Capítulo 26

 

«No existe la teoría de la evolución. Solo una lista de criaturas a las que yo he permitido seguir viviendo».

Xerxes, Enviado

 

«No puedo purgar esta rabia».

Los gritos de Destrucción arañaban sin cesar la mente de Baden. La bestia deseaba sangre, dolor y muerte como nunca los había deseado. O eso, o la satisfacción junto a Katarina. Necesitaba una cosa o la otra, y nada más serviría.

–Voy a preguntártelo otra vez –dijo Baden, levantando a Galen del suelo y aplastándolo contra la pared–. ¿Dónde está?

Galen abrió la boca y la cerró, pero solo pudo tomar aire.

–¿Dónde está Katarina?

William se había teletransportado a otro lugar después de llamar «hermano» a Baden, sin decirle nada más sobre las guirnaldas de serpentinas. Poco después había llegado Taliyah y le había enseñado fotografías de Katarina, y había sonreído mientras él veía las imágenes de su mujer sonriéndoles a Bjorn y a Xerxes, como si ellos fueran sus héroes favoritos.

«Cuando me dejó, a mí me estaba mirando como si fuera un monstruo».

Taliyah le había dicho:

–No te molestes en ir al club. Cuando llegues, Katarina ya se habrá marchado. Yo me encargaré de ello.

Baden había intentado teletransportarse al Downfall, pensando en aquel lugar como si fuera su hogar, pero no lo había conseguido. Tal vez Hades hubiera podido arreglar aquella escapatoria.

Tampoco había conseguido teletransportarse junto a Aleksander, ni junto a Dominik.

¿Acaso había perdido por completo la capacidad del teletransporte?

–La necesitamos –gritó–. Es nuestra única fuente de calma.

–¿Que la necesitáis? –preguntó Galen, entre jadeos–. ¿Es que quieres que traicione a tu chica? –consiguió liberar los pies de entre la pared y Baden, y comenzó a darle patadas–. Sabes perfectamente que, después, me matarías por hacerlo.

Baden se tambaleó hacia atrás y soltó al otro guerrero.

–A ti no te importamos ni ella, ni yo. Deja de fingir.

Galen se colocó el cuello de la camisa.

–¿Quieres saber dónde estaba el día que atacó el asesino?

–No, ya no. ¡Dime dónde se ha llevado Taliyah a Katarina!

Galen fingió que no lo había oído, y dijo:

–Estaba en la ciudad, hablando con un psicólogo sobre cuál es la mejor forma de ayudar a Legion.

–No necesito saberlo.

–Sí, claro que sí. No quieres cambiar la opinión que tienes de mí. No quieres creer que estoy intentando ser el hombre idóneo para ella y un buen amigo para ti. Para todos vosotros. Te habría traído aquí y te habría ayudado sin ningún incentivo, pero tú me ofreciste lo único que no podía rechazar. Y, ahora, voy a ayudarte quieras o no.

–La única forma en la que puedes ayudarme es decirme dónde está Katarina.

Galen sonrió con frialdad.

–Eso no puedo hacerlo, y no porque no quiera, sino porque Taliyah no me informa de lo que hace.

Baden se pasó una mano por la cara. Aquello era culpa suya, no de Galen. Katarina quería ser igual que su hombre como hubiera querido cualquier persona en su sano juicio, mientras que él quería que ella cumpliera sus deseos y órdenes.

Se había dado cuenta, en muy poco tiempo, de lo estúpido que era. Katarina era su tesoro más preciado. ¿Por qué iba a tratarla con algo que no fuera reverencia?

–Vete –murmuró–. Te odio, pero no quiero hacerte daño.

–Tú no me odias. Eres un gran admirador mío, pero tratas de negarlo.

En aquel momento, hubo un destello de luz cegadora detrás de Galen, que se giró rápidamente y se sacó una daga de una funda que llevaba en la cintura. Baden estaba a su lado un segundo después, con un cuchillo en cada mano. Sin embargo, quien apareció fue Keeley, no un enemigo. Llevaba un sujetador y unas bragas a juego y tenía la cabeza llena de rulos. ¿Se le había olvidado vestirse? No sería la primera vez.

