Capítulo 10

HERMAN BROWN, 2:05 de la tarde

La policía llegó al cabo de diez minutos, lo que me dio tiempo para pensar.

Había cometido un error. Había abierto la boca sin nada que respaldara mis declaraciones que no fuera trivial. Debería haber señalado el polvo antes de decir nada al respecto.

Marsogliani estaba en lo cierto. Si me ponía a gritar que era un asesinato y no podía probarlo, las consecuencias caerían sobre mí. Yo había tenido la llave, yo fui el primero en entrar en escena. Podía hasta haber personas que creyeran que estaba celoso de Giles… que yo era el profesor despechado que odiaba a su pupilo díscolo pero listillo por haberse distanciado de mí. No parecía muy probable, en apariencia, que un hombre de mi tamaño levantara un cuerpo muerto de doscientas libras de peso, lo arrastrara hasta el baño y lo metiera en la bañera, pero no era ningún secreto el que yo era más fuerte de lo que aparentaba.

De modo que cuando vino la policía, era ya un tipo diferente. Si Marsogliani y Strong nada decían voluntariamente, tampoco lo haría yo. Nada hasta que obtuviera algo digno de crédito. (¿Lo conseguiría? ¿Lo conseguiría al cabo? No me hice esta pregunta entonces).

La policía tomó el camino del sótano y usó el ascensor de servicio, evitando la convención. Eran dos. El más joven llevaba uniforme, pelo largo y bigote, artículos inevitables entre la nueva generación de polizontes. El mayor, cara redonda y nariz respingona, iba de paisano.

Se identificaron. El de uniforme era Joseph Olsen y el de paisano era el teniente Herman Brown. El teniente parecía fastidiado. Supongo que los cadáveres eran una vieja historia para él.

Penetró en la habitación silenciosamente, miró en el armario, se arrodilló para mirar bajo la cama, penetró en el baño y salió como si hubiera estado vacío. Preguntó a Marsogliani y a Strong cómo habían llegado hasta allí, me colgaron el mochuelo, contaron sus relatos brevemente y se largaron. Strong me lanzó una furtiva mirada con el rabillo del ojo como si se preguntara qué iba a decir yo y esperando que no causara problemas. Marsogliani se marchó sin la menor señal al respecto. Ni movió la nariz.

Si Strong se hubiera rezagado me habría oído declarar lo mínimo sin causar el menor problema.

Brown me tomó el nombre, la dirección, la ocupación y dijo:

—¿Cuándo encontró el cuerpo?

—A la una y treinta y tres. Miré mi reloj un minuto después más o menos.

—¿Cómo entró?

—Tenía una llave. Giles Devore, el muerto, me la dio la pasada noche para poder entregarle un paquete. Lo retiré hace una media hora. Está sobre el escritorio, junto a la llave.

—¿Qué hay en el paquete?

—Lo ignoro.

—¿Por qué se lo pidió a usted y no a ningún otro?

—Éramos buenos amigos —dije.

No me lanzó ninguna mirada de oh —¿eran-ustedes-de-ésos? Se limitó a apuntarlo en su libreta.

—¿Tocó usted algo, movió alguna cosa, cuando entró? —dijo.

—Sí —contesté—. No sabía que estaba muerto en el baño. Entré, me pregunté dónde estaría, cogí la pluma que hay en el escritorio, me senté en la silla… en ésa. Luego miré en el baño y lo encontré allí.

—¿Por qué miró en el baño?

—Quería mear.

—¿Lo hizo?

—Aún no.

—Vaya, pues.

Fue maravilloso por parte del polizonte. Me sentí un poco menos tenso cuando salí.

—¿Trazó usted este signo de interrogación en este papel o estaba ya así cuando entró usted?

—Lo tracé yo.

—¿Para qué?

—Me estaba preguntando dónde estaría Giles. Había esperado que estuviera aquí, pero no fue así. Se me formó en la mente un signo de interrogación, imagino.

No escarbaba muy profundamente. Supongo que con un claro caso de muerte accidental, ¿quién necesitaba más?

—¿Sabe si el muerto tenía familia? —preguntó.

—Esposa, Eunice.

—¿Sabe su dirección?

Se la di y añadió:

—Muy bien. ¿Tiene pensado hacer algún viaje fuera de la ciudad?

—No.

—Perfecto. Manténgase al alcance en caso de exigir más información por nuestra parte. Dudo que haya necesidad, pero manténgase por aquí. Puede irse.

—¿Qué le ocurrirá a mi… amigo? —señalé hacia el baño.

—Llamaremos a los de Investigación Médica, que enviarán el cuerpo al depósito para efectuar una autopsia. Luego será devuelto a su viuda —dijo Brown.

—¿Qué hago si la gente pregunta…?

Por un minuto creí que iba a sonreír, pero no estaba para sonrisas rutinarias.

—¿Se refiere a si es un secreto de estado? No. Hable cuanto quiera. ¿Formaba el hombre muerto parte de la convención que tiene lugar aquí?

—Sí, de la Asociación de Libreros Americanos.

—Es escritor y usted también. ¿Qué tenían que hacer ustedes en una convención de libreros?

—A los escritores les interesa promocionar sus libros, ya sabe. Giles estaba firmando libros esta mañana.

El teniente sacó de nuevo su libreta de notas.

—¿A qué hora de la mañana?

—De diez a once.

—¿Estuvo usted allí?

—No, pero debe haber como mil testigos.

Brown volvió a guardar la libreta y se encogió de hombros.

—Bien —dijo—, nada más tenemos que hacer en esta convención. Lo mejor que puede hacer usted es decir al personal de la convención que este hombre está muerto. ¿Es conocido?

—Sí, al menos entre los de la convención.

—Malo, malo, pero ¿qué puede hacer usted? Procúrese alguno que haga algún tipo de anuncio —me sostuvo la puerta abierta—. Hasta luego. Acudiremos al instante si pasa alguna cosa.

Me marché.