histeria que los padres descargarían sobre mis oídos.
No obstante, algunas catorceañeras de estos días… y quizá de todos los tiempos. A fin de cuentas, Julieta tenía catorce años…
No, era algo absurdo y no tenía tiempo para seguir por ahí por el momento. Eran casi las cuatro y ya era hora de encontrar a Nellie, de Hércules Books.