Capítulo 1

DARIUS JUST (narrador), 1:30 de la tarde

Investigar la violenta muerte de un amigo y ver cómo ocurrió.

Lo que no podría ocurrir si: a) no hubiera sucedido primero, y no podría suceder si: b) no hubiera tenido lugar antes, etcétera, retrocediendo hasta las primordiales tinieblas del tiempo.

En el caso particular en que yo estaba envuelto, sin embargo, podemos limitar las causas directas a una específica y delimitada serie de sucesos, todos los cuales tenían que haber conducido a la muerte violenta para tener su oportunidad. Si cualquiera de ellos no hubiera tenido lugar, alguien, hoy muerto, estaría vivo; o de estar muerto, al menos no entonces, no de esa forma, no asesinado.

Y yo estaba en el centro de todos esos sucesos. Sin habérmelo propuesto, claro, pero estaba allí.

Retrocedo al domingo, 25 de mayo de 1975, que fue el primer día de la 75 convención anual de la Asociación de Libreros Americanos (ALA) desperdigados en unos cuantos hoteles por el centro de la ciudad, y también retrocedo hasta una mujer cuyo cometido era promocionar su libro en una conferencia de prensa.

Estaba citada con los miembros de la prensa a las cuatro de la tarde y tenía que decidir qué ponerse. Así, según me parece, cuando intento recomponer sus motivos en mi mente, ella estaba frente a un dilema. Por un lado, era joven y guapa y tenía un cuerpo que en todas partes encajaba divinamente, de modo que estaba poseída por el natural deseo de exhibir ese cuerpo al resto del mundo. Por otra, era feminista, y el libro que estaba promocionando era feminista, y cabía la posibilidad de que usar el viejo truco de su cuerpo para promocionar el libro no resultara demasiado feminista.

Ignoro si la embargaron las dudas; si así fue, no sé por cuánto tiempo. Ignoro si se lo pasó probándose diversos vestidos o si resolvió la cuestión por pura lógica femenina.

La cosa es que al final se decidió por un vestido blanco que, por encima de la cintura, constaba de un generoso pañito de transparente y abierta malla y debajo y aun sobre la cintura, nada que no fuera su carne desnuda y suntuosa. Cuando no hacía nada, sus senos permanecían a salvo bajo las pequeñas secciones opacas, estratégicamente emplazadas. Cuando alzaba un brazo, el vestido se le subía por aquella parte y el pezón correspondiente surgía de manera fugaz.

Todas estas cosas, tal como ocurrieron, las fui recomponiendo más tarde. Yo no estaba allí cuando sucedió; nada concreto tenía que hacer allí. Eso, también, era un eslabón más de la cadena de sucesos.

Cuando nuestra amiga la feminista se decidió a surgir de manera fugaz ante el mundo, colocó el primer mojón de lo que iba a ser el sendero hacia la muerte. El hecho de que yo no estuviera en aquel momento en la sala de entrevistas, plantó otro mojón.

Si ella hubiera escogido para la reunión un papel de ruborizante modestia, quizá nada hubiera ocurrido, estuviera yo allí o no. Y si yo hubiera estado allí, nada habría ocurrido tampoco, así hubiera acudido desnuda.

Pero el caso es que se vistió como se vistió, y yo no estuve allí, y todo pasó como tenía que pasar.

Ahora bien: ¿dónde estaba yo para no estar allí?

En carretera. Había salido a la 130 de la tarde y me dirigía a la Convención de la ALA.

Mi editor tenía la corazonada de que sería beneficioso para mí (un escritor, aunque no en particular un escritor superfluamente triunfador) que me exhibiera y me diera un poco de publicidad y concediera algunas sonrisas entre los libreros en asamblea. No tuve nada que objetar. Todo esto no sería sino deducible como un caro negocio y constituiría una excelente excusa para alejarme unos cuantos días de la máquina de escribir.

En principio había elegido para ir el lunes, día 26, que era el día de la conmemoración, dejando que el primer día transcurriera sin más. Un par de meses antes había acordado dar una charla matutina en un templo el día 25, en un lugar situado a varios cientos de millas de la ciudad. No vi razón alguna por la que no debiera dejar que satisficiesen sus deseos de alimentarme (siento una irresistible predilección por la crema de queso y los filetes asados con trocitos de cebolla colocados cuando nadie mira) y salvar la jornada de esa forma. Con tiempo para la convención al día siguiente.

