Capítulo 6
HILDA, 1:20 de la tarde
¿Por qué diablos estaba tan sobrecogido por el pánico?
Hecho o no hecho, el asunto no podía ser tan importante, salvo para la meticulosa mente de Giles. Lo sabía desde el principio. Sabía eso mientras me dejaba deslizar por una escalera mecánica demasiado lenta para mi prisa, sorteando a la gente que se irritaba al ser empujada y cuyas expresiones no me dejaban lugar a dudas.
El olvido es humano. ¿Qué podía hacerme él?
Además, habría vuelto por la noche, y una vez visto que el paquete no estaba sobre el buró podía haber ido al guardarropa. Lo habría pedido, con resguardo o sin él, y acudido a quien fuese a aquellas horas de la noche y armado el ruido necesario para forzar la recuperación del paquete o para que el hotel en pleno se enterase del problema.
Puesto que nadie parecía enterado de lo ocurrido la última noche, el paquete lo tenía Giles y no debía estar en el guardarropa. Había murmurado contra mí frente a Sarah a causa de cualquier pequeña inconveniencia durante las firmas que sin duda le había hecho pensar en toda una serie de inconveniencias que durante un tiempo le habían venido zahiriendo, yo incluido. (¿Acaso no me había ocurrido a mí lo mismo ayer?).
El problema era que yo no lo creía.
Atravesé el vestíbulo hasta el guardarropa señalado en el resguardo. ¿Cómo podía remediarlo cuando en comparación con cien millones había sido batido en reflejos condicionados desde los diez años? ¿Nadie olvidó nunca un recado de la madre? ¿Nadie olvidó nunca llevar los deberes a clase? Hubo asaltos físicos (¿de qué otro modo llamar al miedo?), y castigos de copiar cien veces «No olvidaré mis deberes». Humillaciones sin fin.
Otra vez me apuraba inútilmente. La cabeza me decía, con bastante tranquilidad que el asunto no tenía importancia. Y el corazón me susurraba: «Señor, me he olvidado… Señor, me he olvidado…».
Jadeaba cuando alcancé el mostrador del guardarropa. Nadie había allí a la 1.20 de la tarde de un cálido Día de los Caídos, lo que afortunadamente eliminó cualquier retraso.
Silbé para llamar la atención de una mujer entrada en años, vestida con un vestido verde sin forma. Pareció indignarse por ser interpelada de aquella manera y caminó hacia mí con actitud de reencarnación de reina del pasado… de un pasado reciente. Llevaba una pequeña insignia que informaba se trataba de Hilda, gafas oscuras y pelo tratado con algún amarillo de corte químico.
Le tendí el resguardo y dije:
—¿Está aquí todavía esto? —No podía explicarle lo que «esto» quería decir porque no lo sabía.
Miró el resguardo con ojo experto como si hubiera algún número con tinta simpática que sólo la habilidad de la empleada del guardarropa podía descifrar. Me lo devolvió y dijo:
—Si lo tiene es porque aún está aquí.
—¿Puede dármelo, entonces?
—Eso serán otros cincuenta centavos.
—¿Qué?
—Es un resguardo de ayer. Usted pagó cincuenta centavos por anticipado, pero válidos solamente para ayer. Por hoy, cincuenta centavos más.
Saqué dos monedas de veinticinco.
—Tenga.
Se dirigió hacia un sector del local mientras yo apostaba un desalentador cinco contra dos a que volvía con la noticia de que el paquete había desaparecido, y arraigué más profundamente el cinco.
Perdí. Me vino al cabo de veinte segundos con un paquete de unas nueve pulgadas de longitud, dos de alto y dos de ancho. Pesaba tal vez cuatro onzas.
—¿Era para esto el resguardo?
—Corresponde a su resguardo, señor.
Hilda era completamente indiferente a todo.
No podía ser verdad. ¿Quién mierda pagaría cincuenta centavos por facturar un objeto de ese tamaño?
—Mire —dije—, ¿vino alguien la pasada noche a retirar un objeto sin resguardo?
—¿A qué hora? Porque si fue después de las cuatro de la tarde, yo ya no estaba.
Me di la vuelta.
—Sin embargo, alguien pretendió hacerlo esta mañana —dijo ella.
—¿Cuándo? —Dije volviéndome.
—Poco antes de las diez, creo. Le dije que sin resguardo no podía llevarse nada y ella comenzó a darle tirones, Little Pepper[20]; decía que iba a llegar tarde para no sé qué.
Apenas me enteraba de lo que decía Hilda. Había entrado en razón demasiado tarde y lo mismo que la noche anterior respecto de la grabación para TV, Henrietta tenía que meterle prisa. Casi sentía pena por el hijo de puta bobalicón.
—Entonces, ¿se lo dio? —Dije.
—Claro que no. Sin resguardo, no.
Iba a marcharme cuando pensé en otra cosa. ¿Había sido Giles realmente?
—¿Un tipo corpulento? ¿Con bigote? ¿Con bigote negro y espeso?
—Sí, el mismo —dijo asintiendo con la cabeza.
—¿El paquete que quería era éste?
—¿Cómo podía saber yo lo que quería? No llevaba resguardo alguno y no hago caso a quienes vienen sin resguardo.
Me di la vuelta otra vez y me dirigí hacia los ascensores. Por alguna razón, Giles no había advertido la pasada noche que mi entrega no había sido hecha. Por alguna razón, nada había hecho al respecto hasta bien entrada la mañana, cuando ya era demasiado tarde. Tenia que salir a escape para la sesión de firmas. No me maravillaba que hubiera murmurado contra mí. Lo tenía bien presente.
¿En qué habitación estaba? Busqué la llave mientras me acercaba a los ascensores. Era la 1511, de modo que me introduje en el ascensor apropiado y apreté el botón 15. Tenía poco más o menos veinte segundos para preparar una excusa y evitar —bueno, minimizar— recriminaciones.
Nada se me ocurrió. Podría decir: «Algo imprevisto, Giles, y no pude hacerme cargo hasta ahora». Era casi la verdad, y ¿qué mierda iba a hacer él contra mi argumento? Mi mente decía: nanái. Mi corazón decía: Escribe cien veces: «No me olvidaré recoger paquetes de los amigos».