Capítulo 9

 

«Parece que es la hora de mandar todo a tomar por saco, en punto».

Kaia, la Cortadora de Alas, Arpía del clan Skyhawk

 

Gillian Bradshaw era Gilly para los amigos, pero cada día detestaba más aquel apodo, porque deseaba demostrar que era una persona adulta y no una niña.

Tenía una fiebre terrible y no podía dejar de moverse por el colchón. Aquellos últimos días se habían convertido en algo borroso para ella, pero creía que recordaba a Keeley dándole algo frío de beber.

«Feliz cumpleaños, preciosa. Ya tienes dieciocho años, y esto va a hacer que todos tus sueños se conviertan en realidad… Sueños que ni siquiera sabes que tienes. De nada, de nada».

Entonces, mientras ella gritaba de dolor, Keeley le decía:

«Estoy segura de que te he dado la dosis correcta. Umm… Tus síntomas son… Bueno, esto no tiene buena pinta. ¿Tal vez tengo que poner en marcha el plan B?».

Gillian también recordaba que William se la había llevado a… otro lugar. Debía de haberlo hecho, porque ninguno de sus amigos la había visitado para ordenarle que se recuperara pronto.

Guerreros. «No puedo vivir con ellos, no quiero vivir sin ellos».

–Tranquila, tranquila, muñeca –le dijo William, mientras le enjugaba delicadamente la frente con un trapo húmedo–. Te vas a poner bien. Es una orden.

Ella abrió los ojos, y lo vio sentado a su lado, borrosamente. Su mente le proporcionó los datos que necesitaba: era el hombre más guapo que jamás hubiera nacido, con el pelo negro como la noche y los ojos azules como el mar.

–¿Qué me pasa? –le preguntó, con un hilo de voz.

–Algo sobrenatural. Pero tengo a los mejores médicos sobrenaturales haciéndote pruebas sobrenaturales.

Sí. Recordaba que la habían examinado y que, en medio de los pinchazos y las exploraciones, William le había dicho a alguien:

–Ten más cuidado o perderás la mano.

–Quiero irme a casa –dijo ella. Se encontraba tan mal, que estar en un lugar familiar la ayudaría un poco.

No tenía fuerzas para levantarse e ir al baño. Necesitaba ayuda, o tendría que usar el orinal, ¡qué humillación!

Quería estar con las chicas.

Notó unos dedos fríos entre el pelo.

–Baden ha vuelto a la fortaleza, y su estado de ánimo es inestable. Sé mejor que nadie lo que es capaz de hacer, porque yo experimenté lo mismo… –dijo. Entonces, se quedó callado y sonrió sin ganas–. Aquí estás más segura. Este reino está oculto. Nadie entra ni sale sin mi conocimiento. Vamos, duérmete, nena.

No, no. No quería dormirse todavía. Quería pasar más tiempo con él antes de que tuvieran que separarse para siempre…

Pánico. «No, no pienses en morirte». ¿Y si sus pensamientos abrían la puerta a la Muerte?

–No estás durmiendo –dijo William.

Su dulce William. En cuanto lo había conocido, se había sentido atraída por él de un modo que la asustaba y la excitaba a la vez. Era hipnótico. Poderoso. Perverso, listo, inteligente y bueno, con ella. Con ella, siempre. Con sus amigos, también, pero solo a veces.

Sus enemigos… bueno, ellos morían.

Los hombres lo temían, y las mujeres lo deseaban como si fuera una droga. Cuando él sonreía, las bragas caían al suelo. O se derretían. No estaba segura de cuál de las dos cosas, pero sabía que él aprovechaba la situación. Se acostaba con todas las mujeres que podía, aunque nunca se quedaba mucho tiempo con ninguna, porque siempre volvía a su lado.

Por mucho que odiara pensar que se acostaba con otras, ella nunca iba a volver a mantener relaciones sexuales. Despreciaba todo lo que tenía que ver con eso. Los olores, los sonidos, las sensaciones. El dolor… la humillación… la impotencia…

La idea de unir su cuerpo con el de otra persona le producía náuseas, no estremecimientos de deseo.

–… tus amigos te están buscando –dijo una voz desconocida. Era de hombre, grave y ronca, con el mismo tono chulesco, de diversión, que siempre tenía William–. Creo que quieren tu cabeza en bandeja de plata.

