Capítulo 5
SARAH VOSKOVEK, 1:05 de la tarde
Estaba acabando mi pollo, royendo el último hueso que quedaba por pelar, cuando vi que una mujer se abría paso hacia nosotros entre las otras mesas. La sala estaba mal iluminada, a oscuras diría salvo por las lamparillas que adornaban las mesas (quizá se siguiera la teoría de que la comida de un banquete gratis parece más buena a media luz), y la mujer era apenas un borrón ante mí. No obstante, podía ver su estatura y su pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza y al instante supe que se trataba de como-se-llamara (ni siquiera ahora puedo recordar su nombre de pila), que tan grosera había estado la noche anterior.
Pero estábamos en la tarde del día siguiente. Había pasado una buena noche y una mañana razonable; había gozado comiendo y en torno a mí había reinado el buen humor. Así, no me sentía de humor para derrochar energías resentidas contra ella. Podía seguir su camino, podía ir donde le saliera de las narices, y podía hacerlo sin que se me pasase por la cabeza el ponerle la zancadilla mientras caminaba.
Puesto que la concurrencia era abundante y las mesas se habían colocado bastante juntas las unas de las otras, el avance de la mujer era lento. Se estaba dirigiendo hacia la salida y miraba atentamente, con ansiedad, a los ocupantes de las mesas. Estaba a punto de hacer una pequeña apuesta mental sobre en qué mesa se detendría, cuando las apuestas se me desvanecieron porque estaba claro que se dirigía hacia nuestra mesa.
Hasta que, por fin, se detuvo justo enfrente de mí y me pareció que si yo estaba sorprendido, ella estaba confusa. La luz no era lo bastante buena como para afirmarlo con seguridad. Me cogió desprevenido y no me levanté. Tuve la vaga noción de que iba a renovar el ataque de la tarde anterior y mi rostro comenzó a fruncirse mientras intentaba acorazarme aguardando una escena de primera.
Pero cuando habló, ni el ruiseñor pudo haber hablado tan dulcemente. Con su inglés tan hermosamente preciso y su acento eslavo, me dijo:
—Mister Just, me alegro de haberlo encontrado. Soy Sarah Voskovek. Nos vimos anoche.
—Lo recuerdo. Recuerdo su nombre —dije austeramente; sólo dos de mis cinco palabras fueron verdaderas. Luego añadí—: No sabía que supiera usted mi nombre.
—Me temo que no lo sabía anoche. Pero, claro, lo conocía a usted. He leído sus libros. Me gusta en particular Cuidado con el lucero de la tarde.
Se dirigía a mí en voz baja, con voz precipitada, como si experimentara la urgencia de lo privado, mientras que yo me expresaba con voz normal, como si no estuviera de humor para correspondería. Pero incluso bajo las peores condiciones, un escritor tiene que derretirse un poco al menos bajo los voraces rayos del cálido sol de un elogio a su libro. De modo que me levanté y le hice una seña para que me hiciera compañía, situándonos junto a la mesa, en el abierto espacio que mediaba entre ésta y la mesa principal.
Hasta bajé el volumen de la voz cuando dije:
—¿Tuvo ocasión de ver el filme que sacaron del libro? Se le llamó Caída de la tarde.
—Sí, lo he visto. Espero que no le importe, pero fue una interpretación muy pobre de su libro. Se quedó corto.
No me importaba en absoluto, puesto que así pensaba yo también. Me derretí un poco más ante la abrumadora evidencia de su acertado juicio. Paseando, llegamos hasta una pared, decidimos no traspasarla y cambiamos de dirección. Caminaba a mi lado, todavía con aspecto que no desechaba la ansiedad.
—Ahora que ya sabe quién soy, ¿querría desdecirse de lo que dijo la pasada noche? —Me sentía un tanto torpe, pero reprimí el impulso de agregar «queridita» o «diablesa» al final de la pregunta.
—Más que desdecirme, mister Just, quiero borrarlo y disculparme. Fue inexcusable violentarlo de aquella manera.
—¿Porque soy Darius Just, autor de Cuidado con el lucero de la tarde?
No le estaba dando facilidades y la mujer respiró profundamente. No se las daba aunque advertía las cosas interesantes que la resquebrajaban. Llevaba un vestido escotado, como el día anterior, y en esta ocasión yo estaba de pie. Encontraba más bien placentero ser capaz de mirar hacia abajo hacia un par de senos. Había una suave delicia en ello.
—Bien —dije, para darle prisa.
