EL CLIP

Como muy bien observara el perspicaz y descriptivo poeta, con la llegada del otoño el viento arranca las hojas muertas de los árboles y va cubriendo el suelo de una dorada alfombra que confiere al paisaje un aire melancólico y romántico. Pero no son solo esas hojas arbóreas las que se van a tomar viento, no..., cualquier corriente de aire puede hacer que los folios o cuartillas sueltas de un importante trabajo que tenemos entre manos vuelen y se desperdiguen en el momento más inoportuno (lo que pasa es que eso no resulta tan poético).

Cuando esto sucede, ¿qué hacer para remediarlo? ¿Cómo mantener el conjunto de hojas agrupadas y ordenadas aunque sople el siroco o la tramontana, pongamos por caso?

Hay diversos sistemas aplicables según la ocasión y los medios de que dispongamos, que no son siempre los idóneos. Por ejemplo, una forma de evitarlo es ir sentándose encima de los papeles una vez concluido el texto. Es eficaz pero tosco, ya que las hojas resultarían arrugadas y quién sabe si hasta inadecuadamente «odorizadas» si el autor es de muelle flojo y tiene tendencia a «palominizar».

Otro sistema es el de utilizar, digamos, un pegamento nasal —es decir, un vulgar moco— para pegar un folio a otro. Esta es una solución de narices pero igualmente poco higiénica y desaconsejable. Hay quien es partidario de utilizar el pisapapeles sin tener en cuenta que, según la ley de Murphy, cuando actúa más y más puñeteramente el viento es justo en el momento en que levantamos el pisapapeles para meter la última hoja, ¡no falla! Vuelan los papeles arriba y abajo y todo lo escrito se va al carajo.

La clásica «grapa» es otra opción a contemplar, pero esta requiere la tenencia de una grapadora, aparato que no siempre encontramos a mano y que para muchos resulta engorroso porque se escacharra con frecuencia. Algunos lo consideran peligroso porque puede incitar al suicidio. Se sabe del caso de un individuo —desequilibrado, sin duda— que se quitó la vida cosiéndose con grapas las fosas nasales y los labios después de haber escrito un tratado llamado ¿Cuánto tiempo puede aguantar una persona sin respirar? El libro fue un fracaso, sin embargo el suicidio resultó exitoso cien por cien.

Bien, disquisiciones aparte, resulta obvio decir que el sistema ideal para resolver el problema que nos ocupa no es otro que el clip.

Pero ¿qué es un clip?... Pues no es más que un adminículo, un cacho de alambre retorcido de tan ingeniosa manera que es capaz de pillar y agrupar folios, cartulinas y todo tipo de papeles, que al fin y al cabo es de lo que se trata.

Esta es su principal función pero tiene muchos otros usos. Nunca un trozo de alambre se utilizó para tantos menesteres...

Un clip puede servirnos además como horquilla para el pelo, como desatascador, como improvisado pirsin o como utensilio para extraer bígaros y caracoles. Manipulado convenientemente, nos puede ser útil a la hora de abrir una cerradura o fabricar un anzuelo de emergencia. Si tenemos muchos, podemos enlazarlos y hacer con ellos collares o cadenas para la cisterna del váter. Hoy también está extendido su uso como herramienta para arreglar la bandeja del DVD bloqueada o para abrir la tapita de la tarjeta SIM del móvil.

El clip es ese utensilio que a pesar de su pequeño tamaño y su sencillez se hace imprescindible en cualquier oficina o lugar de trabajo, y de su verdadera importancia habla el hecho de que en el entorno de Microsoft Office un clip fue el símbolo escogido para el asistente (bastante plomo, por cierto) que aparecía cada dos por tres como Pepito Grillo para dar la tabarra más que para asistir. O que un autor como el gran Henry Petroski le dedicara un importante tratado llamado The Evolution of Useful Things (1992) en el que se recoge documentadamente la historia de la evolución del clip.

Gracias a esta publicación y a otras realizadas por diversos autores podemos conocer algo de su historia. Sobre su invención podríamos enredarnos en una discusión bizantina, porque hay historiadores que mantienen que fue precisamente en Bizancio donde se empieza a utilizar el clip. Parece ser que era de bronce, por lo que resultaba un pelín caro, y solo se usaba para pergaminos y legajos importantes. Pero avancemos en el tiempo. En 1867 el estadounidense Samuel B. Fay patentó un pequeño artilugio parecido a un clip que servía para las etiquetas de las telas. Diez años más tarde, un compatriota suyo, Erlman J. Wright, chupando rueda, fue y patentó el primer objeto expresamente pensado para sujetar papeles y que era bastante parecido a los que hoy conocemos. Y parece que la cosa se puso de moda, ya que durante los años siguientes las demandas y peticiones de patentes eran tantas que no se daba abasto.

Los primeros clips fabricados con alambre retorcido corrieron a cargo de The Gem Manufacturing Company en la década de 1890.

Existe una leyenda urbana que insiste en que la cuna del clip es Noruega, pero ese rumor además de inexacto es absurdo porque ¿para qué necesita un clip una cuna? Lo que pasa es que el noruego Johann Vaaler diseñó una máquina para hacerlos y presentó su invención en una oficina de patentes de Alemania, ya que en esa época no existían en su país. Por cierto que, aunque este Vaaler sí que era noruego, su cuna fue de madera sueca, muy parecida a las que venden hoy en Ikea en el departamento de cunas suecas.

Y por último, vayamos a lo del nombre, ¿por qué se llama a este simpático objeto «clip»? Pues no se sabe, pero lo más probable es que se deba a una onomatopeya. Tal vez su inventor, al hacer la primera demostración, dijera algo así: «Fijaos qué sencillo y que cosa tan tonta, se cogen los papeles, se juntan y con esto se hace clip y, ¡ya está!». Pero en fin, el nombre es lo de menos, lo importante es su gran utilidad. Ese es «el clip de la cuestión».