Capítulo 31
«Tal vez Baduction sea un bruto, pero es mi bruto».
Katarina Joelle, recientemente integrada en la manada de perros del infierno
A Katarina se le llenó el estómago de ácido mientras se ponía una camiseta limpia y unos pantalones, apretando la moneda en el puño. Cuando había aparecido aquel hombre de pelo negro, tan bello, Hades, había temido que iba en busca de la moneda, que quería quitársela antes de que ella pudiera utilizarla.
Sin embargo, no lo había hecho.
Ahora, ella tenía que vérselas con él. Tenía que utilizar la moneda, lo cual significaba que tenía que decidir lo que más importaba. Como Baden ya no renegaba de sus bandas, ella podría utilizar la moneda para hacerse inmortal, tal y como él deseaba, para que pudieran tener un futuro juntos. También podría utilizar la moneda para salvar a los perros de una vez, para siempre.
Baden se puso una camiseta negra y unos pantalones de camuflaje, y se ató armas a todo el cuerpo. Después, la agarró de la muñeca y se quedó mirando la mano en la que ella apretaba la moneda.
Le acarició las mejillas y dijo:
–Quiero que seas inmortal.
Su tono de voz era firme, inflexible. El hecho de que no hubiera intentado arrebatarle la moneda demostraba lo mucho que confiaba en ella y lo mucho que la admiraba.
–Lo sé –dijo ella, suavemente.
–Te quiero –respondió Baden–, y necesito tenerte en mi vida. Sin ti, no tengo nada. No soy nada.
«Yo soy su fuerza», pensó ella. Y, al darse cuenta de lo que significaba aquello, abrió mucho los ojos.
–Yo no quiero presionarte, pero sin ti, destruiré el mundo y a todos los que hay en él.
Ella se atragantó con una mezcla de sollozo y risa.
«Érase una vez…».
«Él es mi nueva historia».
El amor podía cambiarlo todo, ¿verdad?
Ella le dio un beso suave, y tuvieron un momento silencioso de comunión.
–Te quiero. Me encanta estar contigo. Pero también quiero a los perros.
En aquel momento, Roar le dio un empujoncito en la pierna.
«Ve a ver a Hades. Vamos todos a ver a Hades».
–No –dijo ella, cabeceando–. No quiero que corráis peligro.
–Imagínate lo que siento yo al pensar en que tú corras peligro –intervino Baden.
Roar lo apartó de ella, para que supiera que no formaba parte de aquella conversación.
«Hades sabe que te seguimos. Él quiere que tú trabajes para él, y no se detendrá ante nada para conseguirlo. No accedas. Nuestros antepasados murieron por liberarse de su yugo. Nosotros no vamos a olvidarnos de su sacrificio y someternos a él».
–¿Fue cruel con ellos antes de matarlos? –preguntó ella. ¿Cuánto dolor y cuánta tristeza les había causado Hades?
«Él culpó a toda mi raza por haber pasado siglos en una prisión».
Así pues, la respuesta era «sí». Hades había sido cruel. Seguramente más de lo que ella podía imaginarse.
–Hades ha cambiado. No es como en el pasado. Yo percibo el bien en él –dijo Baden. Aunque no podía oír lo que decía el perro del infierno, podía deducirlo de las respuestas de Katarina–. En él hay bondad. La he sentido, incluso la he visto.
Y había acabado por tomarle cariño a Hades.
«Tu compañero está cegado por las bandas».
O los perros del infierno estaban cegados por su odio.
«Todos vamos a ir contigo. Acostúmbrate».
–Está bien. Pero tendré que abrazarme a vosotros cuando Baden me teletransporte.
El gesto de Roar dijo «Inténtalo». El perro agitó la cabeza, y le cayeron pulgas muertas del pelaje. Cuando volvieran, lo primero que tenía que hacer sería darle un buen baño a toda la manada.
«Me pregunto cómo van a reaccionar».
«Sé que acabas de conocerme, muchacha, pero seguramente, puedes sentir mi poder. Nunca necesitaremos la ayuda del guerrero».
Estupendo. Lo había ofendido.