–Hola, chicos –dijo, sonriendo–. Un momento. Se me había olvidado que existíais, así que… ¿por qué estoy aquí?

–Por mí –la interrumpió Galen–. Os he enviado recordatorios diarios. ¿Para qué has venido? ¿Y sola?

–¡Ah, sí, sí! Taliyah la dejó con los Enviados, porque pensó que sería divertido provocar a Baden para que fuera a buscarla por todas partes mientras ella seguía estando en el lugar en el que él creía que no estaba, pero los guerreros me llamaron para que volviera a casa porque había una emergencia. He mencionado la emergencia, ¿no? –preguntó Keeley. Se teletransportó junto a la mesilla de noche rota de Baden y, con solo tocarla, la arregló–. Me temo que traigo malas noticias, chicos. Ha pasado algo horrible, pero lo superaremos juntos. Porque somos una familia, y eso es lo que hacen las familias. O, por lo menos, es lo que me ha dicho Torin.

Destrucción le clavó las garras en el cráneo a Baden.

–Si los Enviados le tocan un pelo a Katarina…

Habrían muerto antes del amanecer.

–Sí, sí. En cuanto a la emergencia, Lucifer le ofreció a Katarina convertirla a en inmortal a cambio de su alma y…

–¿Qué? –rugió Baden.

Aquel trato tendría un precio muy alto, por mucho que él quisiera que Katarina viviera para siempre. Lucifer la convertiría en su esclava, tal y como él era esclavo de Hades. Y Lucifer obligaría a Katarina a cometer actos atroces…

–¿Me permites terminar? –preguntó Keeley. Se le movió el pelo a causa de un viento que él no podía sentir.

–Por favor –dijo Galen, que era muy caballeroso–. Continúa.

–Y la chica, que es muy lista, rechazó la oferta. ¡Estoy tan orgullosa de ella!

Solo después de haber oído aquello, Baden pudo volver a respirar con normalidad.

–Dime cuál es la parte horrible.

–Bueno, pues que Lucifer ha puesto precio a su cabeza. La está persiguiendo.

Entonces, ¿Katarina estaba en peligro en aquel preciso instante?

–¿Por qué seguimos hablando? Llévame junto a ella.

–Vaya. No me extraña que te dejara. Crees que eres el rey del castillo de todo el mundo –dijo Keeley, con frialdad–. Buena suerte con eso.

Un segundo después, Galen y ella desaparecieron, y Katarina apareció en su lugar.

Él sintió un alivio tan grande que toda su ira desapareció. Incluso Destrucción se calmó. Katarina no tenía ninguna herida, y seguía en posesión de todos sus miembros.

Sin embargo, ella sí estaba furiosa. Entrecerró los ojos al verlo, y dijo:

–¡Tú!

–Sí, yo –respondió Baden, y dio un paso hacia ella.

Sin embargo, ella tomó una daga de la mesilla de noche y lo amenazó. Él tiró al suelo sus armas y preguntó:

–¿Dónde están nuestros perros?

–Mis perros están con Kaia.

–Son míos, igual que tú eres mía. Aunque no te estoy ordenando que lo seas. Solo espero que quieras serlo.

–¡Oh, no! Tú no eres…

–Lo siento. Lo siento muchísimo. Te he echado de menos con toda mi alma, Katarina. Tus opiniones importan. Yo voy a defenderlas con mi vida, si es necesario.

Ella alzó la barbilla y lo amenazó con la daga.

–Vuelve a interrumpirme y verás lo que pasa. Te reto a ello. Yo puedo cuidar de mí misma, como he demostrado hoy.

Él admitió la verdad.

–No me necesitas –dijo. Katarina podía sobrevivir sin él en el mundo–. Pero me deseas, y te lo voy a demostrar –añadió, y dio un paso hacia ella–. Si me lo permites. Por favor, déjame.

