Capítulo 7

 

«Tío. No deberías haberle puesto un anillo».

Bianka la Terrible, arpía del clan Skyhawk

 

Katarina apenas podía asimilar todo lo que estaba viviendo. No era posible que hubiera ocurrido de verdad lo que ella pensaba que había ocurrido. Sin embargo, la verdad era la verdad: había viajado desde un lugar a otro con solo pestañear. Sin dar un paso. Sin ser transportada. Sin volar ni conducir. En un instante, la escena se había alterado.

Baden había sido sincero acerca de su origen, ¿no? Era inmortal. Y, si era inmortal, también había estado poseído por un demonio en el pasado y, en aquel momento, albergaba a una bestia con un apetito insaciable de violencia.

Se llevó la mano a la garganta. Decía que trabajaba para Hades… que era dios del inframundo, según la mitología.

«Hola, vértigo. Nos vemos de nuevo».

–La moneda –le ladró Baden a Aleksander.

Aleksander negó vehementemente con la cabeza.

–No sé dónde está. Alguien debe de haberla robado.

–Mientes. Por desgracia para ti, solo tolero a un mentiroso en mi vida –dijo Baden, y sacó la daga de la funda del cinturón. ¿Cuántas otras armas llevaría ocultas en su cuerpo?–. Y a Gideon se le da mucho mejor que a ti.

–Vete al infierno –respondió Alek, y apretó el gatillo tres veces.

Baden se estremeció a causa de los impactos, y Katarina se tapó la boca para silenciar un grito. Cualquier otra persona habría caído, pero él ni siquiera se tambaleó. Caminó hacia Aleksander, agarró la mano con la que estaba disparando y la volvió hacia él, obligándolo a que se pegara un tiro en el hombro. Alek, que solo era un humano, se desplomó sobre su sillón y comenzó a sangrar a borbotones.

Los hombres aporrearon la puerta, pero estaba cerrada desde dentro. Nadie podía entrar. Nadie podía ayudarlo.

Sus propias medidas de seguridad habían sido su perdición.

–Última oportunidad –dijo Baden.

–No puedo dártela –respondió Alek, entre jadeos–. No puedo.

–Sí puedes. Si decides no hacerlo, lo lamentarás para siempre.

Dejó la pistola en el escritorio y se colocó delante de Alek con la daga preparada.

–No miento. Te dije que me llevaría algo que valores. Hoy vas a perder una mano.

Alek intentó ponerse en pie para huir. Baden lo contuvo con facilidad y le cortó la muñeca. La mano cayó al suelo, y se oyó un aullido de dolor que reverberó por las paredes.

Slak to trafil! Baden lo había hecho. Lo había hecho de verdad. La violencia de aquel acto, la sangre y el olor… Katarina se agarró el estómago.

Baden limpió su daga en las mejillas de Alek.

–Dame la moneda, o mañana me llevaré un pie.

Entonces, se guardó la daga en la funda y se giró hacia ella.

Ella retrocedió.

–¿Qué estás haciendo? Dijiste que solo íbamos a pasar una noche juntos.

Él entrecerró los ojos.

–Esperaba que fuera así. Me equivoqué.

–No voy a ir contigo.

No podía volver a alejarse de Alek. Acababa de perder una mano, estaba sufriendo dolor y estaría enfurecido y violento. Les haría daño a sus perros solo porque sí.

–Insisto.

–Y yo paso –respondió ella, y lo rodeó para mirar a Alek–. ¿Dónde están? –preguntó, y la voz se le quebró de desesperación.

Se daba cuenta de que acababa de darle información al inmortal, y que él podría utilizar aquella información contra ella, pero ya no le importaba. La necesidad de proteger a sus animales había superado a la necesidad de protegerse a sí misma.

–¡Dímelo!

Alek intentó respirar y se sujetó el muñón contra el pecho. Estaba llorando de dolor. Con la mano ilesa, trató de agarrar el arma. ¿Acaso la temía? ¡Haría bien!