–Tenemos que irnos –le dijo Baden, tirando de ella–. Pase lo que pase, acuérdate de que te quiero, de que tú eres mi prioridad, y de que no voy a permitir que nadie te haga daño, ni a ti, ni a los perros.
–Yo también te quiero –le dijo ella.
Apoyó la cabeza en su hombro y, cuando le estaba rodeando la cintura con los brazos, él los teletransportó a los dominios de Hades.
Katarina se dio cuenta de que estaba en la sala del trono del rey. Su aspecto la dejó espantada. Antes de conocer a Baden, tal vez hubiera vomitado al verla. Las paredes estaban llenas de sangre, y a lo lejos, se oían gritos. Había un montón de cadáveres mutilados en un rincón, y olía a azufre. Y el trono en sí… Estaba hecho de huesos humanos, y era una monstruosidad.
Ahora, solo pensó: «Hades debería despedir a su decorador».
El rey estaba sentado en el trono y tenía una expresión de aburrimiento, como si no les hubiera ordenado que acudieran allí. Había un anciano con una túnica a su lado, a la derecha, y cuatro guerreros a su izquierda.
Todos ellos la miraban, evaluándola.
Ella soltó a Baden y les mostró los dedos anulares de ambas manos, bien estirados.
A ellos les divirtió su gesto.
Roar y Werga aparecieron delante de ella, y los guerreros dejaron de reírse.
Hades miró a los perros con la cabeza ladeada.
–Os lo dije.
Los guerreros se quedaron petrificados, con una expresión de reverencia y, tal vez, de horror.
–Suma y sigue –dijo Hades, abriendo los brazos en señal de bienvenida–. Tú eres Katarina Joelle y…
–Es mía –anunció Baden–. Mi mujer.
–Yo soy Hades –continuó el rey, como si no lo hubieran interrumpido–. Estoy seguro de que has oído hablar de mí. Soy el rey del inframundo.
–Querrás decir de este reino –dijo uno de los hombres.
Hades frunció los labios.
–Sí. Los hombres que están a mi izquierda son los reyes de sus propios dominios.
–Bien, ¿y cuál es el más fuerte? –preguntó ella–. Con él es con quien me gustaría hablar.
En aquella ocasión, a Hades no le pareció divertido.
–Eres una chica lista. Siembra la discordia para que nos enfrentemos y tú puedas salir indemne de todo esto. Algún día lucharemos por el título del más fuerte, pero no hoy –dijo Hades, y se puso de pie–. Todavía estamos esperando a…
Hubo un relámpago de luz, y Katarina se dio la vuelta. Allí estaba Pandora. Llevaba un vestido rojo de seda que se adaptaba a sus curvas como una segunda piel. Su pelo negro le caía como una cortina lisa hasta los hombros.
–Excelente –dijo Hades–. Ya estamos todos.
Katarina se dio cuenta de que uno de los reyes miraba a Pandora con un deseo evidente.
Qué interesante.
Ella se volvió a Pandora, que la estaba observando con antagonismo. Aquella mujer la había atacado sin provocación, había luchado con Baden y lo había traicionado, y también había sido su amiga y le había mantenido cuerdo durante los peores años de su vida. Se saludaron la una a la otra con reticencia.
–Lo primero –dijo Hades–: Mi juego. Mis jugadores están empatados. ¿Qué hago?
–Mátalos a los dos –sugirió el más alto de los reyes.
–Dámelos a mí –dijo otro, sin dejar de mirar a Pandora.
Hades bajó de su estrado lentamente. «¿Os habéis dado cuenta del enorme regalo que os he hecho?».
Su voz… Hades le había hablado por telepatía, como los perros del infierno. Y, a juzgar por la confusión de Baden y de Pandora, había hecho lo mismo con ellos.
«No solo una parte de mí, sino una versión diferente de mí. A Baden, el Berserker. A Pandora, el perro del infierno. Sin embargo, aunque os permitiré vivir a los dos, tendréis que luchar por ese privilegio ahora mismo. Quiero que me demostréis quién es el más fuerte y el más valiente. A quien lo sea, le recompensaré».
Le tendió las manos a Katarina.
–Mientras Baden y Pandora pelean, tú y yo vamos a charlar para conocernos mejor.
