Capítulo 3

MARTIN WALTERS, 12:10 de la mañana

Serían poco después de las doce cuando llegué hasta la sala de banquetes y encontré las puertas cerradas con una nota que decía que se abriría a las doce y media. Era ésa la hora exacta en que comenzaba, así pues, ignoro por qué me quedé sorprendido. Cada diez segundos, grupos de dos o tres se acercaban a la puerta, murmuraban algo rápidamente con cualquier camarero y se largaban con aspecto de disgusto y consternación.

Un joven de unos veintidós años (digo yo), se me acercó y, supongo, impresionado por mi actitud distanciadamente superior (como si yo supiera demasiado sobre el intentar entrar por una puerta que no podía traspasar), me preguntó si era camarero.

Me confesé culpable de su frustración y quiso saber mi nombre.

—Darius Just —dije.

Pareció desconcertado, pero yo sabía muy bien lo que había tras su máscara facial. Se estaba preguntando qué podía decirme que fuera cortés y elegante y no diera la impresión de ignorar quién era yo y qué había escrito. Suspiré inaudiblemente.

Fue Martin Walters quien me rescató, detalle por el que olvidé lo del día anterior.

—¡Darius! —llamó y me hizo enérgicos gestos para que me reuniera con él.

Así lo hice y me dijo:

—¿Qué haces aquí con los civiles? Vente con la oficialidad al cóctel.

—¿Qué cóctel?

—Este cóctel de aquí.

Yo había seguido a Martin hasta una pequeña sala a cierta distancia del salón de banquetes y allí… Martin consiguió bebida antes de tener yo tiempo para respirar.

Agrupados en corrillos, cerca de cien personas charlaban entre sí, manteniéndose a una respetuosa distancia, con el corrillo más numeroso, de Douglas Fairbanks, Jr. Miré a ver si Shirley se encontraba por allí y cuando vi que no estaba supe que no estaría en ningún lugar de la sala. Probablemente llegaría demasiado tarde para otra cosa que comer y decidí que había hecho bien no diciéndole que o perdía su oportunidad de tocar a su héroe o se convertiría en algo demasiado miserable para tocarme más tarde a mí.

Anita Loos, la de Los caballeros las prefieren rubias, y Cathleen Nesbit, que había hecho de duquesa viuda en al menos cincuenta películas, también estaban por allí. Ambas sonrientes, ancianas y de aspecto feliz.

Asimov, que estaba siendo presentado, también se encontraba allí. Alargó su mano a Anita Loos con fatua sonrisa y dijo:

—Siempre he deseado jugar a las cartas con usted y Howard Fast[17], miss Loos, pues en ese caso jugaría Fast y Loos[18].

Ella lo miró intrigada y yo me alejé rápidamente. No quería ser presentado después de aquello, me sentía incapaz de superar tamaña superimbecilidad[19].

Entonces se me ocurrió que puesto que Asimov estaba allí, Giles Devore podría encontrarse también allí. Al menos debía haber acabado sus firmas hacía una hora.

Miré de nuevo a mi alrededor y Martin Walters, recordando mi pregunta de la tarde anterior (así lo supongo, pues la otra alternativa es la telepatía), torció la cabeza, me enfocó con la mirada que traspasaba sus gafas de pinza y dijo:

—¿Buscando a Devore otra vez?

—Pensé que podía estar por aquí —dije.

—Pues yo no lo creo así. Probablemente salió a alguna parte a desahogar su cabreo. Ese hombre no es un profesional. Lo comprobé de nuevo esta mañana.

—¿Qué ocurrió, Martin?

—Armó un alboroto gratuito durante las firmas. Ignoro de qué se trataba. Yo estaba en la sala charlando con el personal de Hércules Books y todo cuanto supe es que las firmas se detuvieron en seco. Nellie… ¿Conoces a Nellie Griswold, de la Hércules?

Me lo pensé un momento.

—Quizá de vista. El nombre no me suena.

—Si la conoces de vista, ya tienes bastante. Alta y muy… —Sus manos realizaron en el aire las apropiadas curvas, lo que le resultó más fácil ahora puesto que había reducido su bebida a un esqueleto de hielo. Miré a mi alrededor, no fuera que alguien se estuviera quedando con la gesticulación tan terriblemente obscena—. Es una chica preciosa.

—Te creo. Conozco cantidad de chicas siluetables que se las arreglan para ser preciosas también. ¿Qué pasa con ella?

—Ah, te refieres a ese chiflado de Devore. Ella tenía que llevarle alguna cosa. Fue espantoso. Puso la sordina al espectáculo. Habría hecho mejor el condenado loco en no estampar ninguna firma con tal de haber evitado aquello. No parecía borracho, pero algo había en él que no marchaba.

Hice un rutinario ruido de deprecación. Debo admitir que no estaba ni terriblemente sorprendido ni siquiera interesado. Devore había estado desplegando su temperamento y había llegado a ser insoportable. Tanto peor para aquellos que tenían que negociar con él, porque lo que es conmigo, nunca más pecar (lo juro solemnemente).

Martin dejó su vaso vacío sobre una mesa y dijo:

—Comprendo que te pelearas con él la noche pasada, Darius. Me alegré de oírlo. ¿Supones que pudo tener que ver con el altercado de hoy?

Si esperaba que le contara algún chismorreo, iba apañado.

—Por supuesto que no —dije rápidamente—. Acabamos como buenos compañeros.

Me resulta increíble, ahora que vuelvo la cabeza atrás, que pudiera escuchar la referencia de Martin sobre el tenebroso espectáculo de Giles, que le hablara brevemente de lo de la noche anterior y que todavía no captara yo la onda. Aunque por entonces, claro, ya era cuarenta y cinco o cincuenta minutos demasiado tarde.