Capítulo 19
SARAH VOSKOVEK, 9:30 de la noche
Fue un extraño paseo hasta casa. Dos manzanas, luego a la izquierda y luego media manzana más allá, después subir doce pisos en ascensor. Me pareció una eternidad. Mi cabeza me dolía abominablemente y me resultaba muy difícil mantener la línea recta. No me atreví a mirar hacia abajo porque cuando lo hacía los objetos bailoteaban. Me mantuve mirando al frente, a las luces de las calles, caminando con lentitud, respirando profundamente.
Lo que más intenté fue dar la impresión de que no estaba borracho. Hay algo relacionado con el parecer borracho, cuando eres un antialcohólico empedernido, que no evita la humillación. Además, no quería situar a Sarah en situación de que se dijera de ella que estaba conduciendo a un borracho a casa.
Me dejaba caer mucho sobre ella y supongo que era algo estupendo el que yo no pesara más de 120 libras, o de lo contrario no habría sabido entendérselas conmigo.
Intentaba caminar, sólo para dar la impresión de autosuficiencia, pero creo que fue un miserable fracaso. A duras penas recuerdo lo que dije, excepto que estoy bajo la impresión de que intenté excusarme ante ella por haber pensado que me había engañado.
Recuerdo eso sobre todo porque recuerdo su respuesta y no por haber dicho lo que dije.
—El problema, Darius —dijo—, es que eres un romántico. Tuviste que hacerme pasar por malvada de cine porque de otro modo no te habrías interesado por mí. Soy demasiado bajita, creo saber.
—No —dije—, estás muy bien. Lo más exacto que se puede pedir.
Intenté darle una palmada de forma paternal, pero creo que fracasé.
Esto es todo cuanto puedo recordar de cualquier conversación sostenida entonces. Sé que cuando llegamos al vestíbulo, me porté muy grave y solemne con el portero, mucho más grave y solemne de lo que acostumbraba a ser.
—Ah, hola, George —dije—, ¿qué tal? Esta es la señorita Voskovek. Viene a acompañarme sólo un momento, George. Saldrá en seguida.
—Sí, míster Just —dijo George, sonriendo y asintiendo.
Sarah susurró en mi oído:
—No sabes cuándo voy a marcharme.
—Te marcharás en seguida, Sarah. Es en tu reputación en lo que estoy pensando.
—Necesitas un médico. Eso es lo que hay que pensar.
—Nada de médicos —dije, y el ascensor llegó a la planta baja.
Nadie había en el ascensor y recuerdo qué agradable fue recostarme contra la pared y cerrar los ojos. Sarah mantuvo su mano en mi codo.
—¿Tienes la llave? —dijo ella.
La saqué del bolsillo y se la tendí. Abrió la puerta tras algunos intentos. Yo estaba muy impaciente.
Entramos y dije:
—Vale, querida. Puedes irte, porque me voy a dormir.
—Nada de eso. No me iré aún. ¡Santo Dios!, mírate la ropa. No puedo imaginar lo que habrá pensado el portero.
Intenté mirar abajo pero me dolió mucho.
—Un poco sucia, —murmuré cerrando los ojos.
—Y un poco húmeda y un poco desgarrada.
Se puso a quitarme la chaqueta.
Intenté resistirme, pero hacerlo constituía un terrible esfuerzo, de modo que acabé dejándola hacer. Hasta que llegó el momento del pantalón.
—Vamos, ya está bien —dije débilmente—. ¿Qué haces?
—Quitártelo todo —dijo—. Todo. Te hubieras desnudado más rápidamente si fuéramos a meternos juntos en la cama.
—Bueno, no vamos a hacerlo y no voy a permitir que me desnudes.
—No me importa lo que quieres. Voy a desnudarte.
Y lo hizo, por supuesto. Recuerdo que permanecí con las manos sobre los genitales, sintiéndome como una doncella sorprendida por un malvado baronet de melodrama Victoriano que penetrara en mi aposento con alevosas intenciones. Era una sensación insoportable, aunque no creo que a Sarah le importase gran cosa.
Me condujo al cuarto de baño y luego me hizo meterme en la bañera y se puso a pasarme la esponja. También éste fue un sentimiento insoportable.
Comencé a reír, aunque no pude hacerlo mucho rato. Me dolía.
—Saca la pierna —dijo ella— y dime por qué te ríes.
—Pobre Giles —dije—. Esto es lo que él quería. Sólo que tú no se lo hiciste.
—Porque era idea suya. Esta en cambio es idea mía. Eso marca una diferencia.
—Feminista —dije.
—También: lo suyo era sexual y esto es hacer de niñera.
—¿Eres una niñera? —pregunté. Durante un minuto creo que no pude recordar quién era ella.
—No —dijo—, pero soy madre.
—¿Sí? ¿Y soy yo un niño? No lo soy, lo sabes muy bien.
—¡Por favor! ¿Dónde tienes los pijamas?
Se lo dije y forcejeó para meterme en uno de ellos después de acicalarme con desodorante (insistí en ese punto), y luego me condujo a la cama y, muchacho, ¡qué maravilla! Mejor que el sexo. Si un millón de chicas, una tras otra, me hubieran preguntado justamente en aquel momento: «¿Qué prefieres, Darius, irte a la cama conmigo o acostarte solo?». Yo habría contestado: «Acostarme solo» un millón de veces.
Luego, Sarah me preparó leche caliente y después me palpó la cabeza muy delicadamente, aunque no tan delicadamente que no me doliera cuando pasó los dedos por encima de un chichón como una bola de billar que emergía de mi cráneo.
—No puedo decirte si tienes la cabeza rota o no —dijo.
—No está rota —dije—. Si estuviera rota, estaría en coma.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, no está rota.
—Tienes una contusión.
—Claro, pero nada se puede hacer con una contusión salvo dormir. Déjame dormir. Estaré de maravilla mañana por la mañana.
—Puedes tener un derrame interno. Creo que debo llamar a un médico.
—No —dije—. Ningún médico querrá venir de todos modos. Déjame dormir. Vuelve mañana por la mañana y si no te abro la puerta, entonces pide una ambulancia.
—Oh, no seas tarugo —dijo, y se acercó una silla con brazos y se sentó en ella.
—No puedes quedarte aquí toda la noche.
—¿Cómo vas a impedírmelo?
Gruñí y después de eso no recuerdo nada de cuanto ocurrió. Creo que hablé. No recuerdo haber hablado sobre el asesinato de Giles, aunque pude haberlo hecho. Me parece que hablé mucho sobre Asimov. Sólo Dios sabe lo que dije, pero me parece recordar que dije que debería existir una ley contra cualquiera que tuviera tan pocos problemas al escribir[39].
Y luego me deslicé en el sueño y eso fue todo. No tuve sueños que pueda recordar. ¡Nada de nada! Incluso podría decirse que estaba muerto.