–No –dijo Baden, colocándose delante de ella–. Ya te he dicho que es mía. No vas a hablar con ella sin que yo esté a su lado.
Hades movió una mano y Baden cayó al suelo de rodillas, donde permaneció.
–Tú vas a luchar contra Pandora, tal y como te he ordenado.
A Katarina se le encogió el corazón. Había pensado que tenía opciones, pero no las tenía. Lo único que podía hacer era confiar en Baden, que le había prometido que protegería a los perros del infierno.
–A mí se me ocurre una idea mejor –anunció–. Vas a liberar a Baden y a Pandora de tu control. Sin hacerles daño ni matarlos.
Hades se echó a reír, como los demás reyes.
–Katarina –dijo Baden, entre dientes–. No…
–Te concederé tu petición –dijo Hades, ignorando a Baden–, si accedes a vivir aquí conmigo, con tus perros del infierno.
A Roar y a Werga se les erizó el pelo del lomo.
–No –dijo ella–. Vas a cumplir mi deseo porque tengo esto –añadió, y le lanzó la moneda con petulancia.
Él la agarró en el aire sin apartar la mirada de ella, y sonrió.
–La has encontrado –dijo.
–Sí.
–Bueno, pues siento decirte que alguien te ha informado mal, querida. Seguramente, porque yo he informado mal a cualquiera que me ha preguntado por la moneda. No te concede lo que tú quieras. Ni siquiera te concede un deseo.
No. Estaba mintiendo. Estaba intentando engañarla.
Baden la agarró de la mano, tiró de ella para que se agachara a su lado y le susurró al oído:
–Los perros te sacarán de aquí y te llevarán a otro lado. Yo lucharé con Pandora y, después, te encontraré.
–No. No te voy a dejar aquí, y no voy a dejar que hagas daño a tu… lo que sea Pandora para ti. Pero tampoco puedo dejar que esclavicen a los perros. No puedo. Ellos preferirían morir.
–Katarina –dijo él–. Voy a ganar, y voy a pedir mi recompensa: la seguridad de los perros.
Sí, pero ¿a qué precio para su alma?
Unos dedos se enredaron en su pelo y tiraron de ella hasta que se puso en pie. Katarina gritó de dolor, y Baden y la bestia rugieron al unísono. Los perros gruñeron.
Ella gruñó y se giró a morderle la mano a Hades. El rey la soltó y se alejó de ella.
Entonces, ella preguntó:
–¿Qué es lo que consigo con la moneda?
Él se frotó la herida que ella le había causado.
–La oportunidad de luchar conmigo y arrebatarme el trono.
A ella se le encogió el estómago. ¿Luchar contra Hades? ¿Cómo iba a ganarlo?
–Ni se te ocurra –gritó Baden–. Si la tocas, te mataré.
Roar y Werga se pusieron junto a Katarina y le rozaron las piernas para llamar su atención. Ella miró hacia abajo, y vio que Roar tenía una mirada de preocupación.
Él frotó la cabeza contra su bíceps y la arañó con los dientes, y ella se mareó.
«Ahora estamos unidos para el resto de nuestra vida», dijo él, con ira. Ella era la que les había metido en aquel lío, y no podían matarla para salir de él.
Werga le empujó el otro brazo con la nariz antes de morderle el músculo. Katarina se mareó aún más… pero el mareo iba acompañado de fuerza. De un poder animal, salvaje. Las puntas de los dedos le quemaron más que nunca. Le brotaron unas garras al final, sin que ella pudiera evitarlo. Se le afilaron tanto los dientes que le cortaron las encías.
–¿Qué ocurre? –preguntó Hades.
–¿Acaban de… unirse a ella? –preguntó uno de los guerreros–. ¿Por voluntad propia?
«Hades intentó obligar a mi raza a vincularse con él antes de matar a todos nuestros ancestros. Entonces, supo que eso no podía forzarse».
Oyó claramente la voz de Roar, como si él hubiera hablado en voz alta.
–Sí, lo han hecho –dijo Hades, sin ninguna emoción–. Bueno, señorita Joelle. Acepto la moneda y su desafío. La dama elige las armas. Si tus perros entran en la lucha, mis aliados decapitarán al instante a Baden. Adoro a este chico, pero he aprendido a priorizar.
