Capítulo 7

GILES DEVORE, 1:30 de la tarde

Me detuve ante la puerta señalada como 1511 y puesto que ningún moro habitaba la costa del pasillo ni, principalmente, ninguno ante quien tuviera que representar un drama banal de brío y resolución, pegué el oído a la puerta durante unos segundos. Tal vez escuchara que hablaba con cualquiera, ya que, cosa natural, no iba a cabrearse ante testigos (pensamiento ávido el mío), lo que me daría ocasión para largarme rápidamente. O quizá estuviera dando un pequeño paseo por su alcoba, a tenor de cuyos pasos yo podría adivinar si estaba tranquilo o no.

Sin embargo, no oí ninguna de ambas cosas, por lo qué golpeé la puerta, a lo que no hubo respuesta; ningún ruido de pasos dirigiéndose hacía la puerta; de hecho, ningún ruido de ninguna clase.

Llamé de nuevo. Nada.

Empleé unos cuantos minutos más intentando conjeturar el significado de aquello… sólo para demorar una confrontación que no deseaba.

Quizá había acudido al almuerzo, en cuyo caso podía usar la llave, dejar el paquete y la llave sobre el buró y jurar ante el cadáver de mi santa madre que lo había dejado allí la noche anterior. Podía decirle que si no lo había visto era porque estaba ciego, o borracho, o porque había abusado de su peculiar idiotez. ¿Qué podía replicarme?

¡Pero no! No podía haber estado en el almuerzo, pues de haber sido así me habría buscado y capturado, y se habría plantado amenazadoramente junto a mi asiento frente a la mesa con cara de pesadilla y me habría espetado con voz entrecortada, con cierta rabia controlada y autodesprecio. «¿Qué hiciste con mi paquete, Darius?». (Lo conocía tan bien que podía oír la entonación precisa de cada sílaba que penetraba por mis oídos). La chiquitaja, Sarah Vostokev —oh, cielos, recuerdo su nombre— había dado conmigo, de modo que también él podía.

Claro, podía estar en cualquier otra parte del hotel, o fuera, para el caso es lo mismo. Incluso podía haberse quedado hecho un calzonazos por lo que le ocurrió durante las firmas, y en consecuencia haber corrido a su habitación, cogido sus pertenencias, salido del hotel y haberse largado a Nueva Jersey.

En tal caso, cuando abriera la puerta nada encontraría aparte de una cama deshecha y toallas húmedas en el baño. En tal caso, me dirigiría a cualquier parte donde pudiera escribir una nota, embalar el paquete, ponerle la dirección y expedirlo por correo, junto con un contrito pésame por la muerte de mi memoria, tras lo cual me dejaría caer por la sala de exposiciones y contemplaría a Shirley estampar su nombre. Con suerte, no vería a Giles durante algunos meses y para entonces ya se habría enfriado lo suficiente, quedando apenas un leve recuerdo del hecho cuando volviéramos a encontrarnos… ¡Leve recuerdo que me deleitaba por anticipado!

Así pues, hice uso de la llave y abrí la puerta, atravesé el umbral y me quedé atónito. La habitación no estaba vacía; a las claras se veía que estaba ocupada. Había una camisa arrojada desdeñosamente sobre el respaldo de una silla y un par de pantalones sobre un brazo con la pretina barriendo el suelo. En el suelo se veían también dos calcetines, próximos aunque no encima de dos zapatos, como si alguien los hubiera arrojado contra los zapatos y fallado. Sobre el otro brazo de la silla podían verse una camiseta y unos calzoncillos y una corbata sobresaliendo bajo la camiseta.

No podía ser la habitación de Giles, así que miré la llave. Era absurdo. La llave había abierto la puerta, ¿no? ¿Podía Giles poseer dos llaves diferentes, habiéndole dado la equivocada algún botones y entregándomela luego él a mí, por algún error?

No, era ridículo. La delgada cartera sobre el escritorio era suya. La habría reconocido aun sin las iniciales G. D. sobre ella. Además, había también una de sus desvencijadas plumas con monograma.

Cerré la puerta tras de mí, eché la llave, caminé hasta el centro de la habitación y permanecí allí desconcertado. Todo era un laberinto para mí, una incongruencia. La habitación era la de Giles, puesto que allí estaban su cartera, su pluma y posiblemente le pertenecían también las ropas. Sin embargo, podían no ser las suyas.

