Capítulo 8

TERESA VALIER, 2:20 de la tarde

Eran las dos y veinte, hora fronteriza. Teresa podía haber vuelto de comer, o tal vez no… o podía no haber ido hoy al trabajo… o podía estar en la convención, cosa que dudaba poderosamente, aunque no sé si había ido a casa con dolor de cabeza tras enterarse de la muerte de Giles.

Pero me encontraba apenas a dos manzanas de las oficinas de la Prism Press, que me quedaba camino de mi casa. ¿Por qué no dejarme caer por allí?

Lo hice y me descubrí a mí mismo tentando la suerte. La puerta del ascensor estaba cerrándose cuando entré en el edificio, pero como el ascensorista me conocía bastante y me había visto en el último momento, la abrió de nuevo. Cuando penetré, me encontré allí a Teresa.

Su ruidoso y alegre saludo fue un poco menos alto y bastante menos alegre que lo usual cuando le dije:

—Sólo diez minutos, Terry… Es sobre Giles.

Cosa esta última que la puso todavía menos alegre. De hecho, cuando salimos a la planta decimoctava, estaba llorando mientras se cruzaba con una sobrecogida recepcionista.

Yo la seguí rápidamente.

—Vamos, Terry, la gente pensará que te he hecho una mala jugada.

—No lloro por malas jugadas —dijo—, y no quiero hablar sobre Giles, Darius.

—Por favor, sólo un poco —dije.

Estábamos ya en la oficina de ella, pero no habíamos entrado tan rápidamente que no tuviera tiempo de percatarme de que Tom no estaba en la suya, lo que era magnífico. No quería que él se metiera por medio.

Cerré la puerta de la oficina.

—Vamos, Teresa. Tengo que saber qué pasó.

—¿Qué hay que saber? Se cayó, se mató y odio a los conocidos que se mueren…, sobre todo cuando he estado detestándolos antes que murieran. Eso me hace sentirme… jodidamente responsable.

Las lágrimas todavía le caían mientras se sonaba con pañuelos de papel que sacaba de una caja de su escritorio.

Me sentía apenado por su estado.

—Me refiero a lo que ocurrió durante la sesión de firmas. Eso es lo que quiero saber. —Luego, desesperadamente—: No llores, Teresa, no llores. Si me lo cuentas, en seguida verás que fue culpa mía y no tuya.

—¿Culpa tuya? Nada tienes que ver con esto.

—Oíste que Giles decía que era culpa mía, ¿no?

Me estaba mirando sospechosamente ahora, los ojos aún brillantes, aunque ya sin lágrimas.

—No dijo nada parecido en ningún momento sobre ti. ¿De qué estás hablando? A menos que ocurriera mientras no estuve allí.

Suspiré.

—Por favor, Teresa, dime lo que pasó, luego te explicaré por qué no fue culpa tuya y me marcharé.

Consultó su reloj.

—Espero a una persona…

—Esperará, quienquiera que sea —dije apremiantemente—. Más de una vez te he esperado un buen rato. Vamos. Comienza por el principio.

—El principio se remonta a dos meses atrás, cuando hice los arreglos necesarios para que Giles firmara su nuevo libro en la convención y le prometí que le abriría los libros para que pudiera firmar más cómodamente. Aquello lo contentó y me ayudó a persuadirlo para dar su consentimiento a las firmas. Ya sabes la clase de hombre que es…, que era. Le hacía sentirse importante el que su editor le abriera los libros. Claro, luego vino el asunto de que nos dejaba y durante un tiempo pensé que podía irse perfectamente a la mierda, pero Tom quería continuar. Ya sabes, sonreír por entre las lágrimas, dejando que todo pareciera normal hasta el último minuto posible.

Hizo un débil gesto con el brazo derecho y prosiguió:

—De modo que llegué quince minutos antes y allí estaba el otro individuo que también iba a firmar, gastando bromas, pellizcando a las chicas y haciendo que me pusiera más y más nerviosa respecto de Giles. Ya sabes, ¿por qué no podía llegar temprano? Y entonces, hete aquí que aparece…

—Tengo entendido —la interrumpí— que llegó más o menos conducido por una mujer. ¿No fue así?

Me miró.

—¿De veras? No vi a nadie con él.

—Bueno, ¿estaba cabreado?

—No lo sé. Yo sí lo estaba, porque había tenido una pelea con Tom respecto de todo el asunto. Estaba segura de que Giles no iba a cambiar de idea y dije que a la mierda con todo. Tom dijo que quizá si le llevaba la corriente tuviéramos una buena sesión de firmas, lo que me daba una nueva oportunidad para intentarlo. Y le dije: «¿Qué quieres decir con llevarle la corriente?». Y él… Bueno, él estaba podrido. De modo que no lo miré particularmente, sólo lo bastante para saber que estaba allí y entonces me preparé para abrirle los libros. Pero yo no tenía ninguna pluma.

—¿Hay que creer que debías tener alguna?

—Por rutina. Algunos autores van sin pluma (demasiado etéreos para pensar en detalles tan mundanos), o se llevan sus plumas especiales que no funcionan. Giles es diferente, sin embargo. Siempre insiste en usar sus propias plumas, esas especiales que llevan su nombre, ya sabes, y no quiere utilizar ninguna otra. Bueno, por lo común, yo suelo llevar plumas conmigo, por lo que pueda ocurrir, pero en esa ocasión pensé… Bueno, que se chinche. Tenía que mostrar mi hostilidad de algún modo, de modo que no me llevé ninguna pluma.