¿Iba a luchar contra ella?
No. No tenía ninguna posibilidad de ganar a un monstruo.
–No quiero luchar contra ti.
–Es una pena. Lanzaste el desafío al lanzarme la moneda. Puedes quedarte ahí quieta si quieres. A mí no me importa hacer todo el trabajo.
Bien, así que no tenía escapatoria. Tenía que vencerlo. Los cachorros, además de Roar y Werga, dependían de ella.
–No –gritó Baden, luchando con todas sus fuerzas por ponerse en pie–. Lucha conmigo en su lugar.
–Denegado –dijo Hades. Se quitó la camisa y dejó a la vista filas de músculos cubiertos por unos extraños tatuajes–. Te vas a quedar donde estás, guerrero.
De repente, más y más perros del infierno atravesaron de un salto una cortina invisible y aterrizaron en la sala. Corrieron alrededor de Katarina y la arañaron con los dientes antes de alejarse.
El mareo ya no era ningún problema. Era demasiado fuerte como para que le afectara. Tan fuerte, que no sabía cómo podía contener tanta fuerza en su cuerpo, y no estaba segura de no haberse convertido en Hulk.
–Estoy esperando –le ladró Hades.
¿Acaso tenía celos de su conexión con los perros del infierno?
–Elijo un combate cuerpo a cuerpo, sin armas –dijo ella. No estaba segura de poder agarrar un arma con aquellas zarpas.
–¡No! ¡No! –gritó Baden, sin dejar de forcejear contra las cadenas invisibles que lo inmovilizaban–. No lo hagas, por favor.
Ella dejó de oírlo. Tenía que ignorarlo. Venciendo a Hades, salvaría a sus perros, a Baden y a Pandora.
Estaba tan ahíta de poder que aquella lucha le parecía incluso buena idea.
Avanzó con decisión, y se encontró con Hades en medio de la sala.
–Cuando decidas que has tenido demasiado –dijo él–, solo tienes que someter tu vida a mi dominio, y el dolor terminará. Hasta ese momento…
Hades golpeó.
Baden recordó algo que le había dicho Keeley una vez: «Si tuvieras dos guirnaldas de serpentinas y un inmortal, ¿a cuántos problemas se enfrentará? Oro. Es obvio. Porque el corazón sangra, y los perritos tienen garras».
El problema: una moneda de oro atrapada en un corazón sangrante.
Entonces, pensó en la situación de Pandora. Ella formaba parte de los perros del infierno, como Katarina. Si Pandora estaba vinculada a un perro, hacerle daño a ella le haría daño a Katarina. Tal vez. Probablemente. No estaba seguro de cómo funcionaba aquello. Lo único que sabía era que no quería hacerle daño a su mujer.
Entonces… Hades le dio un puñetazo a Katarina.
Su mujer retrocedió debido a la fuerza del impacto. Baden rugió con todas sus fuerzas.
«Liberarme, teletransportarla a un lugar seguro, matar a Hades».
Mientras luchaba contra la inmovilización del rey, se desencajó los dos hombros y se fracturó varias costillas.
Destrucción estaba frenético, y le ayudaba.
Hades volvió a golpear a Katarina, en aquella ocasión, en la cara. Su bella y delicada Katarina salió despedida al otro lado de la habitación. Sin embargo, cuando aterrizó, aprovechó el impulso con una impresionante agilidad y se colocó a cuatro patas, como un animal.
Le caía la sangre por la mejilla, y Baden volvió a rugir. Sabía que Hades no estaba luchando con todo su poder. No estaba rodeado por las sombras. Sin embargo, no le costaría mucho matar a un ser humano, ni siquiera a un ser humano ayudado por los perros del infierno.
–¿Más? –le preguntó Hades a Katarina.
Sin decir una palabra, ella se arrojó hacia delante y se abalanzó sobre él. Entonces, le mordió el cuello y le arrancó la tráquea. Cuando él caía, ella escupió el cartílago y la sangre al suelo.
Baden se quedó inmóvil. Destrucción se quedó boquiabierto.
¿Su dulce Katarina podía ganar?