–Gracias a ti, Baden ha llevado los problemas a Budapest –dijo William, sin preocuparse por la amenaza–. En este momento, Gillian necesita paz y tranquilidad.

–Te dije que no te hicieras amigo suyo. Es humana.

–Y yo te dije que te fueras a la mierda. ¡Más de una vez!

–¿Te parece que esa es forma de hablar con tu padre?

–Padre adoptivo –respondió William–. Y tengo la tentación de decir algo peor. Vamos fuera a hablar.

Así pues, estaba hablando con Hades, el chico malo del inframundo. ¡Y eso era decir poco!

William no lo sabía, pero Hades se le había aparecido una noche. Le había hecho una advertencia.

«Aléjate de mi hijo. Tú no eres la adecuada para él. No me obligues a demostrártelo».

La había asustado, pero no le había hecho caso. William era demasiado importante para ella.

–El hecho de que no seas hijo biológico mío es un hecho vergonzoso que deberías ocultar –dijo Hades.

Gillian abrió los ojos y vio dos altísimas sombras en el balcón. «¿Tengo yo balcón?». El sonido de una cascada le acarició los oídos, y el olor a salitre le estimuló la nariz. ¡El mar!

–Está gravemente enferma. Si no la haces inmortal, va a morir –le soltó William a Hades–. Así que hazla inmortal.

–Tengo el poder necesario para eso, sí, pero si lo hago en su estado, morirá antes de convertirse en inmortal.

–Entonces, no me sirves para nada. Vete.

–Ts, ts. Qué grosero. Tal vez te vendría mejor ser agradable conmigo, hijo mío. Soy lo único que se interpone entre tú y los miles de maridos a los que has hecho cornudos todos estos siglos pasados.

–Ni siquiera todos ellos juntos podrían enfrentarse a mí.

–Cierto. Te enseñé bien. Pero la chica… a ella le harían daño sin ningún escrúpulo.

William soltó una retahíla de maldiciones.

–Si alguien la toca, me pasaré el resto de la eternidad procurando que todos sus seres queridos sufran tormentos interminables.

–Tu devoción por ella es asombrosa. Es una muchacha tan… corriente.

Corriente, ¿eh? Bueno, le habían llamado cosas peores.

–Mírame a mí –ladró William.

–¿Qué es lo que tiene de especial? –preguntó Hades.

«Sí, Liam. ¿Qué es lo que tengo de especial?», pensó ella. Siempre se lo había preguntado.

–No voy a hablar de ella contigo.

–Pues entonces, yo voy a hablar de ella contigo. No puedes estar con ella. No puedes estar con nadie. Sabes exactamente igual que yo que tu felicidad va unida a tu doom. Gillian había oído hablar un poco del doom de William. Su doom era su maldición. La mujer a quien él amara estaba destinada a destruirlo.

¿Creía ella en las maldiciones? Sí y no. Llevaba ya tres años viviendo con inmortales poseídos por demonios. Había visto cosas sobrenaturales. Cosas salvajes. Cosas imposibles. Sin embargo, las maldiciones… ¿Buena suerte contra mala suerte? No. Las cosas malas sucedían porque se tomaban malas decisiones. Punto.

Si William esperaba lo peor, solo vería lo peor, porque actuaría de acuerdo a sus expectativas, y convertiría la supuesta maldición en una profecía cumplida por él mismo.

–Estoy buscando la forma de romper… –dijo William.

–Llevas siglos buscándola –le dijo Hades, interrumpiéndolo.

–Mi libro…

–Es una tontería. Es un truco para darte esperanzas de algo que no puede ser. Si alguien pudiera descifrar el libro, ya estaría descifrado a estas alturas.

–¿Has venido a cabrearme, o qué? –preguntó William.

–No. He venido a advertirte.

–Bueno, pues ya has hecho las dos cosas.

–No, hijo, no lo he hecho –replicó Hades, y su voz se endureció–: La advertencia es esta: si crees que te estás enamorando de esa chica, la mataré yo mismo.

–Quieres decir que lo intentarás.

–Dime una cosa –dijo Hades–. ¿Estás pensando en unirte a ella?

–No –respondió William, después de una larga pausa–. No voy a unirme a nadie. Y menos a una humana.