Lo que había que hacer era dejar la llave y el paquete, encogerme de hombros ante la incongruencia y largarme. Coloqué ambos objetos sobre la mesa escritorio y me quedé mirando la pluma que allí había. Al lado podía ver una fina película de polvo de talco con algo que parecía ser señales de dedos, como si alguien hubiera intentado limpiarlo. Automáticamente y sin pensarlo, puse un dedo sobre el polvo. Lo lamenté casi al instante y me llevé el dedo a la nariz para ver si había dejado yo algún olor indeseable encima.

No lo había, aunque había estado toqueteando huesos de pollo. Instintivamente, lamí el dedo con su sabor a pollo y me quedé de piedra.

¡Santo Dios! ¡Era imposible!

Me senté en una de las sillas —no sobre la que estaban desparramadas las ropas— y contemplé las prendas de vestir y luego mi dedo. A mi derecha estaba la mesa con la pluma, la cartera, la llave y el paquete, y automáticamente alcancé la pluma, aun teniendo que levantarme de la silla para hacerlo. Un escritor coge una pluma para estimular su proceso de pensamiento, al igual que un no-escritor puede rascarse la cabeza, aun cuando la pluma no sirva sino para ser meneada ociosamente. Tuve cuidado, sin embargo, de no tocar el polvo de talco.

No tenía más intención que manosear la pluma, pero sobre el escritorio estaba también el bloc del hotel, de modo que lo cogí no menos automáticamente. Con papel y pluma en la mano no tenía más remedio que escribir algo, y dibujé un amplio y firme interrogante y luego diversas líneas que brotaban desde él en todas direcciones. La pluma estaba seca y no tenía sino un poco de tinta que se había escurrido hasta la plumilla mientras permaneció insensible.

Lo que la interrogante quería decir era sólo esto: ¿Cómo las ropas de Giles —asumiendo que pertenecieran a Giles— habían llegado a desparramarse de aquella manera? No era capaz de imaginar la urgencia que habría hecho necesario tal desorden, ni siquiera los achuchones de una incontenible diarrea. Aunque en tal caso, uno corre al baño y se baja los pantalones y los calzoncillos; no necesita desnudarse.

Lo que me recordó que no había mirado en el baño. Sin duda, si se encontraba en el baño, me había oído entrar, y si el ruido de la ducha o del depósito de agua de la cisterna lo habían amortiguado, era cosa que yo había tenido que oír.

Escuché atentamente, la oreja orientada hacia el baño, pero nada oí. Oí el tráfico de la ciudad, y pasos en el pasillo —no muy ruidosos— que parecieron detenerse frente a la puerta, o cerca de ella. Por un momento, esperé el ruido de una llave que se desliza en la cerradura y ver entrar a Giles, pero no ocurrió así; entonces, los pasos, o tal vez otros pasos, volvieron a oírse y desaparecieron. En la habitación propiamente dicha no había nada que oír.

No obstante, habiendo pensado en el baño, me pareció lógico echar un vistazo en él. Tal vez hubiera allí algo que explicara la incongruencia de la habitación. Me dirigí hacia la puerta del baño, que estaba levemente entreabierta, y la empujé.

Allí estaba Giles, sonriéndome silenciosamente, metido en la bañera, una pierna sobre el borde, la cabeza acunada contra el metal de los grifos, en apariencia bastante, bastante desnudo, y, también en apariencia, bastante, bastante muerto.

Aunque he gastado mucho tiempo intentando describir lo que vi y lo que pensé desde que penetré en la habitación, no duró tanto el hecho de ver y de pensar como el de describir. Dudo que permaneciera más de tres minutos sin saber qué hacer en la habitación antes de encaminarme hacia el baño.

Eran las dos menos veintisiete minutos del Día de los Caídos, 26 de mayo de 1975, cuando descubrí el cuerpo de Giles. No consulté el reloj en aquel preciso momento, pues en mi mente no había lugar para nada que no fuera absorbido por la vista, aunque lo hice un par de minutos después. No pude equivocarme en más de un minuto.