Sin piedad, Katarina tiró el arma, las fotografías y el ordenador al suelo. Tomó a Alek por las mejillas y le obligó a mirarla.

–Dime dónde están, o yo te cortaré la otra mano. ¡Dímelo! –gritó, y lo zarandeó con fuerza.

–Suéltalo –le ordenó Baden. Él siempre daba órdenes, pero, en aquella ocasión, no iba a salirse con la suya.

–¡Dímelo!

–Están… muertos –dijo Alek, entre dientes–. Murieron… anoche.

No, no, no. ¡No! No podía creerlo…

–No. No habrías actuado tan deprisa.

–Iba a usarlos para encontrarte, pero atacaron… tuve que… matarlos.

Ella se fijó en las mordeduras que él tenía en los brazos. El día anterior, aquellas marcas no existían. Los perros debían de haberla olido en él, debían de haber percibido su desesperación, y habían actuado para protegerla, para salvarla. Y él los había matado.

Sintió rabia, y comenzó a darle puñetazos en la cara. Estaba demasiado débil como para esquivarla, y tuvo que soportar todo lo que ella quiso darle. Katarina se arañó los nudillos con sus dientes, y se rompió los huesos con los de él, pero no le importó. No podía parar. Sus perros estaban muertos. Los había perdido para siempre.

Unos brazos fuertes la agarraron por la cintura y la apartaron de Aleksander.

–Ya está bien, Katarina. Te has hecho daño.

La voz calmada de Baden solo consiguió enfurecerla más.

–¡Te odio! –le escupió a Alek y, después, a Baden, que la tenía sujeta. Baden la había secuestrado. Si la hubiera dejado allí, si le hubiera permitido quedarse con su despreciable marido, sus perros todavía estarían vivos–. Odjebat! ¡Sois unos hombres horribles! Y, sin embargo, vosotros estáis vivos, y ellos…

Baden la apartó de Alek y del escritorio.

–¡Suéltame! No te atrevas a llevarme…

El búnker desapareció, y en su lugar apareció un dormitorio. Ella se zafó de Baden y trató de orientarse. Vio mobiliario masculino, una enorme cama con una colcha de color marrón. Muros de piedra antigua, como los que había visto cuando su familia hizo un tour por castillos abandonados en Rumanía y Budapest, cuando la vida era maravillosa y eran felices. Apliques de hierro forjado y una chimenea de mármol con rosas talladas.

¿Otra prisión? Bueno, aquella se la había ganado. No había protegido a sus perros. Cuando más la necesitaban, les había fallado. Habían muerto con dolor, solos, asustados, después de que ella hubiera prometido que los iba a proteger siempre.

La culpabilidad y el dolor se unieron a la rabia y le arrebataron las últimas fuerzas. Se le doblaron las rodillas. Si Baden no la hubiera sujetado, se habría caído al suelo.

Ella le dio una patada.

Panchart! ¡No me toques! Te odio.

Él la irguió y alzó las manos enguantadas con un gesto de rendición. ¡Mentira! Aquel tipo nunca se rendía.

–Te odio –repitió.

Quería llorar. Solo quería llorar. Sus perros se merecían sus lágrimas, pero no conseguía que brotaran.

Baden se frotó el pecho, por encima del corazón.

–¿Has perdido a seres queridos?

Por primera vez desde que se habían conocido, su voz tenía un tono bondadoso, y ella lo detestó. ¿Dónde estaba aquella bondad cuando le había rogado que le permitiera registrar las casas de Alek?

–Katarina –dijo él, en el mismo tono suave.

–Mis perros han muerto –respondió Katarina.

Y ni siquiera tenía fotografías de ellos. El fuego había destruido las copias en papel, y Alek y Dominik habían borrado su página web.

–Los han asesinado. Y tú me has impedido salvarlos. ¿Os agrada eso a ti y a tu bestia?

–No. Lo siento, Katarina –dijo él, y se agachó a su lado.