Ay. A Gilly se le cayó el alma a los pies. Sin embargo, aquella negativa era exactamente igual que la suya. Ella nunca iba a unirse a ningún hombre. Nunca iba a casarse. Estaba demasiado herida.

De niña había tenido una buena vida, hasta que su padre biológico había muerto en un accidente de moto. Su madre se había casado de nuevo a los pocos meses, con un hombre que tenía dos hijos adolescentes. Y aquellos tres hombres habían convertido su vida en un infierno.

«Quítate la ropa, Gilly. Los chicos necesitan aprender cómo se toca a una mujer».

Las cosas terribles que le habían hecho… La habían destrozado en cuerpo y alma y, a los quince años, ya solo le quedaban dos opciones: o suicidarse, o escaparse. Aunque había estado a punto de matarse, al final había huido de aquel sufrimiento con la esperanza de que la vida mejorara.

Había llegado haciendo autostop hasta Los Ángeles, y allí había conseguido trabajo en una cafetería. Unos pocos meses después, Danika apareció en su vida y se hizo amiga suya. Y, después de que Danika y Reyes superaran sus problemas, su amiga la había invitado a ir con ella a Budapest.

Al llegar a la fortaleza, se había encontrado con todos aquellos guerreros musculosos y un ambiente lleno de testosterona y maldad… Y había tenido miedo. Sin embargo, los chicos se habían mantenido a distancia de ella, le habían dado espacio y tiempo para adaptarse.

Salvo William. Un día, él había entrado en la habitación de juegos, se había dejado caer a su lado en el sofá y le había dicho:

–Dime que se te dan bien los videojuegos. Anya es malísima.

Habían jugado a diferentes juegos durante meses, y ella había vuelto a sentirse como una niña por primera vez desde que había muerto su padre.

De repente, se hundió un lado de su cama, y volvió al presente. William se había sentado otra vez a su lado. Ella abrió los ojos y lo vio de cerca.

–Te he dicho que te durmieras –murmuró él, con suavidad. Con ella, siempre era amable.

Ella abrió la boca para preguntarle cuándo le había obedecido, pero notó que estaba sedienta.

–Agua. Por favor.

Una mano fuerte se deslizó por debajo de su nuca y le levantó la cabeza. Le puso una pajita en los labios resecos. Ella succionó, y el líquido fresco bajó por su garganta. Cuando William la tendía de nuevo en la almohada, le preguntó:

–¿Me voy a morir?

–¡No! –gritó él. Después, respiró profundamente y espiró el aire en varias ocasiones–. No. Voy a encontrar una cura.

¿Y si no había cura?

Bueno. Era hora de distraerse.

–¿Cómo te adoptó Hades?

William le apartó el pelo húmedo de la frente.

–Dice que me encontró. Me habían abandonado de niño.

Ella sintió tristeza. ¿Un niño abandonado por sus padres? ¡A ella le había pasado lo mismo! Su madre no había querido creerla cuando le había contado lo que le hacía su padrastro. Había elegido a aquel tipo antes que a ella.

–¿Dónde?

–En el inframundo.

–¿Y no sabes quiénes son tu verdadera familia?

–Tengo una idea aproximada, pero no me interesa reunirme con ellos. Te tengo a ti, y tengo a Anya y a esos imbéciles a quienes no me deja matar. Eso es suficiente para mí.

«Me considera de su familia». A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, y le tembló la barbilla.

–¿Por qué te gusto? –le preguntó ella. A Hades no le había respondido, pero tal vez a ella sí le contestara.

–No seas tonta, muñeca. ¿Qué tienes tú que no pudiera gustarme?

¿Por dónde podía empezar? Le daba miedo la oscuridad, estaba mentalmente dañada y nunca tendría interés por el sexo.

–Tú eres inmortal –dijo ella–. Has tenido experiencias que yo ni siquiera puedo imaginarme. Conoces todo el mundo y eres sofisticado, y yo…

–Tú eres maravillosa, y no quiero oír ni una sola palabra negativa más sobre ti. Duérmete. Obedece, porque si no, esta vez te voy a castigar de verdad.

Ella soltó un resoplido. Sabía perfectamente que él nunca le haría daño.

William le revolvió el pelo y se puso en pie.

–Hay una campanilla en la mesilla de noche. Si necesitas algo, cualquier cosa, llama. Yo vendré al instante.

¿Adónde se iba? ¿Qué iba a hacer?

