EL CHICLE
¿Quién sería el primer hombre al que se le ocurrió la peregrina idea de ponerse a masticar goma?
Puede ser que la respuesta esté en Suecia, ya que fue allí donde hace unos años se encontró lo que se considera el chicle más antiguo de la historia, o por lo menos el más remoto del que se tiene conocimiento. Nos estamos refiriendo a un pedazo de resina de abedul de hace más de 9000 años en el que se ve claramente la marca de los dientes de un individuo de la Edad de Piedra.
¿Quién hizo este hallazgo? Lo preguntamos, pero allí todo el mundo se hizo el sueco. Lo cierto es que resulta evidente que desde tiempos inmemoriales el hombre se lleva a la boca cualquier cosa que cae en sus manos mientras su dentadura aguante.
Se sabe que los antiguos griegos, además de un perfil helénico perfecto, poseían unas poderosas mandíbulas porque masticaban con frecuencia ciertas resinas de un árbol a las que llamaban mastic. ¿Lo hacían para fortalecer sus dentaduras o simplemente para chulearse? No está muy claro, tal vez para ambas cosas. Muy posiblemente esta práctica pudiera estar relacionada con la limpieza e higiene bucal, porque, por ejemplo, los aztecas y los mayas utilizaban la savia del zapotillo con fines sanitarios y la masticaban para limpiarse los dientes.
Con la resina de los abetos, los indios norteamericanos obtenían una goma de mascar que también utilizaban para fortalecer sus dientes y para quitarse el gusto de la pipa de la paz, que al parecer amargaba y oscurecía los piños.
El abeto siguió siendo un árbol muy útil y de él se aprovechaba todo, especialmente su resina, ya que muchos años después los primeros colonos ingleses consiguieron una estupenda goma de mascar hecha a base de su resina mezclada con cera de abejas, que tuvo una gran aceptación sobre todo entre el personal masculino.
Las propiedades de esta o de cualquier otra goma de mascar pueden llegar a ser innumerables según los (supuestos) efectos que causan en sus usuarios. La práctica de mascar chicle era muy común entre los soldados que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Fue importado a Europa por los norteamericanos, que afirmaban que combatir la ansiedad y el estrés que producen las dichosas guerras estaba chupado (o más bien mascado en este caso). Aseguraban que resultaba altamente relajante, lo que propició que el consumo proliferara de tal manera que, a mediados del pasado siglo, la resina vegetal se encareciera hasta límites insospechados. Por ello hubo de ser sustituida por otros productos sintéticos derivados del petróleo con los que se obtenía una goma de mascar cuyos costes de producción se reducían considerablemente. El sabor no era exactamente el mismo, pero los productos sintéticos derivados del petróleo es lo que tienen.
Una cosa es la goma de mascar, como goma de mascar en sí misma, sin pretensión de alcanzar la categoría de «chuchería», y otra diferente es lo que conocemos como chicle «golosina». Porque la costumbre de masticar algo gomoso no cabe duda de que viene de tiempos muy lejanos...
En realidad fue a finales del siglo XIX cuando Thomas Adams y su hijo dieron con la fórmula del verdadero chicle. Y lo hicieron de pura chiripa, ya que sus investigaciones iban dirigidas en otro sentido completamente diferente. Ellos estaban detrás de encontrar una sustancia alternativa al caucho destinada a la fabricación de neumáticos. Fue el hijo de Thomas Adams quien al tener terminada la fórmula le dijo a su padre:
—Papá, con esta sustancia aplicada a las ruedas vamos a pinchar, pero creo que como goma de mascar puede que sea lo mejor que se ha hecho desde que apareció en la tierra nuestro tocayo Adán.
Y se pusieron a fabricar chicles como posesos porque enseguida se dieron cuenta de que tenían en sus manos algo que, en muy poco tiempo, todo el mundo querría llevarse a la boca.
La base de aquel chicle o goma de mascar provenía de una resina muy especial del árbol originario de los terrenos tropicales centroamericanos. Ese árbol se llamaba zapotillo o chico zapote y abundaba en el norte de Guatemala y en la península de Yucatán. Dicha resina tenía una calidad gomosa extraordinaria, pero su sabor era asqueroso, obstáculo que supieron salvar los Adams añadiéndole productos edulcorantes y aromatizantes a cascoporro. Y así fue como obtuvieron la primera versión del chicle «moderno», muy similar al que hoy conocemos.
¿Cómo llegó esa resina de un árbol centroamericano al industrial yanqui que la convirtió en chicle? Pues aunque parezca mentira, fue a través, nada menos, que del ilustre don Antonio López de Santa Ana, expresidente de México por aquel entonces. Una vez olvidada su carrera política y militar y exiliado en Estados Unidos, dio a conocer esta resina como algo muy especial.
Hay quien cree que esto no fue así y que el descubrimiento se debe al mismísimo Adams, que cuando estuvo en la península de Yucatán, concretamente en tierras de Quintana Roo, observó cómo los indígenas del lugar, además de hacer el indio, masticaban continuamente algo que resultó ser esa resina. Enseguida tuvo la idea de exportarla a los Estados Unidos, convencido de que también allí eran bastante dados a hacer el indio.
En 1869, Adams consiguió la patente y los permisos para su comercialización y dos años más tarde salían al mercado los auténticos chicles Adams, bajo la siguiente denominación: «Adams New York Gum n.º 1», y bajo el siguiente eslogan: «¡Muerde y estira!».
Era un producto novedoso y original con un agradable sabor a regaliz que hizo las delicias de grandes y pequeños, convirtiéndose en el rey de las golosinas. Unos años más tarde se fabricó una variedad con esencias de fruta denominado tutti-frutti, y ya en 1880 apareció un competidor que puso a la venta un chicle con sabor a menta. Ese hombre era William J. White y su producto se llamaba Yucatán.
En la actualidad hay diversas clases y marcas de gomas de mascar en todo el mundo. Unos hacen globos y otros no, los hay con azúcar y sin ella, en pastillas o en láminas, de todos los colores y sabores, pero lo que no se ha inventado todavía es la fórmula para deshacerse de él cuando se pega al cabello o se nos queda en la suela del zapato. Es entonces cuando se convierte en nuestro compañero más inseparable..., pero también el más odioso.