–No –dijo ella, con la voz temblorosa–. ¡No!

Él dio otro paso hacia delante.

–Te lo suplico, Rina. Si es necesario, acuchíllame. Hazme daño. Pero hazme el amor, también. No soy nada sin ti.

A ella le brillaron los ojos de ira.

–¿Cuánto tiempo vas a seguir siendo tan dulce?

–Para siempre.

–¿Porque todavía esperas la eternidad, después de lo que te he dicho? –le siseó ella, moviendo la daga–. Kretén! Tienes razón. Todavía te deseo. Has hecho que mi cuerpo sienta hambre del tuyo.

Aquella admisión hizo que la erección de Baden se endureciera como una piedra.

Ella añadió:

–Pero también has conseguido que mi cabeza te desprecie.

Eso podría arreglarlo.

–Haré cualquier cosa que me pidas. Y, si me lo permites, haré que tu cuerpo llegue al clímax y que tu mente me perdone. Solo necesito una oportunidad.

Ella tiró la daga al suelo.

–Sí a lo primero, nunca a lo segundo. ¿Sabes lo que quiero? Que recuerdes que el hecho de hacer que me corra no significa nada, ni cambia nada. Esto es sexo, nada más. Por última vez. Es un adiós. Una ruptura definitiva.

Mientras ella hablaba, él se rasgó la camisa, se bajó la cremallera y se quitó los pantalones.

–No es un adiós –dijo–. Tú has elegido, y yo voy a elegir también: te seguiré hasta los confines de la tierra.

–Oh, claro que sí es un adiós –replicó ella, mientras se desnudaba también, con movimientos bruscos–. Si te veo acechándome, te pegaré un tiro.

En parte, Baden echaba de menos a la inocente humana que había vomitado al ver la sangre, que le había rogado que no cometiera actos violentos. Sin embargo, también se deleitó con su valentía.

–Tú no eres la única cuyo cuerpo siente hambre, Rina.

El dolor y el deseo que sentía se intensificaron al verla desnuda. Su piel estaba sonrosada. Baden se fijó en sus pechos carnosos y en sus pezones. En la planicie de su estómago y el hueco sensual de su ombligo. En las caderas, cuyas curvas formaban un corazón, y en el pequeño conjunto de rizos oscuros. En sus piernas largas, interminables.

No había una mujer más perfecta.

–Si has terminado con la inspección… –dijo ella, remilgadamente.

–Por ahora –respondió él, y caminó hacia Katarina con lentitud, con determinación. Estaba hambriento de ella. No quería asustarla.

Katarina retrocedió para mantener la distancia. No porque le tuviera miedo; Baden no vio temor en su mirada, sino cálculo. Aquella mujer disfrutaba provocándolo. Tenía pensado hacerle trabajar para conseguirla.

Y a él le iba a encantar hacerlo.

Sintió impaciencia. Se inclinó hacia la derecha, enviándola hacia el espejo grande que había en el rincón. En cuanto ella tocó con la espalda el cristal frío, emitió un jadeo que le deleitó. Él la tomó por los hombros e hizo que girara para que viera el reflejo de los dos.

Destrucción ya estaba bajo su hechizo.

Con la espalda de Katarina apoyada en el calor de su pecho, él la colocó tal y como la quería. Con las manos agarradas al borde del espejo y las piernas separadas. Eran un contraste de colores: él tenía el pelo rojizo, oscuro, y ella, negro y brillante como el ónice. Él tenía la piel bronceada y la suya era marrón bruñida, sin una sola mácula, hecha para su lengua y sus manos. Para cada parte de él. Ella le pertenecía.

Inhaló su olor mientras le tomaba los pechos con las manos y le acariciaba los pezones con los dedos pulgares.

–He echado de menos esto.

–No hables –le dijo ella, con la voz enronquecida–. Solo actúa.