¿Cómo supe que estaba muerto? Desde el punto de vista médico, no lo sabía. No hice nada por tornarle el pulso o probar con un espejo el aliento. Ni siquiera comprobé si el cuerpo estaba frío o no. Quizá algún otro hubiera tenido la entereza de hacer tales cosas, pero yo no la tuve. Era el primer cadáver que veía sin previo aviso y me dejó preso de la inmovilidad y la ausencia de pensamiento. Durante un minuto me pareció que mi corazón ya no latía. No recuerdo si grité o lancé algún sonido, porque mis cuerdas vocales debían estar paralizadas; aunque en seguida tragué aire por vez primera, entrecortada por cierto, segundos después lo solté y de nuevo alcancé el dominio de mí mismo… muy agitadamente.

Sin embargo, ninguna duda poblaba mi mente, ni una molécula, ni un átomo, respecto de la certeza de su mente. La pétrea inmovilidad del cuerpo, los ojos abiertos mirándome derechamente con vidriosidad y fijeza propias del que no ve, los labios torcidos en una inalterable mueca que no podía calificarse propiamente de sonrisa. Si hubiera visto con anterioridad algún ser humano muerto, habría sabido que lo que veía era un cuerpo del que se había despedido la vida.

Detalles adicionales bailotearon en mi cerebro durante lo que me pareció un largo período de tiempo y que sin duda no fueron sino segundos. La pierna —la pierna izquierda— colocada sobre el borde de la bañera, era muy peluda y los pelos se encontraban en parte pegados a la piel como si la pierna se hubiera mojado muy recientemente. La misma bañera mostraba rastros de humedad.

La cortina de la ducha estaba parcialmente desprendida pero ninguna mano muerta la estaba sujetando. Uno de los brazos de Giles corría plenamente extendido sobre el piso del baño, mientras que el otro permanecía cruzado sobre su pecho. La cortina, por su parte, colgaba sobre la ingle como si protegiera la pudicia del cadáver. El único pensamiento nítido que puedo recordar de aquel largo y tenso instante concierne al irracional alivio producido por los genitales ocultos de Giles.

Recuperé la respiración, sentí que el corazón me impelía a cumplir mi deber y salí nerviosamente del baño. Debería en teoría haber informado del hecho en aquel momento, pero el caso es que no podía. Tenía que sentarme… o desplomarme. Lo hice sobre la silla desde la que momentos antes había permanecido atento a los posibles ruidos del baño.

Durante medio minuto seguí luchando por recuperar el control. Consulté mi reloj y vi que eran las dos menos veinticinco. Era un «Accutron» y sabía que coincidía con la hora oficial con un margen de error de diez segundos. Pensé, incongruentemente, que Douglas Fairbanks, Jr., estaba a punto de ponerse a hablar y que yo no debía faltar. En la desorientación del momento, se me ocurrió que también podía perderme el encuentro con Shirley.

Por último, me dirigí a la cama, me senté y alcancé el teléfono. Era uno de esos teléfonos con todos los agujeros del disco señalados con iniciales y con combinaciones para esto y aquello. No tenía tiempo ni tampoco ganas de ponerme a descifrar el código. Marqué a la centralilla y siguió la usual espera enloquecedora antes de que la musical voz femenina dijera:

—Central. ¿En qué puedo servirle?

Tan enteramente como me cupo, dije:

—Operadora, llamo para informar que hay un hombre muerto en esta habitación.

Le di tiempo. No hubo ni gritos ni exclamaciones, sino una insonora calma.

—¿Cuál es el número de su habitación, por favor?

—Habitación 1511 —contesté.

—Un momento —dijo. Fue realmente un momento. Debió hacer alguna señal que evitara cualquier pérdida de tiempo.

Una voz masculina dijo en el auricular:

—Aquí Jonathan Turbeville, ayudante de dirección. ¿Qué ocurre, por favor?

—Esta es la habitación 1511 y lo que ocurre es que hay un hombre muerto en el cuarto de baño.

El nombre de la persona registrada para la habitación citada debió haberle sido pasado, porque en seguida dijo:

—¿Habla Giles Devore?

—No, señor —dije—. Giles Devore no volverá a hablar nunca más. Él es el hombre muerto.

No me hizo ninguna otra pregunta.

—Por favor, permanezca donde está, señor. En menos de cinco minutos estará un hombre con usted.

Colgué y esperé. Con dificultad, recuperé el don del pensamiento.