LA CERILLA

Si a aquellos cavernícolas de la Edad de Piedra alguien les hubiera mostrado el funcionamiento de una cerilla se hubieran quedado de eso, de piedra, ya que ellos se lo tenían que currar en plan primitivo, frotando palitos para obtener el fuego.

Los romanos utilizaban una especie de estaca con un hongo llamado agárico que al frotarse producía una llama. Seguramente a Nerón estos agáricos le resultaban familiares y atractivos. Este emperador se pirraba por dos cosas: por el fuego y por la poesía. Tras el incendio de Roma se encontraron, medio chamuscados, restos de algunos de sus supuestos poemas. En traducción muy libre, venían a decir algo como esto:

¡Oh, momento sublime y mágico

cuando el poeta la decisión toma

de que prendan mil agáricos

y le metan fuego a Roma!...

... ¡Que los dioses se estremezcan

ante tan bella visión

y que glosen la grandeza

del emperador Nerón!...

... Cantad, romanos conmigo,

que quien mis versos no entone

encontrará un final trágico,

pues quemaré sus co...

con la llama de un agárico.

... Cantad conmigo o haré cuanto digo... (etcétera, etcétera)

Nerón demostró ser un pésimo poeta, pero un excelente pirómano carente de cualquier escrúpulo.

Con la aparición del tabaco en el siglo XVII se empezaron a fabricar unas maderitas que para que prendieran había que mojarlas a menudo en azufre.

Y fue ya en el siglo XIX cuando se dice que la cerilla, tal cual la conocemos ahora, fue inventada por el inglés John Walker, que en lugar de dedicarse a hacer whisky, como su propio nombre indicaba, le dio por la cosa de la cerilla. Y se dice, porque hay otra versión que asegura que el descubrimiento se debe más bien a su criado C. Astor, que lo hizo de una manera fortuita. Al parecer, transportaba por órdenes de su amo un montón de recipientes que contenían mogollón de potasio, cloruro, fósforo blanco, resina y vaya usted a saber cuántas cosas más. El caso es que uno de los tablones del suelo de madera cedió y el sirviente se cayó, quedando desparramado por el suelo el contenido de los recipientes. Al proceder a levantar la madera que se había hundido, el roce de la misma con la mezcla de aquellos productos provocó una intensa llama. Al ver aquel jaleo, su amo al principio se enfadó, pero enseguida se dio cuenta de que allí estaba la clave del invento. Y así, a la chita callando, presentó al mundo las primeras cerillas de madera cuando corría el año 1830. Y el pobre C. Astor, que en realidad fue el que cayó, calló también por orden de mister John Walker.

Por aquellas fechas las cerillas habían tomado cuerpo, pero les faltaba la cabeza, y hete aquí, mire usted por dónde, que dos científicos ponían las suyas (sus cabezas) a pensar para subsanar esta carencia. El francés Charles Sauria y el austriaco Von Roemer, por separado y cada uno a su bola, dan con la solución al complementarla con la parte capital, dotándola de una «cabeza» cuyos componentes eran el fósforo blanco y el clorato de potasa, eliminando el sulfuro de antimonio.

Más tarde, como el fósforo blanco se inflamaba a saco, se decide que a este habría que sustituirlo por el fósforo rojo, una variedad alotrópica del blanco. Pero ¿qué es eso de alotrópica? ¿Qué significa ese palabro?...

Seguramente algún lector lo habrá relacionado con el caribe, pero nada que ver. Alotrópica viene del griego y significa mutación, cambio. La alotropía es la propiedad de algunos elementos químicos (como el fósforo y el azufre) de formar moléculas diversas por su estructura o número de átomos constituyentes, circunstancia que pocos tienen en cuenta a la hora de encender una cerilla. Y es que las cosas no son tan simples como parecen. ¿Se rasca y... ¡hala!?, ¡pues no!

En 1879 los franceses Calien y Seven inventaron un modelo de cerilla cuya cabeza podría hacer llama al frotarla sobre cualquier superficie, siempre que fuera mínimamente rugosa. En la actualidad hay cerillas para todos los gustos: las de seguridad, que no tienen fósforo en la mezcla de la cabeza, pero sí lo llevan en el rascador y solo se encienden si se frotan en él. Las de tirón, que se encienden automáticamente sacándolas con energía de la caja especial que las contienen. Las que tienen cabezas de varios colores, simplemente porque molan más y son más sofisticadas y variopintas. Las especialmente fabricadas «contra viento y marea», que no se apagan aunque sople el siroco porque sus cabezas contienen mucho clorato y bicromato. Y además de todo este muestrario están las bengalas con llama de colores diferentes.

La producción mundial anual de cerillas actualmente es tal que sería prácticamente imposible fabricar una caja que pudiera contenerlas a todas. Ni se ha intentado (lo que nos parece muy bien, porque fabricar una caja tan grande es una tontería bastante importante, que además no sirve para nada de provecho). A pesar de su tamaño insignificante, la cerilla es un objeto tan peligroso y trascendente que con solo una de ellas se podría incendiar todo un bosque. Y ya se sabe, «cuando un bosque se quema... para el constructor hay tema».