Pero entonces, un historiador amigo mío, Martin Walters, me llamó una semana antes y me preguntó si podía prestarle ayuda en un pequeño asunto de relaciones públicas en la Convención de la ALA. Estaba bajo la curiosa impresión de que yo era un firme partidario de escuchar conferencias y tenía la aún más curiosa fantasía de que mi nombre significaba algo para el mundo académico y que podía ser utilizado como un golpe de efecto.

Ambas concepciones me parecían lo más apartado de la verdad, pero se trataba de un amigo y uno suele ayudar a los amigos; además, no me sentía muy impulsado a contarle la verdad: que mis conocimientos de historia eran nulos y que el conocimiento que el mundo tenía de mis dotes era más nulo, si cabe.

—¿Para cuándo me necesitarás? —Dije.

—Estoy citado para las cuatro y veinte del domingo —dijo.

Hice rápidamente un cálculo mental y resolví que podía comerme mis filetes y cumplir con la llamada de socorro.

—Estaré allí —dije, añadiendo por precaución, como siempre hago dejando que un brote irracional inunde mi parte racional—. Si Dios quiere.

Pero los deseos de Dios habían ya fijado su lugar. Se trataba de otro mojón en el fúnebre sendero. De hecho, puesto que el requerimiento de mi presencia sucedió una semana antes de que nuestra amiga la feminista se contoneara ante el espejo de su habitación del hotel, afirmando que estaba demasiado apetitosa para ser cierto, mi declaración consistente en las palabras «Estaré allí» debe ser considerada como el auténtico comienzo.

Di mi charla y expliqué cortésmente que tendría que comer y salir a escape. Después de comer, a la 1:30 de la tarde, corrí hasta mi coche y me dirigí hacia la ciudad a velocidad moderada, sin experimentar ninguna duda al respecto.

No tuve ninguna razón para cambiar mis propósitos hasta que alcancé el cruce norte de la autopista. No creo que nadie pueda decir que un embotellamiento en el cruce norte es un deseo de Dios. El Todopoderoso no se ha preocupado hasta ahora de dar ninguna señal que nos lo confirme.

No obstante, pensaba que mis cálculos habían sido lógicos. Estábamos en plena jornada de un fin de semana de tres días. Cualquiera que hubiera deseado largarse a cualquier parte lo habría hecho ya. Cualquiera que por la razón que fuere hubiera deseado regresar, no había tenido tiempo de volver. Asumí mi facilidad para tales cálculos, de modo que estaba perfectamente tranquilo.

El problema es que no hay día del año en que uno o dos coches no se atasquen en el cruce norte. Tiene que haber por lo menos un millón de motoristas que, no encontrando otra fuente de diversión, optan por conducir sus cacharros hasta el cruce norte y los dejan abandonados allí. Una vez corre la voz (telepáticamente, presumo) de que la autopista se ha estrechado, todo el norte de la ciudad converge allí con salvajes alaridos de placer.

Ese fue el inicio de la fatal irritación que me consumió aquel día. No soy particularmente famoso por mi ecuanimidad, pues no hay ley que diga que yo tengo que irritarme, a menos que uno afirme que existe una perversión cósmica que estipula que el cruce norte tiene que irritar a cualquiera.

El caso es que yo estaba irritado. Avanzaba paso a paso, contemplando la triple fila de coches que había delante de mí, todos avanzando a paso de caravana, como una ola de calor sin ningún alivio a la vista. Me permití interrogarme sobre por qué no había tomado la Western Parkway en vez de este camino, y de vez en cuando me sentía sacudido por un arrebato de furia con sólo mirar el reloj.

¡Pero lo conseguí! ¡Lo conseguí!

Llegué a mi apartamento, que se encuentra a sólo una milla del hotel al que tenía que dirigirme; aparqué, me aseé un poco, me cambié, tomé un taxi, llegué al hotel, hice mi camino hasta el quinto piso, localicé la sala de entrevistas y penetré en ella exactamente a las 420 de la tarde.

Exactamente a las 420 de la tarde.