Se tragó ambas preguntas. ¡Nada de colgarse de él!

Oyó pasos, y la luz se apagó, y a ella se le escapó un jadeo de miedo. La luz se encendió de nuevo, y suspiró de alivio. La puerta se cerró.

Entonces se hizo el silencio, y ella se quedó a solas con sus pensamientos. Eso nunca era bueno.

Hizo acopio de fuerzas y rodó hasta tenderse de costado; debido al movimiento, se mareó y la cabeza comenzó a darle vueltas. Quiso alcanzar la campanilla. William haría que se sintiera mejor. Sin embargo, le resultó imposible volver a moverse. Casi no podía respirar y, de repente, los miembros comenzaron a pesarle mil kilos cada uno.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y, borrosamente, vio un par de botas peludas en el suelo. ¿Había vuelto William, con unas botas para la nieve?

Oyó un suave suspiro mientras él se agachaba, y frunció el ceño. Tenía un olor distinto. Olía a humo de turba y a lavanda, y era muy agradable, mucho, pero distinto al olor de William. Y el calor que irradiaba también era maravilloso, pero no era el de William.

Aquel hombre no era William.

Intentó gritar, pero solo consiguió gemir.

–Vamos, vamos, tranquila, no hagas eso –dijo el desconocido. Tenía acento irlandés, y su tono de voz no era malvado. En realidad, no transmitía ninguna emoción–. No he venido a hacerte daño.

¿Era una mentira para que ella mantuviera la calma?

De nuevo, intentó gritar y, de nuevo, fracasó. Tenía que avisar a William. Él nunca hubiera permitido que entrara ningún hombre en su habitación. Ni siquiera un amigo.

Cuando el desconocido empezó a colocar las sábanas a su alrededor para taparla bien, su pánico… se mitigó. Con delicadeza, él le quitó las lágrimas de las mejillas y de los ojos, y ella pudo verlo bien. Era… ¿qué era? Tenía la mitad superior del cuerpo de hombre, y la parte inferior, de animal. ¿Era una cabra? Tenía pelaje en las piernas, y llevaba un taparrabos. Y tenía pezuñas.

–Mira hacia arriba, muchacha.

Ella enrojeció y obedeció. Entonces, jadeó. El recién llegado tenía una cara tan hipnótica como la de William. Su piel y su pelo eran oscuros, tenía la nariz aguileña y los labios muy delgados. Su pelo era largo y negro. ¡Y tenía cuernos! Eran unos cuernos pequeños y curvos que le salían de la coronilla. Sus hombros eran anchos, los brazos, fuertes, y tenía garras en las manos.

Garras… ¡era un monstruo!

«No puede ser de verdad, no puede ser de verdad». ¿Era una alucinación?

–Me dijeron que podía ayudarte –afirmó él–. Que podíamos ayudarnos el uno al otro. No me dijeron que pertenecías a William el Oscuro, ni que estabas enferma. Ni que eras humana –dijo, como si aquello último fuera algo malo–. ¿Qué estás haciendo con un hombre de su reputación?

–¿Quién eres tú?

–Soy Pukinn.

Pukinn. Nunca había oído hablar de él.

–Puedes llamarme Puck. Soy el guardián de Indiferencia.

Así pues, era uno de los guerreros poseídos, pero ninguno que ella conociera. Él no había robado y abierto la caja de Pandora. Él había…

Gilly se estrujó el cerebro, y recordó vagamente que los demonios que no tenían huésped entre los guerreros habían ido a parar a los prisioneros del Tartarus, una cárcel subterránea para inmortales.

Al pensar en que aquel hombre pudiera ser un criminal, ella volvió a sentir pánico.

Él hombre suspiró de nuevo, como si estuviera decepcionado con ella.

–No estoy seguro de que tú puedas ayudarme a mí, pero creo que te permitiré intentarlo. Volveré cuando te hayas acostumbrado a la idea.

Entonces, caminó hacia el balcón y saltó por la barandilla.

Gillian se desplomó sobre el colchón, cubierta de sudor. Sin embargo, poco a poco, los latidos acelerados de su corazón fueron calmándose, y el sudor se refrescó.

Cuando William volvió a verla, estaba normal otra vez. Al menos, todo lo normal que podía estar teniendo en cuenta que estaba muriéndose. Él se detuvo a medio camino hacia la cama, olisqueó el aire y frunció el ceño. Entonces, la miró.