–Métete tu lástima por donde te quepa y quítate de mi vista, kretén.

–Si lo hubiera sabido…

–¡Márchate!

Él palideció, pero no se alejó.

De repente, el escudo protector que había alrededor de su alma se hizo añicos, y las emociones se convirtieron en una fuerza incontrolable que la destruyó. Se acurrucó y comenzó a temblar violentamente. Odiaba a todo el mundo, sobre todo, a aquel hombre que la estaba viendo en un estado tan indefenso. Sin embargo, ya no le importaba dar una apariencia de valentía.

–Katarina –le dijo él, e intentó tocarle la cara–. Necesito…

Ella rodó hacia un lado. Había terminado con él, con la conversación, con la vida.

 

 

Baden se pasó una mano por el pelo con desesperación. Claramente, Katarina quería a sus perros del mismo modo que él quería a sus amigos, sin duda. Aunque no llorara, irradiaba tanto dolor y tanta tristeza como Cameo.

Para intentar salvar a sus perros, Katarina había sacrificado su felicidad y su futuro. Durante el poco tiempo que llevaba a su lado, él no había hecho más que burlarse e insultarla por casarse con Aleksander. Además, sus actos habían impulsado los actos del mafioso y habían causado la muerte de los animales.

Ella odiaba a Aleksander y lo odiaba a él. Y tenía todo el derecho.

«Katarina solo es un medio para conseguir un objetivo. No necesito su admiración».

Sin embargo, tenía un dolor en el pecho. Conocía de primera mano el horror de perder a un ser querido. Era como estar en mitad del mar durante una tormenta, batido por las olas y golpeado por las rocas, tragando demasiada agua, pero sin perder la capacidad de respirar y de alzarse. En cuanto alcanzaba la superficie, con la esperanza de que estuviera en calma, el agua volvía a tragárselo.

¿Cuántos siglos había pasado antes de dejar de echar de menos a sus amigos? Pregunta peliaguda.

Recordaba muy bien que, durante los siglos de su confinamiento, sus únicas amigas habían sido las ratas. Él adoraba a aquellas ratas, y había llorado al tener que comérselas para sobrevivir.

Supervivencia antes que sentimientos.

No, no. Las ratas… no eran un recuerdo suyo, sino de Destrucción.

Baden soltó un gruñido y se apartó el pelo de la cara.

–Aquí estarás a salvo, Katarina. Te doy mi palabra.

Se lo debía, y pagaría su deuda.

La bestia comenzó a protestar, pero pronto se quedó callada. La tristeza de la chica tocaba una fibra sensible de ambos.

Ella solo respondió con el silencio a su afirmación, y eso fue peor que un torrente de maldiciones.

Había llevado a Katarina a la fortaleza de Budapest. Las otras mujeres cuidarían de ella y le darían consuelo. Los hombres la protegerían de cualquier peligro mientras él se encargaba de castigar a Aleksander. Por haber matado a los perros, iba a perder los ojos. Para empezar.

Impaciencia….

De repente, las guirnaldas comenzaron a calentarse. Baden miró hacia abajo y vio que el metal se había puesto de un suave color rojo.

Otra llamada de Hades.

Sabiendo lo que iba a ocurrir, corrió hacia la puerta y gritó:

–¡Maddox, Ashlyn! ¡Cualquiera! No le hagáis daño a…

La fortaleza desapareció y, en su lugar, apareció la sala del trono. Hades no estaba allí. Tampoco la sirena. Lo que sí apareció fue un tornado negro sobre el último escalón del estrado real, y Baden oyó mil gritos.

El tornado se detuvo y Hades se materializó en el centro, sobre lo que debía de ser un cadáver. La carne y los músculos estaban picoteados, y los huesos, picados. El rey tenía un corazón ensangrentado en las manos. No llevaba traje, sino una camiseta negra y unos pantalones de cuero, y unas pulseras de cadenas en ambos brazos.

