EL CEPILLO DE DIENTES

Un invento es tan grande como lo sea su utilidad y la importancia de aquello para lo que va a ser aplicado. En este caso hablamos de la higiene bucal, a la que va destinado el cepillo de dientes.

Pero ¿quién fue el inventor de este utensilio?

Ahí está el tema al que no sabemos cómo hincarle el diente. Si le parece al lector, luego hablaremos de ello... Se nos antoja fundamental hablar antes de algo a lo que no le damos la importancia que se merece: la dentadura.

La dentadura es la verdadera reina de nuestro cuerpo, no en vano cada uno de los dientes tiene su propia corona. En torno a ella han surgido verdaderas leyendas urbanas, unas conocidas y otras menos populares. Para ir abriendo boca, vamos a repasar algunas de ellas...

Por ejemplo, ¿sabía usted que la Gioconda sonreía con la boca cerrada porque tenía una halitosis que tiraba de espaldas, piños de chimpancé, y el busto plano como una tabla? (de ahí lo de «Mona Lisa» y lo de su extraña sonrisa).

¡Cuántas veces habremos oído hablar de cómo los tenía de gordos el caballo del Espartero! (sus atributos, no los dientes). Pues su dentadura era un auténtico desastre. Sin embargo, como el caballo era regalado, ningún veterinario osó abrirle los belfos, y parece que así se quedó el pobre equino, con una «piñata» que para qué les vamos a contar.

Está documentado que cuando los cristianos morían en el circo romano devorados por los leones rezaban musitando «entre dientes».

¿Sabía que «la vaca que ríe» todavía tiene los dientes de leche?

Es sabido que los vampiros tienen una relación crucial con las piezas dentales, pues viven de sus característicos colmillos, pero les espantan los dientes de ajo. El doctor Karpatov, especialista en el tema vampiril, revela en un divertido pasaje de su bestseller En la consulta con el vampiro que el conde Drácula de pequeño no tuvo dientes de leche, sino de plasma, y que aunque los colmillos le empezaron a crecer completamente torcidos, se negó a que le hicieran la ortodoncia.

En fin, todas estas leyendas y cientos de ellas más, entre bromas y veras, hablan de la importancia de nuestra dentición y de lo vital que es tener una boca bien amueblada. Si conociéramos más sobre el tema, otro gallo nos cantaría (en el supuesto de que nos tenga que cantar alguno).

El doctor Lacarie, odontólogo «boca-cional» e «indepen-diente», elabora en 1885 una ingeniosa, y sin embargo inútil, clasificación de las diferentes piezas dentarias y la expone de la siguiente manera en la convención de Lausana del mismo año:

Las piezas más provincianas son las paletas.

Las más mordaces, los incisivos.

Los dientes más perros, los caninos.

Las piezas que más molan, las molares.

Las más justas, las muelas del juicio.

Y las que ya son el colmo, en pequeñito, son los colmillos

Y hace una posterior recomendación sobre lo fundamental de la higiene bucal para que la dentadura no se convierta en «denta-blanda» y que el tiempo no haga mella en ella. Ni que decir tiene que sus aportaciones tuvieron una fría acogida.

Bien, pues hechas estas consideraciones preliminares que, justo es decirlo, nos han venido a pedir de boca para enfocar el asunto, es hora de entrar en materia y de contar lo que se sabe sobre el cepillo de dientes, para lo cual nos hemos documentado valiéndonos de un ratón de biblioteca, el ratón Pérez, que es el que más sabe de dientes.

La historia de este simple pero higiénico utensilio es ancestral, ya que desde tiempos remotos el hombre ha sentido verdadera preocupación por sus «piños» y se los ha cuidado dentro de sus posibilidades y conocimientos.

Se sabe que los egipcios además de andar de lado, y de pasarse el día haciendo pirámides y jeroglíficos, daban una importancia capital a la medicina y a todo lo que se refería al cuidado y salud de la boca.

Los dentistas egipcios tenían fama de ser unos excelentes profesionales, a pesar de tener que trabajar siempre como de perfil, tal como muestran las expresiones gráficas de la época. Se han encontrado momias que conservaban todas las piezas dentales y algunos de los cuerpos embalsamados impresionaban porque parecían esbozar una inquietante sonrisa «profidencial».

Desde siempre una dentadura blanca y bien cuidada fue signo de distinción, y para ello, a lo largo de los tiempos, se emplearon todo tipo de prácticas y tratamientos. Se cree que el inventor de la primera pasta de dientes fue el médico latino Escribonio Largo, que, aunque tenía nombre de escritor «enrollado», era un galeno muy preocupado por la higiene bucal. Pero hay autores que mantienen que el tal Escribonio era más cocinero que médico, ya que los ingredientes de aquella «pasta» eran vinagre, sal, miel y cristal machacado (lo del cristal seguramente se le ocurrió cuando se le rompió accidentalmente el matraz donde hacía la mezcla... «¡Lo que no mata, engorda!», debió de pensar). El caso es que aquello se utilizó muchísimo y parece que funcionaba.

Lo de esa mezcla, y sobre todo lo del cristal, puede sonar raro y hasta «repelucoso», pero más reparos cabría ponerle a la práctica que los griegos realizaban para su aseo bucal. Parece ser que a los habitantes de la Hélade les importaba un pito utilizar la orina como dentífrico. Creían firmemente que no existía ningún remedio mejor contra la caries. Ellos comían, hacían pis y se enjuagaban en un pispás. «Si quiere una dentadura fina, enjuáguela con su orina», era el eslogan clásico, pero, lógicamente, escrito en griego, que todavía queda más clásico.

Y ¿qué hay del cepillo?... Bien, el cepillo de dientes en realidad es la derivación perfeccionada de otros artilugios más simples. Los árabes usaban las ramitas finas de una planta llamada areca. Las moldeaban y las dejaban como los actuales palillos de dientes. En algunas tribus de África y Australia el personal sigue usando útiles parecidos para limpiar su dentadura.

Otras civilizaciones fueron fabricando nuevos instrumentos de aseo, como púas de puercoespín y cerdas de otros bicharracos.

Pero el cepillo-cepillo, el cepillo de dientes, tal como lo conocemos hoy, fue un invento del siglo XVII. ¿El nombre del inventor?... ¡Pues vaya usted a saber! En aquel siglo parece que esa profesión (la de inventor) no estaba muy bien vista y la gente inventaba en plan anónimo.

Lo que sí se sabe es que no todo el mundo podía entonces permitirse el lujo de tener un cepillo de dientes, ya que el mango era de marfil y las cerdas naturales, lo que hacía que su uso estuviera reservado exclusivamente a los ricachones. Más tarde, en 1930, aparecieron los primeros cepillos ya fabricados con material plástico, lo que los hacía más económicos y accesibles. Estos serían los verdaderos antecesores de los que hoy utilizamos.

En la actualidad hay cepillos de todas clases, incluso eléctricos, que nos permiten tener una higiene bucodental óptima.

A pesar de que este sencillo utensilio no tiene padre conocido, sí puede presumir de haber llegado hasta la Luna, ya que en 1969 el astronauta Neil Armstrong llevó uno consigo en su misión espacial, y eso es algo que ningún otro cepillo puede decir (más que nada porque los cepillos no hablan..., ni siquiera entre dientes).

Para terminar, como curiosidad diremos que resulta paradójico que siendo el cepillo de dientes un útil para la limpieza e higiene, esté hecho con un montón de cerdas... ¿No da un poco de dentera?