Capítulo 8
MICHAEL STRONG, 1:40 de la tarde
El prometido período menor a los cinco minutos fue interminable antes de que acudiera nadie. No obstante, ocupó menos de veinte segundos.
Cuando sonó un golpe en la puerta, por un momento me creí totalmente desligado de la llamada. Presumí que era alguien que buscaba a Giles. Si otra voz que no fuera la de Giles, la mía propia, tuviera que pedir identificación a través de una puerta cerrada, la propiedad de aquel golpe podría haber desaparecido.
Quise saber quién era, de modo que abrí la puerta tan prontamente como fui capaz.
Un hombre penetró y exclamó con inflexiones del más puro asombro:
—¡Mister Just!
Me lo quedé mirando, incapaz de ir más allá, y luego recordé. Era el guardia de la puerta de la sala de expositores. Habíamos charlado el día anterior por la tarde y pude recordar su nombre, Michael Strong. Incluso recordaba que se encontraba también la inicial P.
Sin intención de ser gracioso, dije:
—¿Cómo ha venido tan rápido?
No me molesté en identificarme. Me conocía y yo aún portaba mi insignia.
—Radioteléfono —dijo, señalando un objeto suspendido de su cintura—. Yo era el más cercano. ¿Dice usted que hay un hombre muerto aquí?
—En el cuarto de baño —dije, y lo seguí.
Strong podía ser un miembro de la Seguridad del Hotel, pero eso no significaba que estuviera acostumbrado a los cadáveres. La presteza de camareros y huéspedes habría puesto en entredicho la suya, sin duda.
Se tambaleó un tanto cuando abrió la puerta del baño y miró dentro. Yo más bien me alegré. Era consciente de no haber sido muy eficaz a la hora de descubrir el cadáver y no quería que aquel tipo me cubriera de vergüenza haciéndolo mejor. No lo hizo mejor. Considerando que ya tenía noción de la existencia de un cadáver en el baño, lo hizo ciertamente lo más pobre que pudo.
Salió pálido, el rostro contraído, y dijo:
—Todavía está un poco caliente, pero totalmente muerto —tragó saliva con audible ruido—. Creo que ya no escribirá…
Y le falló la voz.
Recordé. Él era un fanático de Giles; había estado intentando obtener un autógrafo suyo. Quizá lo había conseguido. Lo despojé de un poco del desprecio que le había adjudicado. Si no hubiera recordado a tiempo, se lo habría comunicado antes.
Strong se aclaró la garganta e intentó recuperar su aplomo profesional.
—Me da la impresión de que acabó su ducha, pegó un patinazo y cayó. Se agarró a la cortina, se retorció y se golpeó la cabeza contra los grifos, resultando muerto. ¿No le parece?
Me encogí de hombros. Ni por un minuto creí que hubiera ocurrido así, pero me limité a decir:
—Yo no estaba aquí.
—¿Quiere usted decir que vino cuando ya estaba muerto?
—Eso mismo.
Strong me miró extrañado.
—¿Cómo entró, pues? ¿O se dejaba la puerta abierta cuando tomaba una ducha?
—Yo tenía una llave —dije—. Hela ahí —y se la señalé encima de la mesa.
—¿Cómo la obtuvo?
—Mister Devore me la dio. Éramos amigos. No le viene de nuevas, usted dijo que era mi protegido.
Pronuncié la palabra correctamente, sin darme cuenta y esperé, demasiado tarde, que lo entendiera.
Supongo que lo hizo, pero se salió por la tangente.
—¿A qué se refiere con eso de amigos?
Mis labios se contrajeron y me contuve la ira. Supongo que fue una reacción legítima.
—Amigos —dije—, según la definición del diccionario. Yo soy heterosexual.
—¿Qué?
—Que soy normal —dije alzando la voz—. Me gustan las tías. ¿Entiende?
—Sí, sí. Pero ¿cómo obtuvo una llave?
—Tenía que buscarle una cosa y luego traérsela. Es lo que está en el escritorio, junto a la llave.
Sonó otro golpe en ese momento, un golpe de órdago. Me dirigí a la puerta pero Strong se me adelantó. La abrió un poco, miró al exterior, y luego:
—Hola, mister Marsogliani —dijo, acabándola de abrir.