Hasta entonces había dejado atrás todos los mojones que señalaban la ruta que había seguido yo hasta mi fracaso, pero hete aquí que existía otro plantado después de los que había plantado yo.

—¿Es eso lo que te hace sentirte responsable de su muerte? —pregunté.

—En cierto sentido, supongo que sí —dijo, aunque no estaba llorando ahora—. Si hubiera tenido plumas, el alboroto pudo no haber tenido lugar y no habría estado tan cabreado como para…

—¿Como para ir a mitigar la tormenta con una ducha y estar tan cegado por la furia que no pudo menos de resbalar, caer y matarse?

—Pudo ser eso.

—Supongo que sí, pero el hecho es que se suponía que yo tenía que llevarle un montón de plumas la noche anterior y yo me había olvidado de hacerlo. De modo que ya ves, la culpa inicial es mía y no tuya. Ahora, por favor, dime qué ocurrió. Dame detalles del altercado.

—No sé qué puedo decir. Durante media hora no ocurrió nada. Firmaba de la misma forma todos los libros que yo le iba poniendo delante: con mis mejores deseos, su nombre, la fecha. No decía una palabra, no sonreía, no alzaba la vista. Podía oír al otro fulano, como-se-llame, ese que escribe tantos libros…

—Isaac Asimov.

—Sí, podía oírlo parlotear constantemente, hablando a todo quisque, flirteando con las chicas…

—Lo sé —dije—. Sé cómo se lo monta.

—Bien. La gente se divertía. Lo dejaban y se venían donde Giles, esperando que hubiera más ración de lo mismo, y todo cuanto obtenían era un silencio espectral.

—Estaba cabreado por no haberle entregado las plumas —dije—. Pequeños fallos de acostumbradas rutinas que me cabrean a mí.

—Si lo que hiciste lo tenía cabreado, ¿por qué la tomó con el público?

—«Por qué» es una palabra con cuernos, decía mi padre.

Se quedó parada un momento.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó.

—No estoy seguro, pero suena muy bien. Por favor, continúa.

—Al fin, su pluma se gastó y se limitó a echarse hacia atrás. «¿Qué pasa?», le pregunté, y él contestó: «Se me ha acabado la tinta», y lo dijo con una vocecita fina y el labio inferior salido. Allí se las dieran todas, porque no se movió. Naturalmente, el movimiento de la cola se detuvo y Asimov se levantó, queriendo saber qué pasaba. Yo estaba justamente allí, demasiado ofuscada para hacer nada. Asimov le ofreció una pluma y lo mismo hizo uno que estaba esperando una firma. Se la alcanzó a Giles y el tipo cogió la que Giles sostenía, como recuerdo, supongo. Giles tenía que conmoverse para llegar al punto de utilizar la otra pluma, y el caso es que durante diez minutos todo fue de perlas hasta que de pronto la nueva pluma se quedó sin tinta. Fue como una pesadilla. Fue como si Giles me estuviera haciendo culpable por no haber llevado plumas de repuesto.

Boqueaba para respirar, y su voz desapareció como si estuviera revelando una experiencia muy íntima.

—¿Qué hiciste tú? —pregunté.

—Me levanté y fui a buscar nuevas plumas. Me olvidé de que Asimov había ofrecido una y lo dejé atrás. No pensaba en nada mejor que bajar por las escaleras mecánicas hasta la conserjería. Estaba completamente fuera de mí, eso es todo. Cuando regresé, vi que una chica de Hércules Books le había dado ya una pluma. Al parecer hubo un pequeño lío por todo aquello también, pero me lo había perdido, gracias a Dios, ya que no quería saber nada de nada. Las firmas prosiguieron hasta el final sin ninguna otra interrupción. Te lo digo: fue la hora más larga que he pasado en mi vida, descontando mi estancia en la maternidad. Cuando se acabó, me fui. No hablé con Giles ni lo miré. De hecho, no volví a verlo y cuando me enteré de que había muerto, la noticia me conmocionó. Yo sabía que aquel asunto de las plumas le había afectado profundamente. Tuve que irme a casa con migraña.

—Pero ¿estás ya mejor? —Dije.

—Un poco —dijo con tristeza—. Gracias a Dios, Tom es indulgente.

—Oh, sí, es indulgente —dije—. ¿Y dices que mientras duró el altercado no me mencionó para nada?

—No, a menos que ocurriera mientras no estuve allí.

—¿Cuánto tiempo te alejaste?

—Lo ignoro. Cinco minutos, tal vez.

—Qué cachondo.

—¿Qué diferencia puede haber entre si dijo algo o no dijo nada?

—Bien —dije un poco en abstracto—, si nada dijo sobre mí, quizá es que algo más lo tuviera molesto. Escucha, Teresa, ¿hay algo que hiciera Giles, cualquier cosa que pueda ocurrírsete, lo que sea que pueda indicar que estaba preocupado por otra cosa aparte de las plumas?

—No —dijo.

Extendí los brazos.

—Oí decir que se quejó de mí.

—Quizá la chica de Hércules Books oyera algo —dijo ella—. Ella permaneció allí mientras yo estuve alejada.

—Quizá tengas razón. En ese caso, ¿puedo utilizar el teléfono de la sala de conferencias por un rato?

—Ve, pero a condición de que nadie más lo esté utilizando. Cierra la puerta si quieres que nadie te oiga.

—Gracias —dije, y me marché.