Capítulo 7
TERESA VALIER, 5:25 de la tarde
Teresa no era un mal objeto de abrazo. Era una mujer ancha, regordeta y alegre, con pelo castaño peinado hacia atrás y una sonora risa que vibraba como si dependiera de un grifo que puede abrirse hasta el máximo pero cuya tuerca de cierre está trabada.
No estaba riendo ahora; estaba alegre. Me atenazó con los brazos y comenzó a moverse, lo que por un momento me hizo perder el equilibrio. Era una mujer forzuda y daba la impresión que lo envolvía a uno de manera que nada podía hacerse ante su tamaño.
—Vayamos a tomar un trago mientras Tom acaba de cerrar —dijo.
Medio troté para llevar su paso.
—¿Cómo es que Tom lleva la tienda solo?
—Es domingo —dijo ella— y no quiero que las chicas trabajen en domingo.
—Mañana es el día de la conmemoración —dije—, ¿trabajarán ese día?
—No. Nosotros otra vez. Estaré ayudando a Giles en su sesión de firmas y Tom estará en la parada. Luego lo relevaré y él se irá a ver a algunos libreros. Hoy por hoy, Darius, quiero tenerlo ocupado. No es un hombre muy feliz en estos momentos.
—Me he dado cuenta —dije—, incluso me he dado cuenta de que tú tampoco lo eres.
Bajamos por la escalera mecánica, que estuvo siempre llena por sus cuatro puntos cardinales durante todas las sesiones. Había un bar al pie de la escalera, en apariencia un buen lugar, pues siempre estaba lleno también,
Teresa encontró un par de asientos en una esquina.
—Tomemos un trago —dijo.
—Sabes que no bebo.
—Cerveza de jengibre a cuenta de Prism Press. ¿Te va bien? —Y pidió vodka para ella.
—¿Qué es esto? —Dije—. ¿Generosidad? ¿Cómo te ha salido?
—Tengo mis razones. ¿Vas a ir a la reunión esta noche?
—¿A diecisiete con cincuenta la entrada? —Dije—. Considerado y rechazado. El hecho de que lo haya considerado incluso merece una solemne carcajada.
—Vamos, ve —dijo ella— y cárgalo a nuestra cuenta.
—Santo Dios, cuánta generosidad. ¿Por qué este derroche?
—Porque eres un autor bueno y leal para con nosotros.
—Gracias, pero siempre lo he sido. ¿Por qué ahora?
—Porque sé que Giles Devore estará allí y quiero que hables con él. Ya sabes lo que está ocurriendo, supongo. Tom tiene que habértelo dicho.
—Me lo dijo —admití—. Giles está presionando para obtener más dinero. Sin duda ha encontrado un agente ambicioso.
Yo nunca había tenido agente literario. Quizá he hecho mal y quizá deba estar ahí la causa por la que no he ido más allá de lo que he ido, pero estimo en mucho mi regateo particular aun con pérdidas. Además, conservo así la libertad para aceptar pequeños trabajos en mis propios términos y considerar algo más que el dinero en el proceso. Considerar algo más que el dinero es lo que los agentes nunca hacen.
—Claro que tiene un agente —dijo ella—, pero no es ése el problema. Los escritores me hacéis reír. Se os oye decir que todo editor es un mal nacido, que todo agente es un hijo de puta, pero que todo escritor es un santo. Te digo que no es el agente, sino Giles, quien quiere saquearnos. El agente es un amigo mío y también lo dice así; nada puede hacer por contenerlo.
—Por supuesto que es el agente quien dice eso; pero será un plan en común.
—Es verdad en este caso. Tenemos que mantener a Giles como sea y convencerle para que no nos vuelva la espalda. Aquí es donde entras tú.
—Vaya, ¿qué puedo hacer yo? Si está resuelto a zamparse todo el pastel, ¿qué argumentos puedo esgrimir en contra? ¿La inconmensurable riqueza y la escandalosa fama que he obtenido yo con vosotros, por ejemplo?
—No hables así, Darius —dijo ella—. El te respeta —tomó mi mano entre las suyas y me miró a los ojos como si estuviera tratando de hipnotizarme—. Te respeta.
Aparté la mano y lancé la clase de sonido que a veces se deletrea como «Psá» cuando se encuentra por escrito.
—Me respeta tanto que nunca me consultó sobre su nuevo libro.
—Eso lo demuestra, Darius.
Me encogí de hombros.
—No puedo hacer nada, Teresa. Si me respeta, no lo demuestra. No es como si me hubiera dedicado el libro —estaba tratando de ser petulante.
Qué cosa tan jodida. A mí no me importaba realmente el anticipo de diez mil, la petición de otro de cincuenta, el acceso a la gran ocasión, con toda la fama y la pasta. Lo había desechado una docena de veces durante doce años y ya era ducho en el asunto. Era consciente del aguijonazo, pero al otro lado de un pellejo ya endurecido, como si sintiera su toque pero no el dolor.
Rechazo la envidia por principio y sólo siento desprecio por aquellos que son víctimas de ella; nunca la sentí a menos que se la bautice con otro nombre. Si se la llama resentimiento por falta de justicia y propia estimación, entonces resulta mucho más noble y el asunto de la dedicatoria me lo hacía sentir así.