De la formalidad al punk rock. Aquel hombre era un camaleón.

Destrucción permaneció en silencio, y aquello irritó a Baden.

–¿Qué quieres?

Hades sonrió. Tenía sangre en los dientes.

–Estamos esperando a… Ah, aquí viene.

Baden percibió un movimiento a su derecha. Se giró, y se encontró frente a frente con Pandora.

–¡Tú! –exclamó ella, y le clavó una mirada asesina. Se le puso el pelo de punta, y comenzaron a crecerle los colmillos y las garras.

El cuerpo de Baden se expandió, preparándose para la batalla.

–No habrá sangre en mi sala del trono –anunció Hades–. Bueno, no habrá más sangre hoy.

Entonces, los paralizó a los dos. Pandora intentó luchar contra la inmovilidad. Él tomó la decisión de no actuar y se ganó la libertad.

–Bueno, bueno –dijo Hades, caminando hacia ellos–. Has violado mis normas. Intentaste matar a mi otro esclavo.

–Tú nunca dijiste que intentar matar a Baden fuera algo prohibido –replicó Pandora–. Solo que me matarías si lo conseguía.

¿Cómo se había enterado Hades del delito de Pandora?

–Pippin –dijo Hades, dando unas palmadas.

El hombre de la túnica blanca apareció en una nube de humo negro, portando la misma tabla de piedra.

–Sí, señor.

–¿Cuál es mi única norma?

–Que no hay normas, señor.

–¿Y?

–Y todo lo demás que decidáis, señor.

–Exacto. Lo que yo decida –dijo Hades, y extendió los brazos. Era la viva imagen de la masculinidad y la petulancia–. He decidido que incluso un intento de asesinato entre vosotros dos es punible. No vais a ser decapitados por ello, pero sí penalizados, y desearéis que os hubiera matado en vez de penalizaros.

Baden se tragó una maldición.

–Si puedes cambiar de opinión cuando quieras, ¿cómo podemos confiar en que cumplirás tu palabra y liberarás al ganador?

–¿Os queda otro remedio? –preguntó el rey. Entonces, le pegó un pellizco al corazón que tenía entre las manos, que todavía latía, y se metió un pedazo en la boca. Cerró los ojos, como si lo estuviera saboreando–. Espiar es mejor que el chocolate.

Pandora se estremeció, y Baden frunció el ceño. ¿Había enviado ella a alguien a espiar a Hades?

–Si vuelves a mandar a alguien, Pandora, no te va a gustar lo que va a suceder.

Hades dejó caer lo que quedaba de corazón y se limpió las manos.

Bueno, aquella era la respuesta.

–Bien –dijo el rey–. Eres afortunada, porque hoy tengo corazón –añadió, y le dio una patada al que había tirado como si fuera un balón de fútbol–. Voy a ser benévolo contigo. Por atacar a Baden, pierdes tu punto –dijo, y la miró como si la estuviera retando a que contestara–. Y tú –añadió. Lo miró a él, con el doble de furia que a Pandora–. Tú aún tienes que traerme la moneda.

¿Aquello era lo que le molestaba tanto?

–Esa tarea en particular requiere tiempo. Tú mismo lo dijiste.

–Tiempo, sí. Eternidad, no. Para acelerar un poco las cosas, Pandora te va a ayudar.

En su pecho surgió un grito. «Calma. Tranquilo». Con o sin juego, él sería quien consiguiera la moneda y matara a Aleksander. «Es mi punto. Estoy en mi derecho».

–Pandora podrá teletransportarse hasta el humano. Y, para ti, tengo una nueva tarea –dijo Hades. Extendió la mano, y Pippin puso una piedrecita en su palma.

La piedra se prendió y ardió, y se convirtió en ceniza. Cuando la ceniza voló en dirección a Baden, Baden la inhaló.

Aparecieron imágenes nuevas en su mente. Un hombre con barba, seis dedos en cada mano y seis dedos en cada pie. Tenía muchas cicatrices en los brazos, rectas y delgadas, como si fueran las marcas de cortes de una cuchilla.

