Capítulo 11
SARAH VOSKOVEK, 7:20 de la tarde
Ella no era mi tipo. Sólo medía cinco pies como mucho. A mí me gustan las chicas de cinco pies con siete u ocho pulgadas. La norteamericana media mide cinco pies con cuatro, pechugas normales y caderas tres cuartos de lo mismo. Si alguien puede imaginárselo, que agarre a esa chica modelo por el cuello y los tobillos y le dé un soberbio tirón en ambas direcciones: obtendrá una chica de sesenta y ocho pulgadas, pechitos firmes y caderas estrechas. Pues ésa es la que me gusta.
Esta era justamente lo contrario. Una chica común había sido cogida por cuello y tobillos y había sido comprimida. Resultado, sesenta pulgadas, senos como palomas buchonas y culo que parecía un polisón. Era muy guapa; le concedo eso. Su cabello, casi negro, se alzaba en forma de colmena (colmena alta, habría que añadir, supongo). Poseía también unos ojos que eran igualmente oscuros, grandes y con el blanco azulado. Nariz escasamente curvada y pómulos altos y de tono rosado. El blanco vestido le llegaba a los tobillos, pero le quedaba bastante corto desde las clavículas al otro extremo.
Caminaba hacia nosotros y los ojos de Asimov no la abandonaron ni un instante. Me puse a mirar yo también, aunque menos absortamente, apostando para mí mismo al momento en que cambiaría de rumbo y se sumiría en la noche, tal vez para nunca más volver a verla. No estaba particularmente preocupado en cuándo tendría lugar dato semejante, pero el caso es que no sucedió.
Su trayectoria no cambió de rumbo. Finalizó, por el contrario, en nuestra mesa; ignorándome por completo, dijo ella:
—Perdón. ¿No es usted el doctor Isaac Asimov?
Tenía dejes de acento extranjero, eslavo quizá.
—Como un perrito —dijo Asimov, con amplio gesto jovial de sus brazos—, mi fama me precede. Soy todo suyo, querida. Dígame tan sólo dónde, cuándo y cuántas veces.
—Sí —dijo ella—, su fama le precede a usted. Usted me ha sido descrito y usted es el doctor Isaac Asimov.
Aquello no lo desanimó, nada hay en el mundo que pueda hacerlo. Mantuvo su sonrisa y dijo:
—Para repetirme a mí mismo, ¿qué puedo hacer por usted?
—¿Puedo hablarle un momento?
—Tantos momentos como caben en la eternidad —dijo Asimov, todavía hilando delgado.
—Cinco o seis bastarán.
La combinación del acento y el inglés meticuloso era incitante. Me sorprendí, deseando que procediera de un cuerpo más atractivo.
La chica se sentó y dijo:
—Me llamo Sarah Voskovek y llevo las relaciones públicas en el hotel.
Por qué escogí aquel momento para meter baza, no puedo decirlo con exactitud. Quizá estuviera resentido por haber sido ignorado. Quizá la pulla de Asimov en torno a Giles me había dejado ansioso de golpear a cualquiera, aun absurdamente.
Así pues, dije:
—¿Qué hace usted aquí un domingo por la noche? Estas no son horas de trabajo.
Me miró fríamente, como si temiera que sus ojos se posaran sobre mí por completo.
—Estoy aquí —dijo— como invitada de la ALA, y trabajo cuando me da la gana.
Y se volvió de nuevo a Asimov como si yo sólo hubiera existido durante un momento tomado para despreciarme. Tragué una profunda bocanada de aire y aposté cinco mierdas contra tres a que obtendría una oportunidad con la pequeña puta antes que se marchara.
—Tengo entendido, doctor Asimov —dijo ella—, que está usted planeando escribir una novela de crímenes sobre este hotel.
Ante esta repentina cala en sus asuntos, Asimov pareció frustrado.
—Muchacha —dijo—, las noticias se difunden rápido. No sobre el hotel, señorita…, señorita…
—Voskovek.
—Bien, no sobre el hotel. Murder at the ABA es el título sugerido. Mis editores me lo han pedido así.
—Pero la Convención de la Asociación de Libreros Americanos tiene lugar en este hotel. ¿En qué medida pretende ser usted realista?
—Tanto como sea necesario —dijo Asimov, repentinamente vuelto escritor—. El meollo es darle ambiente.
—No obstante, no tiene por qué ser necesario citar el nombre del hotel.
—Puede que no.
Fue entonces cuando gané mi apuesta cinco-contra-tres… o, por un momento, así lo creí.
Me incliné sobre la mesa y le dije a ella:
—Mire, hermanita. Este hombre va a escribir un libro. Cuanto tenga que aparecer en el libro es cosa que no le concierne a usted. Si usted considera que su vida privada ha sido invadida o la entidad del hotel difamada una vez el libro haya salido a la calle, entonces podrá abrir un proceso. Hasta ese momento no puede usted decir ni pío, y este conato de restricción anticipada es irritante. ¿Por qué no se va ahora y abandona las relaciones públicas para las que parece no tener el menor talento?
Me miró como si estuviera estudiando algún espécimen de género incierto, pero espécimen fuera de su interés. Fue una larga y ociosa mirada, una mirada tranquila y calma, y luego, sin ninguna expresión en el rostro, dijo:
—Debe ser bastante raro en usted el encontrar una persona de menor estatura con la que ejercitar su masculinidad imaginaria.
—¡Uuuuh! —exclamó Asimov.
Me quedé sin aliento. No por lo que había dicho, claro; he sido favorecido por comentarios de ese jaez durante toda una generación. Se trataba principalmente de la inesperada irrelevancia de ello. Cuando pude hablar, lo hice tartamudeando.
—Señora —dije—, sus pulgadas y las mías…
Pero ella añadió:
—Hablaré con usted en momento más apropiado, doctor Asimov.
Se dio la vuelta y se alejó sin la menor perturbación.