Capítulo 9
ANTHONY MARSOGLIANI, 1:50 de la tarde
Entró un hombre alto y gordo. Era un poco más alto que Strong y un poco más ancho. Tenía una considerable panza, una nariz grande, y un oscuro rastro de barba en la roja faz. Le colgaba de la boca un puro a medio consumir, apagado y terriblemente pestilente.
Dijo con voz entre bajo y barítono:
—¿Dónde está el cuerpo, Strong?
Strong indicó con el pulgar por encima del hombro.
—En el baño, patrón.
Marsogliani (con el tiempo supe cómo se decía su nombre) se coló en el cuarto de baño, salió al cabo de medio minuto y me dijo:
—¿Es usted el tío que encontró el cuerpo?
—Sí, yo soy el tío.
Echó un vistazo a la habitación con lo que me pareció un ojo práctico. Su mirada recayó sobre la silla de brazos con las ropas encima y me pareció que estaba, a punto de encaminarse hacia ella.
—No toque nada —dije con apremio.
Volvió lentamente la cabeza y me miró.
—No voy a tocar nada. Voy a llamar a la policía —tras haberse quitado el puro de la boca para hablar, lo volvió a su sitio.
—Perfecto —dije—. Llame a la policía. Dígales que hay aquí un hombre asesinado.
Había pensado en un crimen desde el minuto en que encontré el cadáver y me había estado preguntando si llegaría a ser capaz de anunciarlo. Ahora lo había hecho y sin ninguna dificultad.
—¿Asesinado?
Marsogliani, que se había acercado al teléfono, se detuvo, se giró y me miró fríamente. Su apariencia de conjunto, su vulgar traje oscuro tocado con chaleco, su puro apagado, le conferían las cualidades del estereotipado «abogado hortera». Su mirada, empero, no casaba con ese canon.
—¿Lo mató usted? —dijo imperturbablemente.
—No. Lo encontré exactamente tal y como usted lo ha visto. Pero no murió en la bañera. Murió con la ropa puesta. Es una hipótesis.
Strong pareció a ponto de brotar de su propia piel cuando acabé de decir esto, pero a su jefe no se le alteró ni la mota de un cabello.
—¿Por qué se lo imagina así?
—Conocía al hombre asesinado, Giles Devore —dije—, lo conocía bien. Conviví con él durante un tiempo. He estado presente cuando iba a tomar una ducha o cuando se desnudaba por lo menos cincuenta veces. Siempre doblaba sus ropas. Las colgaba en perchas. Estiraba sus calcetines y los doblaba varias veces. Jamás los arrojaba por ahí de esa manera. Cuando entré en esta habitación y vi el panorama, pensé que me había equivocado de sitio.
—Pero las ropas están desperdigadas. ¿Cómo se lo explica?
—Fue asesinado. El porqué, lo ignoro. El asesino lo desvistió, luego desperdigó las ropas, pensando que daría la sensación de que Giles había ido a ducharse…
—Así pues, el asesino no era alguien que conocía los hábitos de este hombre.
—En efecto, no los conocía —dije—. Luego lo arrastró hasta el baño…
Marsogliani prosiguió la reconstrucción:
—… dejó caer concienzudamente su cabeza contra los grifos, lo enjabonó un poco, le quitó el jabón, arrancó un poco la cortina y se largó.
—Sí —dije.
—Y todo porque sus ropas están esparcidas.
—Sí —repetí.
Marsogliani me contempló desde cada lado de su gran nariz.
—El muerto es escritor, creo saber. ¿Lo es usted también?
—Sí —dije por tercera vez.
—¿Escribe usted relatos policíacos?
(Pronunció «puliciacos», pero no estaba para corregir particularidades lingüísticas).
Me sentí aliviado al ser capaz de decir:
—No —haciéndolo con énfasis.
—Pero ha leído algunas, ¿no?
—A veces.
—Bien. Mire, pues. La vida no es como un relato policíaco. En ellos las personas siempre hacen lo mismo. Entonces, cuando algún pequeño detalle se sale de madre, algún chico listo y aprendiz de detective hace grandes deducciones. En la vida real, la gente no hace siempre las mismas cosas. Hacen cosas variadas en variadas ocasiones. En la vida real, la gente está como un choto.
Se dirigió otra vez hacia el teléfono.
—Voy a llamar ahora a la policía. En lo que a mí respecta, se trata de un accidente, pero que sea un accidente o un asesinato no es de mi incumbencia. Me limitaré a llamar a la policía y que ella decida. Si usted quiere decirles que es un crimen, hágalo, pero si lo hace, señor mío, recuerde tan sólo que usted descubrió el cadáver, que usted tenía la llave, así lo dijo Strong, y que quizá usted tuviera un motivo. Piénselo dos veces.
Su mano estaba sobre el teléfono y yo puse la mía sobre la suya. La mía era la mitad de la suya en tamaño y no se me ocurrió que estuviera muy preocupado por mí, pero dijo:
—¿Y bien?
—Usted no quiere que se trate de un asesinato, ¿cierto? —Dije—. ¿Mala publicidad?
—Si es un asesinato, es un asesinato —dijo—. Pero no quiero que nadie llore que es un asesinato si no lo es. Nada tiene que ver con la publicidad. A la policía no le gustará tampoco.
Y alzó el auricular como si mi mano no hubiera surtido el menor peso sobre la suya; aguardó un momento y dijo:
—Marque el 911, Myrtle.
Aguardé hasta que hubo acabado y dije:
—Hay heroína en esta habitación.
Lo que quería era impresionarlo porque estaba enfadado con el tipo; por un minuto pensé que había dado en el blanco porque sus párpados se alzaron y sus ojos parecieron removerse. Pero cuando habló, lo hizo con tenaz indiferencia.
—¿Dónde?
—Sobre el escritorio. Justo al lado de donde puse la llave. Parece como si fueran polvos de talco, pero uno de mis libros tocó el tema de la cultura de la droga y estoy al tanto de lo que hay que saber sobre la heroína. Lo que pensé que eran polvos de talco tenía un sabor arenoso y amargo y apuesto ocho contra cinco a que es heroína.
—Ocho contra cinco, ¿eh? —Caminó hacia el escritorio y dijo—: Ni siquiera veo el polvo de talco. Venga e indíquemelo.
Medio corrí hacia el escritorio. Estaba limpio.
Dijo Marsogliani:
—¿Me está diciendo que el muerto era un adicto?
—No, en la medida que lo conozco —murmuré.
—No tenía marcas de aguja en el cuerpo; al menos no en una parte visible de su cuerpo. La policía estará en mejores condiciones de afirmarlo cuando le hagan la autopsia. Sin embargo, señor, si usted les dice que vio heroína y no la hay, no encuentro palabras para describirle la cantidad de problemas con que se topará. No voy a decirles nada sobre la heroína porque no la he visto; y no voy a decirles que usted dijo nada sobre la heroína porque me traen sin cuidado las cosas que usted me diga. Empero, usted estará allí y si quiere decirles lo que sea, será problema suyo. Asunto suyo y de nadie más.