Baden pensó en las cicatrices de Katarina.

Volvió a sentir una punzada en el pecho. Ella debía de haber sufrido mucho dolor…

«Ya basta. ¡Concéntrate!».

La información continuó generándose en su mente. El hombre era un sociópata que mataba sin preocuparse de la edad ni el sexo de sus víctimas. Después de cada uno de sus asesinatos, se marcaba ambos brazos como recuerdo.

Baden se pasó la lengua por los dientes.

–¿Qué quieres que haga?

–Tráeme su cabeza –respondió Hades–. Hoy.

Baden solo había matado durante la batalla, y nunca había disfrutado haciéndolo. En aquella ocasión, sin embargo, pensó que tal vez vitoreara junto a la bestia. Sin embargo, ¿por qué iba a querer Hades la cabeza de un humano?

La respuesta apareció en su cabeza. El humano era el anfitrión de un ser oscuro. No era un demonio, ni una criatura como Destrucción, sino algo peor. Algo que Lucifer quería conseguir y utilizar contra Hades para lograr ventaja en su guerra.

Baden lo atraparía y lo llevaría al inframundo junto con la cabeza. Porque, por mucho que detestara a Hades, no podía permitir que el mal anduviera suelto por el mundo. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso a seguir siendo un esclavo, con tal de que Lucifer no gobernara en más territorios.

–Considéralo hecho. Un punto ganado.

Se imaginó a su objetivo… y apareció en una pequeña cabaña de troncos de madera. Pese a que había varias lámparas de queroseno encendidas, el ambiente era oscuro. O, tal vez, pareciera oscuro por el olor a podredumbre…

Baden entró en la cocina y encontró un cadáver con la cavidad pectoral abierta. Le faltaban varios órganos.

Su objetivo estaba al extremo de la mesa, comiéndose un hígado. Qué agradable. Estaba hablando con el cadáver.

–…estaba desnudo como un arrendajo. Casi lo escupo… –al ver a Baden, agarró el rifle que había apoyado en la silla–. No te muevas, ¿me oyes?

Baden se teletransportó junto a él, agarró el arma y le dio un culatazo en la sien y otro en los dientes. Los golpes lo tiraron al suelo, pero no le hicieron perder el conocimiento. Se arrastró hacia atrás con la cara cubierta de sangre.

–No me hagas daño. Por favor –dijo, mientras intentaba sacarse, con disimulo, una daga de la caña de la bota.

¿Acaso quería apuñalarlo?

Baden se le acercó y le pisó la mano. Se oyó el crujido de los huesos, y Destrucción se echó a reír con deleite. Él, también. Entonces, el hombre se enfureció, y uno de los recuerdos de la bestia apareció en la mente de Baden.

Intentó permanecer en el presente, pero la cabaña se convirtió en una celda. Ya no era un niño, sino un hombre, y caminaba hacia la primera persona que veía desde hacía siglos. Era el señor del castillo. El que había pagado a su madre unas pocas monedas para tener el privilegio de «domarlo». El que había ordenado que lo encerraran cuando se había resistido a la «doma».

El señor llevaba un traje de buen terciopelo y tenía varias medallas prendidas al pecho y a los hombros. ¿Cuántas batallas habría ganado? Incontables. Y, sin embargo, se orinó encima al verlo acercarse, porque sabía que había llegado su hora…

En el presente, notó que algo le barría los pies del suelo. Él cabeceó y pestañeó, y rompió el fuerte vínculo con el pasado. Su objetivo consiguió darle una puñalada en el pecho e intentó correr hacia la puerta, pero Baden lo agarró del tobillo e hizo que tropezara. Al humano se le partió la mandíbula, y los dientes se le cayeron sobre el suelo de madera.

Baden sacó la daga y se puso en pie. El hombre se quedó abajo.