Teresa parecía estar de mi parte. Quizá pensara que yo estaría más dispuesto a ayudarla si ella también lo estaba (es bastante aguda, o calculadora si se prefiere, para verlo de esa manera).
—Le sugerimos que te dedicara Adiós para siempre, ¿sabes? —dijo.
Ahora yo tenía que ser duro.
—Pues una mierda para él —dije—. Una esposa está antes. Carne de tu carne. Sangre de tu sangre. Beneficiaría de tu testamento. Nunca tuve esposa, sin embargo, pero me imagino que es así.
Teresa pareció conferenciar secretamente con su bebida. Mi cerveza de jengibre ya estaba en mi estómago y me puse a chupar trozos de hielo, triturándolos con los dientes.
—No es justo que Giles nos deje —dijo Teresa—. Nosotros lo forjamos. Prism Press y tú. Si no hubiéramos publicado el libro, ¿dónde estaría ahora? ¿O si tú no lo hubieras adiestrado?
Mi resentimiento hacia Giles no era tan grande como para permitirme sucumbir a la mentira. Tenía que proteger el honor de los escritores en general.
—No es así, Teresa —dije—. No estaría en ninguna parte si no se hubiera esforzado por conseguirlo. Si hubiera sido otro, nunca podría yo haberle extendido la alfombra del éxito ni vosotros le habríais publicado el libro.
—De acuerdo, pero ganó dinero y quiere ganar más dinero. ¿Por qué lo quiere todo? ¿Por qué no puede Prism Press ganar también su pequeño dinerito? Somos una casa pequeña y ésta es nuestra gran oportunidad. La primera que hemos tenido para intentar subir. ¿No nos hemos ganado el derecho a subir? ¿No subirá acaso él con nosotros? Tampoco es por mí; es por el pobre Tom. Si supieras cuántos años…
—Claro —dije, cansado, para detenerla—. Digamos que tenéis el derecho moral a capitalizar por haber sido su primer editor y el derecho ético a compartir su buena fortuna. No soy un gran filósofo en cuestiones de moral y ética, pero supongamos que es así. Sin embargo, algo que sé es que no tenéis el derecho legal a compartirla. Si no puedes aceptar sus condiciones financieras y quiere dejaros, no podéis impedírselo.
—Pero ni siquiera le beneficia eso, Darius. Tú lo sabes bien. Somos una firma pequeña y él es nuestro gran escritor. La estrella. Sin competencia —debió haber entendido mis sentimientos en ese punto, puesto que añadió—: Quiero decir, Darius, en lo que le afecta a él. Sabes bien que siempre te querremos y apreciaremos, aunque tus libros no tengan ese adocenamiento que los convertirían en…
—Muy bien, Teresa. No intentes dorar la píldora. Comenzáis a forraros desde que Giles está en Prism y por esa razón debes convencerlo de que es la gran estrella sin competencia. Puedo aceptarlo. Sigue.
—Lo comprendes, Darius. Lo sé —y me dio una palmada en mi mano—. Nos centramos en Giles porque subimos con él y no subiremos sin él. Si se marcha y se compromete con cualquiera de las grandes casas, se convertirá en uno más entre una docena y no precisamente el mejor. Se perderá en el montón. En tan dura contienda, estará mucho mejor con nosotros. ¿No puedes explicárselo así, Darius? A ti te escuchará.
—No puedo garantizarle que Prism Press vaya a hacerlo rico, ya lo sabes —dije—. Me dirá que soy mejor escritor que él; que le he enseñado todo cuanto sabe; que lo llevé a Prism Press antes que a cualquier otro sitio… y que… ¿qué está haciendo Prism Press por mí, con todo mi talento y enorme lealtad? ¿Qué le digo si me habla así?
—Bueno, Darius, tú sabes que siempre hemos hecho lo que hemos podido. No se puede prever la forma de acertar con el gusto del público.
Bueno, también eso era cierto.
—Si lo veo, le hablaré —dije.
—Es cuanto te pido —dijo ella y se levantó—. Tengo que reunirme con Tom. Le diré que hablarás con él y quizá eso le quite las ideas de suicidio. Gracias, Darius. No lo olvidaremos.
No me devolvió la paz su promesa de eterna gratitud. La eternidad dura cinco minutos en el mundo editorial. De modo que dije:
—Claro que si él no está dispuesto…
—Estoy segura de que lo estará.
Se fue y me quedé solo… para rumiar mi nuevo papel de mozo de recados en medio de la jungla literaria. Le había dado calor y alimentos cuando no era sino pico y plumas —setenta y cinco pulgadas de pico y plumas— y ahora estaba en lo alto de su nido de águila y tenia que escalar los riscos para verlo y suplicarle.
Sentí cómo me caía cada vez más profundamente en el resentimiento y la frustración, sensación nada agradable. Tenía media hora, antes de que las puertas se abrieran para la reunión e intenté quitarme de encima mis sentimientos contemplando y escuchando a los otros que pululaban por el bar.