LA ANESTESIA
El invento de la anestesia no se debe a un director sueco de cine de «arte y ensayo», como algún malintencionado colega dejó caer por ahí, basándose en los efectos soporíferos que tienen sus filmes. Lo cierto es que fue el químico inglés sir Humphry Davy quien hizo un curioso descubrimiento allá por el siglo XVIII que resultaría crucial para la consecución de este importante invento.
Este hombre tenía un problema y una lucha con los gases (y no nos referimos a la aerofagia). Su pasión era el estudio de estos, y más concretamente del protóxido de nitrógeno, que era uno de sus preferidos para la cosa de la investigación. Un buen día, cuando estaba enredando con él, se dio cuenta de que este gas aparentemente tontorrón tenía la propiedad de suprimir el dolor. Evidentemente, tal descubrimiento debió de hacerlo en un momento en el que le dolía algo, porque si no, ¿cómo podría haber advertido ese efecto?
No se sabe a ciencia cierta lo que sucedió después, pero el caso es que pasó algún tiempo hasta que un dentista norteamericano llamado Horacio Wells, de Connecticut (1815-1848), dio un paso más en la investigación para la supresión del dolor.
Tenía este Horacio un ilustre colega, el doctor Gardner Q. Colton, que siempre se mostraba animoso y colaborador a la hora de hacer pruebas, y ambos decidieron experimentar con cierto gas del que ya se sabía algo. Hablamos del protóxido de nitrógeno, claro. Para ello se les ocurrió montar una velada a la que iban a invitar a unos «conejitos» (nada que ver con los espectaculares «pibones» del Playboy). En realidad, acordaron convocar a unos amigos y familiares para que hicieran de «conejitos de indias». Allí estaban todos reunidos en el laboratorio, y el primer voluntario para hacer de «cobaya» fue un tal Cooley, asistente del doctor Colton. Se trataba de comprobar los efectos hilarantes de dicho gas, y la expectación de los congregados crecía por momentos. Horacio Wells procedió a aplicar el protóxido de nitrógeno a Cooley y este se desplomó, propinándose tal porrazo contra el suelo que sus piernas resultaron seriamente lastimadas. Los asistentes quedaron horrorizados al principio y asombrados después, cuando el asistente afirmó que no había sentido el menor dolor con el golpe.
Subidito con el éxito, Wells propuso al dócil ayudante repetir la prueba, pero esta vez dejándose propinar un fuerte puntapié en sus genitales. A esto ya no accedió Cooley, no por miedo al dolor, sino a las consecuencias que pudieran «colear».
Dada la negativa, Wells insistió y preguntó a los concurrentes si había entre ellos alguien con algún problema en la dentadura, porque estaba dispuesto a solucionárselo indolora y gratuitamente. Al ver el lastimoso estado en el que habían quedado las piernas del sufrido Cooley, todos declinaron la invitación del doctor pretextando que tenían una dentadura sanísima.
Wells, que no había quedado del todo satisfecho con la demostración, se sometió él mismo a la prueba y pidió a su colega, el doctor Colton, que le extrajera un diente que casualmente tenía con una caries. Este le hizo inhalar el gas y al principio tuvo dificultades, porque provocaba la risa, pero después realizó la extracción sin que el paciente sintiera dolor alguno. Entonces la risa se extendió entre los asistentes mientras contemplaban la boca mellada de Wells celebrando el éxito de la demostración. Aquello era el comienzo de una página fundamental para la cirugía odontológica. Otras muy importantes siguieron a esta, porque el propio Wells más tarde, entusiasmado con el tema, se dedicó al estudio de las propiedades del éter sulfúrico, basándose fundamentalmente en investigaciones que previamente había realizado el doctor Crawford Long.
El 16 de octubre de 1846, un aventajado alumno de Wells llamado Morton, bastante puesto (en el buen sentido) en el asunto del éter, realizó la primera intervención quirúrgica con anestesia y el paciente ni se enteró.
En 1852 la cosa se ponía más animada gracias a un tal Simpson, que no era un personaje de dibujos animados, sino un prestigioso doctor de Edimburgo (de los Simpson de toda la vida). Este hombre empezó a utilizar el cloroformo en sus intervenciones. Bueno, él no, lo aplicaba a sus pacientes y ¡oye, muy bien!, ¡colocón monumental!
En 1885 el cirujano Paul Reches, desafiando a la puritana sociedad médica de la época, no dudó en usar la cocaína como anestesia local, y lo mismo, colocón, colocón. Más tarde se fueron perfeccionando los anestésicos y empezaron a utilizarse el cloruro de etilo, la procaína, el ciclopropano, los barbitúricos y otros combinados químicos. En la actualidad hay sistemas que pueden anestesiar a un paciente durante más de veinticuatro horas, y si no se lo cree, vea el programa de televisión de Manuel Torreiglesias[1] y lo podrá corroborar por sí mismo.