–Tú no has tenido piedad con tus víctimas, y ahora yo no voy a tenerla contigo –dijo.

Entonces, agarró por el pelo al humano, le alzó la cabeza y le rebanó el cuello. La sangre salió a borbotones de la herida. Al instante, se le vaciaron los intestinos.

La muerte nunca era bonita.

Baden terminó de cortarle la cabeza. Cuando se erguía, del cuerpo surgió una sombra negra. Era una de las visiones que le había provocado la ceniza de Hades.

Unos ojos rojos y luminosos se fijaron en él, y unos labios de color rojo se separaron. Baden se puso fuera de su alcance, esperando la pelea. Pero la forma oscura se lanzó hacia él y se hundió en su brazo. Ante sus ojos, una de las líneas que había grabadas en su piel se engrosó.

Baden apretó las muelas al sentir una quemadura intensa en todo el cuerpo. ¿Qué demonios le ocurría?

Entró a la cocina en busca de una bolsa de basura. Encontró un saco de patatas, metió la cabeza dentro y se teletransportó a la sala del trono de Hades.

Como de costumbre, Destrucción se quedó en silencio. Pandora se había marchado. El rey estaba con un grupo de guerreros a quienes Baden no conocía. Estaban tatuados y llevaban piercings, e irradiaban la misma mordacidad que él solo había conocido en Hades y William.

Eran jóvenes, como él; no tendrían más de cuatro o cinco milenios.

Destrucción le provocó un recuerdo.

La mayoría del mundo sobrenatural creía que solo había tres reinos en el infierno. En realidad, había nueve. Los otros reinos siempre habían preferido mantenerse ocultos. Eso había cambiado, porque habían tomado parte en aquella guerra.

Aquellos cuatro hombres eran los reyes de sus propios territorios. El más alto de todos tenía el nombre de Iron Fist, el Puño de Hierro. Era el motivo por el que existía aquella frase hecha. Los demás eran famosos, también, por tratarse de asesinos implacables y poderosos.

–… para ganar.

Al verlo, Hades se quedó callado y se puso rígido.

Todos se pusieron rígidos y, a la vez, se giraron para hacerle frente.

Él arrojó el saco a los pies de Hades.

–Me he ganado mi punto.

Hades observó la línea que había aumentado de grosor en el bazo de Baden, y asintió con satisfacción.

–Sí, ya lo veo.

Así pues, el rey ya sabía que la presencia oscura iba a penetrar en Baden; incluso quería que sucediera así.

–¿Qué es, exactamente?

Y, lo más importante de todo, ¿cómo podía librarse de ella?

–Eso, querido muchacho, es un regalo mío para ti. Un monstruo a quien temen los demás monstruos. El humano al que has matado era incapaz de controlarlo y de utilizarlo adecuadamente. Tú, sin embargo, no serás tan obtuso. De nada.

–Lo quiero –dijo Iron Fist, acariciando la empuñadura de su espada–. Dámelo a mí.

–¿Crees que puedes darle órdenes a mi asesino? –preguntó Hades, en un tono calmado y venenoso a la vez–. ¿Que puedes quitarle algo?

Su tono de voz era amenazante, y Baden pestañeó de asombro. ¿Lo estaba protegiendo, aunque él mismo hubiera amenazado su vida?

Merecería la pena explorar aquello.

–Yo ordeno y tomo a voluntad –respondió el guerrero–. He destruido reinos enteros por una baratija que después consideré indigna de mi grandeza.

–Por ese motivo me caes bien –replicó Hades–. No te empeñes en caerme mal.

Los otros reyes se irritaron. Estaba fraguándose una pelea.

–Ya no me necesitas –dijo Baden. No tenía ganas de lidiar con Destrucción, que se empeñaría en meterse en aquella pelea entre reyes. Quería regresar junto a Katarina. Tenían que terminar un asunto.

Hades le lanzó una sonrisa fría como el hielo.

–Pronto tendré otra misión para ti. Hasta entonces, sigue con vida.