–Puedo hacer varias cosas a la vez –respondió él, y le mordisqueó el lóbulo de la oreja–. Y, Rina… Puede que tú seas capaz de sobrevivir sin mí, pero yo no puedo sobrevivir sin ti. Ni Destrucción, ni yo. Tú nos das calma. Eres nuestro hogar.

Ella tomó aire profundamente, con los ojos muy abiertos.

–Eso es… Acabas de admitir que tienes una debilidad.

–Solo he dicho lo que es cierto.

Lentamente, Katarina se relajó contra él. Incluso apoyó la cabeza en su hombro para darle mejor acceso a su elegante cuello. Él lo aprovechó: besó y lamió aquella columna con frenesí, saboreándola.

–Eres el dulce más delicioso del mundo –dijo. Después de darle un suave pellizco en los pezones, descendió con los dedos por su estómago y se detuvo en su ombligo para hacerle unas caricias. Durante todo el tiempo, frotó su erección entre los globos de sus nalgas–. La última vez, te tomé sin besarte y prometí que nunca más cometería ese error. Por favor… quiero tu boca.

Ella cabeceó.

–Aunque te bese, las cosas no van a cambiar. Esto es solo sexo, ¿no lo recuerdas?

–Entonces, no importará que me beses –le dijo Baden, que estaba dispuesto a tomar lo que pudiera conseguir–. Seguro que tu sabor va a ser mi perdición.

Ella empezó a jadear. Tenía gotas de sudor en la piel. Inclinó la cabeza hacia arriba y… él esperó, con la respiración entrecortada… desesperado…

–Te voy a besar, pero solo porque tienes que aceptar la verdad. Dame tu boca.

Él la besó antes de que ella pudiera cambiar de opinión. Movió la lengua sobre la de Katarina, y ella gimió, correspondiendo a la ferocidad de sus movimientos. Se devoraron el uno al otro.

–¿Co-convencido? –le preguntó, después.

–No, ni un poco. Sigue intentándolo –respondió él.

Ella volvió a besarlo brutalmente, mientras él descendía hasta sus ingles y metía un dedo en su cuerpo. Katarina estaba caliente, ardiente y húmeda.

–Creo que tu cuerpo me ama.

Amor. Aquella palabra resonó por su cabeza y un anhelo desconocido para él lo invadió por completo. ¿Acaso ansiaba su amor?

Ella le apretó el dedo con el cuerpo.

–Más.

–Tus deseos son órdenes para mí –respondió Baden, y metió un segundo dedo en su cuerpo. Entonces, ella gritó. Él observó su reflejo; le fascinaba la forma de reaccionar de Katarina. Sus rasgos estaban llenos de deseo, y arqueaba las caderas para seguir las embestidas de su mano. ¿Había sido alguna mujer, en alguna ocasión, tan desinhibida con él?

Ella le rodeó con los brazos y le agarró por el trasero para pegarlo más a su cuerpo, y le clavó las uñas en la carne. «No tiene suficiente de mí. Es mía, puedo quedármela», pensó él, y estuvo a punto de perder el dominio, de volverse loco.

Le dio otro beso y apretó la palma de la mano contra su sexo, mientras le acariciaba el pecho con la otra mano. A ella se le escapaban los gemidos y, a medida que pasaban los minutos, aquellos gemidos eran cada vez más fuertes.

Se retorció contra él.

–Baden. Por favor.

El éxtasis le recorría las venas. Ella soltó su trasero, alzó los brazos y metió los dedos entre su pelo.

Sí, sí. Su respiración se hizo cada vez más superficial mientras le tiraba de los mechones para conseguir que él inclinara la cabeza en el ángulo que ella quería, pidiéndole en silencio que poseyera su boca con más fuerza, con más rapidez.

–Voy a dártelo todo, Rina –dijo él.

Sacó los dedos de su cuerpo y ella, como protesta, le mordió el labio inferior con tanto ímpetu como para hacerle daño. Qué traviesa. Él le apartó el pelo y empujó su nuca para obligarla a inclinarse hasta que su mejilla tocó el cristal frío del espejo.

