LA PÓLVORA

Aunque el origen de la pólvora es dudoso y está por determinar, el invento se ha atribuido (¡cómo no!) a los chinos, que son los que inventan todo este tipo de cosas artificiosas. Y decimos artificiosas porque según algunos documentos ya la empleaban en el siglo I para hacer fuegos de artificio (ellos la llamaban «pólvola»).

Al principio el invento no tuvo aplicación en las armas ni en la guerra, pero a poco que mentes malévolas advirtieron la posible eficacia para dar caña, se empezó a utilizar como elemento propulsor de proyectiles de artillería.

Los árabes fueron los primeros que utilizaron en España la pólvora en plan belicoso en el sitio de Algeciras (1324-1344) cuando luchaban contra Alfonso XI. Sin embargo, los lugareños del pueblo onubense de Niebla aseguran que los árabes (otros, seguramente) la emplearon para defender la ciudad durante el asedio que capitaneó Alfonso X el Sabio casi un siglo antes.

La pólvora, como casi todos los inventos en su etapa primigenia, tenía sus defectos y dejaba bastante que desear. No obstante, es de los descubrimientos que menos han cambiado en esencia a lo largo de los tiempos.

Hoy día, su composición básica es la misma. Sus componentes siguen siendo: salitre, azufre y carbón de agramiza o de sauce. El nombre viene de «polvo», pero no tiene ninguna connotación erótica, como alguno podría pensar, sino que se debe al hecho de que los ingredientes que la componían se empleaban en polvo (aunque, bien mirado, al final el resultado solía joder bastante). Por cierto que, ya metidos en el escabroso terreno de contenido sexual, nadie ha explicado todavía por qué cuando un rumor se extiende rápidamente, se dice que «se ha corrido como la pólvora», ya que no se tienen noticias de que esta tenga propiedades «orgásmico-eyaculatorias».

La atracción por la pólvora la han sentido desde militares a paisanos, pasando por cazadores, mineros, seglares y religiosos. Precisamente estos últimos tienen bastante que ver con su historia y evolución, no en vano en Europa se atribuye la invención de la misma al franciscano inglés Roger Bacon (1214-1294), que además del hábito de su orden tenía el hábito de enredar en el laboratorio con experimentos peligrosos y explosivos. Todo se lo permitían porque no solo era buena gente, sino que también era un sabio, autor del tratado Opus Maius, una obra llena de contenido (por supuesto no explosivo).

De todos modos, en Europa los alemanes también atribuyen el descubrimiento de la pólvora a otro fraile —también franciscano— llamado Berthold Schwarz, que vivió en el siglo XIV. A este santo varón parece que le apasionaba la cosa de la alquimia y era otro de los que preferían los experimentos químicos a los salmos y a los motetes. Y hete aquí que un buen día andaba el hombre enfrascado en la obtención de una tintura capaz de oscurecer el oro (no se sabe por qué), cuando sucedió lo que sucedió..., ¡que demasiado poco ocurrió!

¿Fue chamba, casualidad, mediación divina?... No se sabe muy bien, lo cierto es que el bueno de Schwarz había mezclado en su atanor de alquimista salmuera, azufre, plomo y aceite, y como aquello ni «flush» ni «flash», tuvo la brillante idea de eliminar el plomo y el aceite y sustituirlo por carbón. Al introducir el recipiente en el horno se produjo una explosión que para qué les vamos a contar... El fraile saltó por los aires y, levitando casi en éxtasis, daba gracias al cielo por su descubrimiento.

En el convento empezó a oler a chamusquina y el padre superior corrió hasta el sótano del franciscano alquimista. Al ver el desaguisado preguntó al maltrecho Schwarz qué había sucedido y este, medio carbonizado pero contentísimo, le contestó:

—Padre, lo conseguí..., con esta mezcla se puede proyectar con violencia una piedra a cierta distancia...

A lo que el superior contestó:

—Hijo, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

La respuesta desmoralizó tanto al frailuco que abandonó sus experimentos y se sumió en una depresión porque en la orden le marginaban y le llamaban fray petardo.

Hay muchas clases de pólvora, pero tradicionalmente se clasificaron en lentas y vivas, según el tiempo de desarrollo de las presiones. Dicho tiempo está directamente relacionado con la mezcla, así como con el tamaño de los granos que la componen. Eso así, por encima, para dar unas nociones generales, pero si de verdad están interesados en saber más, dense una vuelta por Valencia en época de Fallas y ya verán como aprenden a toda mecha.