En cuanto aterrizó, el cuerpo de Hades se había regenerado. Agarró a Katarina por los tobillos y la hizo caer. Entonces, la agarró del pelo y la lanzó contra la pared. Ella rompió la piedra debido al impacto, y el aire se llenó de polvo. Milagrosamente, Katarina no se detuvo a recuperar el aliento, sino que volvió a abalanzarse sobre Hades y lo mordió entre rugidos.
–¡Sácale los ojos y después muérdele la garganta! –le gritó Baden, con dos voces. La bestia también estaba decidida a salvarla.
Ella le sacó uno de los ojos a Hades antes de que el rey pudiera quitársela de encima. Sin embargo, Katarina volvió por más, y él tuvo que apartarla una y otra vez. Al final, él no pudo librarse de ella, porque ella siempre volvía a morderle y rasgarle los brazos y las piernas, el cuello y la cara. Su ferocidad dejó asombrado a Baden.
–Sométete a mí –le dijo Hades– antes de que decida acabar contigo.
–¡No! –gritó Baden–. No lo hagas.
Los perros del infierno la odiarían, y ella nunca se lo perdonaría a sí misma.
De nuevo, ella gruñó y se abalanzó sobre Hades, y le arrancó la oreja de un mordisco.
Las sombras empezaron a emerger del rey, y Baden supo que iban a destruirla. Ni siquiera los perros podrían defenderla.
–No dejes que las sombras se te acerquen, Rina.
Baden siguió intentando librarse con todas sus fuerzas. Prefería morir a perder a Katarina. Sabía que sufriría eternamente, y prefería dejar de existir.
El amor que sentía por ella lo estaba consumiendo, y su deseo de ayudarla superaba con mucho al vínculo que compartía con Hades. Las bandas de sus brazos empezaron a calentarse… a calentarse… le quemaron la piel, y se hundieron en su carne. Lo marcaron.
¡Dolor! ¡Carne quemada! Salía humo de su cuerpo, pero, finalmente, las bandas desaparecieron y dejaron solo los tatuajes negros, y él comenzó a enfriarse.
De repente, Hades echó hacia atrás la cabeza y rugió hacia el techo, como si acabaran de quitarle un órgano.
Katarina aprovechó su distracción y volvió a desgarrarle la garganta. Hades cayó, las sombras desaparecieron y Baden se arrojó entre los dos combatientes.
Su chica intentó apartarlo de un empujón, sin dejar de morder a Hades, que se puso de pie de un salto con el cuello ya regenerado.
Baden solo pensó en que tenía que terminar con aquello.
–Puede que seas capaz de matarme –le espetó Katarina a Hades– pero voy a llevarte conmigo.
Los dos estaban jadeando, sangrando.
–Dejadlo –dijo Baden, y tomó por la nuca a Katarina para estrecharla contra su costado. Mientras Destrucción maullaba de felicidad por tenerla a su lado otra vez, él le acarició el pelo y le susurró palabras de alabanza.
Ella se relajó contra él.
Los perros se pusieron a ambos lados de la pareja, fulminando a Hades con la mirada, impidiéndole que volviera a atacar a Katarina.
–¿Confías en mí? –le preguntó Baden.
–Sabes que sí –dijo ella.
Alguien tenía que ganar en la guerra con Lucifer, y tenía que ser Hades.
–Si Hades acepta nuestras condiciones, ¿le permitirás vivir?
Él quería matar a aquel hombre, pero aquel día sería mejor tener precaución. Siempre podrían matarlo más tarde.
Ella respiró profundamente y exhaló el aire. Después, asintió.
Baden le besó la frente y se dirigió al rey:
–Ya no estoy bajo tu dominio, pero seguiré siendo tu aliado en la guerra. A cambio, tú no harás daño a Katarina ni a los perros, ni los obligarás a que te ayuden. Si ellos te perdonan lo que ha sucedido hoy, y lo que sucedió en el pasado, te perdonan. Si no, tú sales perdiendo. Ellos tienen la palabra. De otro modo, yo no voy a apoyarte.
Hades miró a Baden con… ¿orgullo?
Y, si aquello le había gustado, lo siguiente iba a gustarle más aún.
–Has luchado contra mi mujer, y voy a castigarte. Ningún vínculo está por encima del que tengo con mi mujer.