—No —dijo por último—, no es eso, mister Just. Tiene usted razón al decirme que cuanto le dije estuvo fuera de lugar. Fue ridículo y desagradable. Ya me he excusado brevemente ante el Dr. Asimov antes de su sesión de firmas y me aseguró que jamás tuvo la intención de citar el nombre del hotel o de identificarlo de cualquier otra manera. Pero no pude excusarme ante usted hasta que no supe su nombre, y, la verdad, cuando se lo pregunté y me dijo que usted era Darius Just, bueno, yo…
Por entonces ya estaba hecho una pasta de tanto derretirme y tenía ya decidido que no era tan mala criatura al fin y al cabo, sobre todo si a uno le gusta sobarlas por abajo.
—Olvídelo —dije—, creo que me gustaría modificar algunas de las cosas que dije la pasada noche.
—¿Cómo que debería despedirme de las relaciones públicas? ¿Tenía algún significado impropio?
—De ningún modo —mentí—, aunque tal vez sonara como si lo tuviera. Lo siento.
—No me ofendió —dijo gravemente. Sonaba bastante a ligue en una reunión y comencé a considerar si, para olvidar lo pasado, debía pasarle el brazo en torno a la cintura como gesto de amistad. Pero dijo—: No es ésa la única razón por la que he estado buscándolo, mister Just.
—Si vamos a ser amigos —dije, sonriendo—, llámeme Darius; así podré llamarla Sarah. No puedo pronunciar su apellido.
—Voskovek —dijo, pronunciando claramente. El acento prosódico recaía sobre la segunda sílaba, una o larga, en este plan: «Vos-KOH-vek». Sin embargo, puede llamarme Sarah.
Se le formaba un hoyuelo en el lado izquierdo cuando sonreía, mas no en el derecho.
—Perfecto, entonces. ¿Qué es lo otro que quería decirme?
—Es sobre mister Giles Devore. ¿Es amigo suyo?
—En cierto modo —dije secamente. Y luego añadí—: ¿Por qué? ¿Por qué lo pregunta?
—Hubo un curioso incidente en la sesión de firmas de esta mañana. Tenía pensado ir a la sesión puesto que sabía que estaría allí el Dr. Asimov y quería reparar lo de anoche. Me demoré un rato por… por curiosidad y se produjo un… un alboroto. Mister Devore parecía muy desgraciado. Me molestó, pues para el hotel es muy importante que nada tenga apariencia desagradable sin ninguna necesidad…
—Entiendo.
—Había pasado, sin embargo. Había sido afectado por algo muy serio. Más tarde le oí murmurar: «¡Ese Darius! ¡Ese Darius Just!». Y lo decía con odio. Tenía que encontrarlo a usted… Esperaba que estuviera en el almuerzo, pues no sabía cómo localizarlo de otro modo… así que podía disculparme ante usted y avisarle. Mister Devore es un hombre corpulento y alto y usted no… no muy alto… y…
—Es un hombre tan blando como un acerico —dije desdeñosamente— al que se le han sacado los alfileres, Sarah. No me desvalorice, sin embargo. Con una sola mano, con la palma abierta, puedo darle un sopapo y darle las gracias por el favor. Puedo…
Creo que fue la palabra «favor» la que realizó la conexión. En cualquier caso, a la una y cuarto de la tarde del lunes 26 de mayo de 1975, recordé, de golpe, lo que había olvidado aproximadamente dieciocho horas antes.
—¡Dios mío! —exclamé, medio ahogado—. ¡Dios mío!
Me golpeé rudamente los bolsillos de mi chaqueta preso de agónico aturdimiento. Me había cambiado de camisa, de calcetines y ropa interior aquella mañana, pero vestía aún los mismos pantalones y la misma chaqueta que la noche anterior. La llave de la habitación estaba en el bolsillo de mi chaqueta; podía notarla. El resguardo también tenía que estar allí.
—Perdóneme —dije con voz entrecortada—. Tengo que hacer algo.
—Pero ¿qué es? —dijo ella con voz asustada.
Harold Sayers, mi compañero de mesa, debía haberme estado observando desde una distancia de veinte pies. Se levantó preocupado; diversos pares de ojos me miraban desde otras direcciones. Había atraído la atención de la mesa principal, pero no me importó. Ni siquiera me importó que en aquel momento estuvieran sirviendo un magnífico helado como postre y que podía perdérmelo… por no decir nada del café.
Eché a correr, buscando el resguardo con la mano.