Capítulo 17
THOMAS VALIER, 6:40 de la tarde
Sospecho que apenas habrá una hora al día o un día a la semana sin una reunión en cualquier parte, con camareros, bebida gratis y pródigos aparadores con comida.
Y con bastantes conjeturas imperfectamente aseguradas, se hacía posible para cualquiera colarse en esas reuniones sólo con mantener un porte de cuidadoso autocomedimiento y saludar, en cualquier momento, a cualquier persona que hipotéticamente estaría en la otra punta de la sala.
Estoy seguro que hay cantidad de gente que se ahorra la comida asistiendo a tales reuniones, aunque, claro, a cierto precio. Hay ruido, tufo a tabaco, gentío, una gradual acumulación de embriaguez, comida indiferente, obligándose, además, a ver cómo, ad nauseam, la gente se esfuerza por mantener una imagen de sí misma, liga o habla de negocios o apuñala a un enemigo.
Por lo general, ese precio es demasiado alto para mí, aunque he notado que cuando asisto a tales reuniones me vuelvo tan malo como los demás. Por lo que sé, todos los individuos que asisten están convencidos de que ellos (o ellas) solos (o solas) son los únicos seres humanos verdaderos y decentes, y que todos los demás tienen que ser condenados por farsantes o cosa peor.
No tenía invitación, pero sí mi insignia de la ALA y, si me preguntaban, podía demostrar mi condición de escritor, ya que no de librero. No obstante, no fui interrogado ni se me ocurrió que el hecho de haberme quitado la insignia molestara a nadie. Presumiblemente, la firma editora Sewall, Broom y Compañía costeaba la reunión con la esperanza de ganarse la buena voluntad de los libreros, y cualquier desvergonzado detalle, como el prohibir la entrada a alguien, aun estando justificado, introduciría un adverso clima que repercutiría al cabo sobre la firma. Mejor permitir algunos gorrones que fracasar en los propósitos de la reunión.
Había bebidas, claro, pero no me interesaban, y las dejé pasar, aunque permitiéndome un pequeño momento de observación por si Henrietta estaba a la vista. No estaba a la vista. Tenía la horrible sensación de que si la veía no la reconocería, pues no podía recordar cómo era. Si la oyera hablar, sin embargo, no habría problema. Mi memoria auditiva era mejor que la visual.
Me dejé caer junto al aparador, que consistía en una montaña de pollo frito, y me sobrecogió un sentimiento de algo deja vu, de haber hecho todo esto con anterioridad. Excepto que no se trataba de la ilusión que habitualmente describe la expresión francesa, sino la cosa real. Yo había hecho todo esto antes. La noche anterior yo había entrado en una habitación con bebidas, deteniéndome ante ellas sólo para ver si conocía a alguien, y luego había pasado a contemplar el aparador. La última noche había estado buscando a Giles; esta noche era a Henrietta. Y al igual que no lo había visto a él la última noche, tampoco ahora vería a la mujer.
Me concentré con ganas en el pollo frito. Tenía buen aspecto y olía bien y el apetito se me abrió. (Puedo tener problemas con mi apetito de tarde en tarde, pero tal estado de nervios perdura sólo hasta que considero que soy un ser humano saludable, y para que conste así, lo declaro). Me serví un muslo y una pechuga porque odio tener que escoger entre carne blanca y carne roja, los rocié con un par de salsas y cogí luego algunas frituras francesas. Eso, mas ensalada, y más tarde una taza de café y un trozo de pastel, representaría todo cuanto un hombre exige para cenar. Luego podía dedicarme a buscar a Henrietta si es que estaba a mano.
Deslizándome en busca de una mesa vacía, me crucé con unos cuantos editores veteranos de la Sewall Broom, uno de los cuales era una mujer que dirigía una sucursal de la casa y a la que había conocido cuando la sucursal era independiente. La saludé con la jeta llena de sonrisas y las manos ahítas de comida, y me incliné para besarla procurando no empringar nada, pasando seguidamente a la otra estancia. El beso significaba mi credencial, pues mi existencia a la reunión era plenamente explosiva y evidente… sin que lo lamentara, claro.