–Eh, Baden –le dijo Pandora–. Acuérdate de mí.
Él no podía ayudarla a liberarse de las bandas. Ella tenía que encontrar la fuerza para conseguirlo. Sin embargo, podía darle otra cosa:
–Le darás a Pandora un reino propio.
Era lo que quería, lo que esperaba.
Hades lo dejó asombrado, porque asintió.
–Te concedo lo que has pedido. Tu fuerza ha demostrado tu valor… hijo.
Lo que sucedió después sucedió con mucha rapidez. Katarina notó un sabor metálico en la boca, y recordó como en una nebulosa lo que había hecho. Había atacado salvajemente a Hades y le había mordido, así que no esperaba que él le sonriera.
–Te has ganado la inmortalidad, muchacha. Además, tienes la fuerza necesaria para soportarla. Pippin –dijo, y dio unas palmadas.
El anciano sacó varias piedrecitas de una tablilla de piedra y se las entregó a Hades. A ella le pareció… a ella le pareció que veía a un hombre increíblemente guapo bajo las arrugas. Tal vez se le hubiera aflojado un tornillo durante la pelea.
Las piedrecitas se prendieron y se convirtieron en una ceniza que flotó hasta su cara. Ella no pudo hacer otra cosa que inhalarla.
De repente, se sintió tan mareada que estuvo a punto de caerse, pero Baden la sujetó. Ella gimió, y los perros gimieron con ella, y se tambalearon como si estuvieran borrachos. ¿Se estaban convirtiendo también en inmortales, a través de su vínculo?
–William me va a odiar por esto –dijo Hades–, pero tú, Katarina Joelle, mereces la inmortalidad. Y, sí, puedes quedarte con Baden. De nada.
–Tú no me controlas, kretén, y nunca me controlarás. Pero te agradezco el voto de confianza.
¡Por una vez!
–Ahora se llama Katarina Lord. ¡Reclamo que sea mi esposa! –proclamó Baden.
Tal vez aquello la habría convertido en inmortal, tal y como había ocurrido con Ashlyn y Maddox, pero, seguramente, no. Maddox no era un espíritu esclavizado por unas bandas.
Ni Baden. Ya no.
Él la miró fijamente a los ojos.
–Si tú me quieres.
Ella lo quería con todas sus fuerzas, y su amor era algo tan puro como la nieve recién caída. Nunca habría podido negarlo.
–Sí.
Entonces, él le dedicó una sonrisa radiante, tan brillante, que a ella se le empañaron los ojos.
Hades carraspeó.
–Tú, Katarina Lord, ayudarás a cerrar la herida que yo causé con los perros del infierno hace una eternidad.
«Nunca».
Roar rascó el suelo con las zarpas.
–Lo que les hiciste… –dijo ella.
–No merece la pena mencionarlo –respondió él–. Acabé con sus ancestros después de que ellos mataran a mi… No importa. El pasado es el pasado. Nosotros debemos avanzar hacia el futuro.
Ella gruñó. Qué desdeñoso. «Voy a…».
Baden se puso delante de ella y miró a Hades para desviar la atención de ella.
–Quiero que me liberes de la semilla de Corrupción.
Hades protestó, pero Baden cabeceó con firmeza.
–Está bien.
Hades lo agarró de los brazos, y las sombras salieron del cuerpo de Baden y entraron por las muñecas del rey.
–Gracias –dijo Baden, y se giró hacia Katarina–. Vamos a visitar a tu hermano, krásavica.
Ella suspiró. Sabía lo que estaba haciendo Baden, y le permitió que lo hiciera. No habría más peleas. Al menos, aquel día no.
–Sí, vamos.
–Después, iremos a casa.
–¿Al Reino del Olvido?
El lugar en el que había tenido lugar la pelea con Alek y su ejército. Donde vivía… otra gente. ¿Cómo se llamaban?
–No. A casa de nuestros amigos. Quiero compartir nuestra felicidad con ellos. Eres feliz, ¿no?
Ella lo abrazó.
–Más de lo que nunca pensé, pekný.
Baden era el comienzo de su historia, y sería el final. Una historia feliz.
«Érase una vez… para siempre».