–Quiero entrar en tu cuerpo sin protección. Desnudo –dijo él. Ella le había enseñado a desear el contacto piel con piel.

–Sí, por favor. No te preocupes… la marca… No puedo quedarme embarazada… Por favor.

¿Marca? Keeley debía de haberle tatuado con algún símbolo de los Curators, el pueblo de la Reina Roja. Una raza poderosa que podía debilitarse y fortalecerse a sí misma con sus marcas místicas. Aquellos símbolos provenían de una época anterior a la existencia de la raza humana.

Él se inclinó hacia delante para lamerle la nuca y se colocó para entrar en su cuerpo, y lo hizo de un solo movimiento.

Ella tuvo un clímax instantáneo y devorador. Sus paredes internas lo apretaron y él tuvo que contener su propio orgasmo, porque no estaba dispuesto a terminar aún. Necesitaba aún más de Katarina. Sin embargo, cuanto más acometía contra su cuerpo, menos fuerzas tenía para contenerse. Ella seguía en medio de su éxtasis, apretando su miembro dentro del cuerpo, ronroneando su nombre.

Entonces, él la agarró por las caderas, la sujetó y embistió su cuerpo una última vez. Sintió cada oleada de placer sublime, y su cuerpo se estremeció con la fuerza del éxtasis.

Cuando él estuvo completamente vacío, terminó también el orgasmo de Katarina.

A ella le temblaban las piernas, y Baden se dio cuenta de que se iba a desplomar. La tomó en brazos. Ella, jadeante, apoyó la cabeza en su hombro.

–¿Lo ves? No ha cambiado nada.

«Solo te estás engañando a ti misma, krásavica».

–Si quieres, duerme –le dijo él. La dejó sobre la cama y tomó las cosas necesarias para limpiar sus cuerpos. En cuanto terminó, la tapó con la manta–. Te protegeré de cualquiera que sea lo suficientemente estúpido como para venir a intentar ganarse la recompensa de Lucifer.

–No necesito que…

–Ya lo sé. Eres fuerte. Y, Rina…

–¿Sí?

–Kaia me ha enviado un mensaje para contarme lo de tu transformación. Lo de los colmillos y las garras. Esos perros son perros del infierno.

Ella se puso tensa, y dijo:

–Se suponía que era un secreto.

–Teniendo en cuenta las preguntas que me hiciste, supongo que te mordieron en algún momento.

–No me mordieron para hacerme daño.

–También lo sé.

Sabía que a Hades le habían mordido los perros del infierno, y se preguntó si Pandora llevaba esa parte de él gracias a las bandas. Igual que Baden llevaba al Berserker.

–Si hubieran querido hacerte daño –dijo–, te habrían dejado malherida. Debieron de hacerlo para vincularse a ti.

–¿Como el sátiro con Gilly?

–En esencia, sí. Quiero que sepas que los cambios que te provoque ese vínculo no van a hacerme cambiar de opinión. Me gustas.

Y a Destrucción también le gustaba, pese a su relación con los perros del infierno. Después de estar sin ella, la criatura no quería experimentar semejante horror nunca más.

–No –dijo ella con amargura–. Te gusto ahora, que soy más fuerte.

–Tú siempre has sido fuerte –dijo él, y le acarició la mandíbula con un dedo–. Yo fingía que no me daba cuenta para tener una excusa para poder protegerte. Sin embargo, incluso el más fuerte de los guerreros necesita alguien que le guarde las espaldas. Concédeme el honor de ser tu guardián. A mí me encantaría que fueras mi guardiana.

Ella se quedó mirándolo con los párpados medio cerrados de agotamiento. Tenía los labios rojos e hinchados por sus besos, y las mejillas sonrojadas por el roce de su barba.

–Tal vez… Puede que lo que acaba de pasar entre nosotros haya cambiado algunas cosas –admitió Katarina–, pero sigo estando furiosa contigo.

Él le sopló un beso.

–No te preocupes. Ya somos dos.