Sewall Broom no era una mala firma. No me importaría trabajar con ellos si estuviera seguro de que me dejarían ir a la mía. Prism Press, al menos, no se interfiere en mis asuntos, lo que es una ventaja que evita derroche pecuniario.
Sospecho que idea tal me cruzó la mente porque por el rabillo del ojo advertí la presencia de Tom Valier, mi superestimado editor y príncipe de la Prism Press. También él me vio, mucho más claramente que yo a él, y aún no había comenzado con el primer ínfimo bocadito al muslo de pollo (y recuerden que igual me ocurrió en la comida) cuando se me acercó.
—Hola, Darius. Algo terrible, chico —dijo, y sacudió la cabeza solemnemente.
Sabía a lo que se refería, no obstante.
—Sí, algo terrible —dije, y me puse a comer.
—He oído que tú encontraste el cuerpo —dijo.
—Soy un tipo con suerte.
—¿Se cayó en la bañera y se mató?
—Así parece.
—Algo terrible —dijo.
—Terrible.
Sacudió la cabeza.
—Ocurre un montón de veces. Resbalar en la bañera, quiero decir. Debe haber miles de personas que se hieren de esa forma. La bañera es un arma mortal. Pobre Giles.
—Algo terrible —añadí.
—Terrible.
Ni por un momento se me ocurrió que se me había acercado sólo para decirme cuan terrible había sido la muerte de Giles y para aleccionarme sobre los peligros que la bañera encerraba.
—¿Espiando a la competencia? —pregunté.
—Tengo buenos amigos en la Sewall Broom —dijo débilmente, todavía meditando en lo terrible que había sido lo anterior.
Acabé con mi muslo de pollo y tomé algunas frituras francesas antes de arremeter con la ensalada.
—¿Sabes, Darius? —dijo.
Ya empezaba.
—¿Sí?
—¿Lo que hablamos ayer?
—¿Sobre que Giles iba a dejar Prism Press?
—No iba a dejarnos. El hablaba de dejarnos. Pero no lo había hecho todavía —sonrió acomodaticiamente—. Bajo las actuales circunstancias, no creo que debiéramos mencionar eso sin necesidad. Está muerto, ya sabes.
—Sí, lo sé. Algo terrible.
Me miró suspicazmente, pero supongo que lo que estaba tramando era demasiado importante para abandonar el tema de la editorial.
—Quiero decir, dejemos que los muertos descansen en paz. ¿Por qué molestar a nadie con escándalos innecesarios?
—No hay ningún escándalo en cambiar de editores —dije. (Quizá los editores pensaran que sí, claro, si resultaban los perdedores al final).
—Ya, ya, pero nada ganamos con ello, de modo que ¿por qué mencionarlo?
—Claro —dije—. No hay ninguna razón para hablar de ello, Tom. Lo consideraré confidencial.
—Gracias, Darius.
Como si lo hubiera aliviado lo bastante como para permitirle pensar en comer, dijo:
—Creo que cogeré algo para llevarme a la boca.
Estuvo de vuelta unos minutos más tarde con un trozo de pollo sobre una bandeja y por entonces ya había tenido ocasión de pensar un poco.
—Tenemos que mirar la parte buena, Tom —dije—. Su libro se venderá más que nunca. No todos los escritores se mueren en plena campaña de promoción.
—Oh, no —dijo intranquilo—, no vamos a capitalizar una cosa de tal envergadura.
—¿Por qué no? ¿Qué hay de los libros firmados que ibas a repartir como si fueran joyas? ¿Ya están repartidos?
Arrugó la frente y pareció quedar impresionado, como si deplorase mi mal gusto.
—Oh, no. Tengo que recogerlos. No podemos repartirlos ahora. No sería conveniente hacerlo.
—Tienes razón —dije—. Si los retienes hasta que Adiós para siempre se convierta claramente en un best-seller, podrás subastarlos. Me sorprendería, considerando que son las últimas firmas que el mundo puede recoger, que no te reporten un par de cientos por unidad.
—No —dijo—, no quiero ni pensarlo. (Pero lo estaba pensando, estaba seguro de ello, y aposté cinco contra dos a que lo haría con el tiempo).
—Vamos —dije—, aprovéchate de los titulares de los periódicos. Ocurrió en la Convención de la ALA. Significará mucho para los libreros y promocionarán el libro. Ya sabes, Muerte en la Convención.
Por un minuto recordé el cri de coeur de Asimov la noche pasada, de su obligación de escribir un libro titulado Murder at the ABA. Y le juro a usted que estuve rabiando por descifrar el sentido de haberme figurado a Asimov manipulando el asunto entero para obtener su trama deseada… o dar publicidad a su libro[27].
—Supongo que las ventas se incrementarían —dijo Tom, con resistencia—, pero no me preocupa eso.
Las comisuras de mis labios se crisparon un poco, como para constatar la ridícula declaración de que ningún editor (no Tom, ciertamente) podía ser capaz de decir cosa tal sin cometer perjurio en el acto. Me compuse y dije a continuación:
—Para el caso, puedes subir los precios de los derechos para la película sobre Adiós para siempre, y volver a sacar la primera novela de Giles a un precio más alto, con lo que probablemente venderás tantos ejemplares como la primera vez, si no más. La desgracia tiene el forro de plata, literalmente.
—Oh, bien —dijo Tom—. No es materia apropiada para una discusión. La pérdida de los libros que pudo haber escrito no pueden ser compensadas.
Y se llenó la boca de pollo.
Comimos tranquilamente y me fui a buscar mí café y el pastel, mostrándome lo bastante obsequioso como para coger también para Tom.
Los libros que Giles «pudo haber escrito» no habrían sido libros publicados por Prism Press. No representaba ninguna pérdida para Tom. Una ganancia en todo caso.
¿Pudo haberlo hecho él? Como motivo, estaba el cabreo por el deseo de Giles de dejar la Prism Press y la frustración por las pérdidas financieras que tal cosa habrían representado; y añádase a esto las ganancias que la muerte le traería. ¿Fue la culpabilidad lo que le forzó a no decir nada de sus problemas con Giles, para ocultar el motivo? ¿Fue la culpabilidad lo que le hizo rechazar constantemente el cebo de la codicia que yo le había ofrecido, para ocultar su motivo? ¿Se debía a eso el que me hubiera hablado con tanto cotilleo sobre los accidentes en las bañeras? ¿Estaba ansioso por asegurarse de que no flotaba en el aire ninguna sospecha de asesinato?
Sin embargo, todo, eran conjeturas. Podía pensar realmente que se trató de un accidente; podía realmente estar confuso ante la idea de aprovecharse de la tragedia. Si Eunice hubiera estado allí, y si hubiera leído mis pensamientos, como parecía era su costumbre, probablemente habría hecho trizas mis conjeturas en torno a la posible culpabilidad de Tom.
Bueno, vaya. Cambié de conversación.
—¿Has visto a Henrietta? —le pregunté.
Tom contestó preguntándome cortésmente:
—¿Henrietta?
—La secretaria para entrevistas de la ALA. Una chica gorda. Cara alargada.
Tom sacudió la cabeza.
—Me temo que no la conozca. Teresa tal vez sí. Ella arregló lo de las firmas con el personal de la Hercules Books. La sesión de firmas de Devore —explicó, y su voz decayendo mientras lo decía, como si un fantasma se hubiera posado sobre su alma—. Supongo que Teresa tuvo que tener algún contacto con la secretaria para entrevistas.
—Parece razonable. ¿Dónde está Teresa?
—Se fue a casa. Se le presentó una fuerte jaqueca tras oír lo de Giles.
Bueno, si Tom era un Macbeth, Teresa no era lady Macbeth. Esto es, si realmente se había ido a casa con jaqueca. (¡Santo Dios!, estaba empezando a sospechar de todo).
—Yo no vendré mañana —dijo Tom—. Dejaré que las chicas me lleven al puesto. Ese asunto de Giles me ha echado a perder la convención.
—Algo terrible —asentí, y al cabo de un momento se levantó y se marchó.
Al cabo de un momento me levanté yo también para ver si Henrietta estaba allí.