Ella abrió la boca para hablarle de su visita, pero cambió de opinión. Aquel extraño, Puck, no le había hecho nada, pero si le contaba algo a William, William lo buscaría y lo mataría. Después de torturarlo. Había oído hablar de las técnicas de experto que William utilizaba para las torturas, y su absoluto amor por la tarea.

–¿Estás en condiciones de que te vea otro médico, muñeca?

–Milord… señor –dijo alguien.

Entonces, Gillian se fijó en un hombre de baja estatura, redondo, que tenía escamas en vez de piel, y que estaba junto a él.

–He hablado con mis colegas, y todos estamos de acuerdo. Tiene morte ad vitam, y, como sabéis, no hay cura.

 

 

–¡Acuérdate! ¡Vamos! ¡Acuérdate!

Cameo, la guardiana de la Tristeza, se mesó el pelo, se golpeó las sienes con los puños y tocó la pared con la frente. Pero, por mucho que se esforzara, su mente seguía en blanco.

Estaba completamente frustrada. Desde que la había poseído su demonio, experimentaba pérdida de memoria cada vez que le sucedía algo que podía proporcionarle la felicidad. Unas cuantas semanas atrás, unos artefactos antiguos la habían enviado a otro reino. O eso creía, porque no podía recordarlo, lo cual significaba que había conocido a alguien o había encontrado algo, en aquel reino, que tenía el poder de cambiar su vida para mejor.

Los chicos le habían dicho que, al volver a casa, había mencionado el nombre de Lazarus.

Lazarus, Lazarus, Lazarus.

Seguía sin recordarlo. Tan solo sentía ganas de tomar chocolate.

¿Tenían algún tipo de vínculo?

Por supuesto, la respuesta se le escurrió entre las manos.

Con un grito, tomó el jarrón que había sobre la cómoda y lo lanzó contra la pared. El cristal se hizo añicos que cayeron al suelo. Solo quería un pequeño atisbo de felicidad que poder acariciar como si fuera un amante en mitad de la noche; eso era todo lo que pedía. Pero no… Ni siquiera era posible en su imaginación.

Tenía que haber algún modo de recordar a Lazarus, fuera quien fuera. ¿Era él el camino hacia su felicidad?

La puerta de su habitación se abrió de golpe, y Maddox apareció con una daga en la mano, mirando a su alrededor.

–Estoy bien –dijo ella, y él se encogió. Todo el mundo se encogía siempre. ¿Lazarus también?

«No pienses en él».

En vez de volver a hablar, le hizo un gesto a Maddox para que se marchara.

Él no le hizo caso.

–A mí no me parece que estés bien.

Ella enarcó una ceja, como si quisiera decirle: «Soy Tristeza, idiota, ¿cómo quieres que esté?».

Él se encogió de hombros.

–Entonces, ¿no tengo que matar a nadie por haberte molestado?

Ella negó con la cabeza.

–Muy bien –respondió él, y se dirigió hacia la puerta. Entonces señaló el marco, que estaba roto a causa de los golpes–. Deberías pedirle a alguien que arregle esto.

Ella estuvo a punto de echarse a reír, pero la risa murió en su garganta. No le estaba permitido reírse. Si se le escapaba la más mínima carcajada, sufriría.

Vaya una vida. Y lo peor de todo era que iba a vivir para siempre.

Antes, se preguntaba por qué había permitido Baden que lo mataran. Ella nunca había pensado en suicidarse, por muy triste que estuviera.

Hasta aquel momento.

La mujer de Baden estaba tan deprimida que caminaba por la fortaleza como si fuera un fantasma. Y ella se sentía responsable, en parte, como si su demonio hubiera contagiado a la chica. ¿Y Gilly y William? Gilly estaba enferma, y William estaba inconsolable. ¿Era culpa suya?

Seguramente, sí.

«El mundo estaría mucho mejor sin mí».

Con el corazón encogido, se sentó al borde de la cama. Quería sollozar, pero llorar no iba a servirle de nada salvo para alimentar al demonio y fortalecerlo.

Si encontraran la caja, podría librarse de su demonio de una vez por todas, pero encontrar la caja parecía imposible, puesto que todos los avances que habían hecho habían quedado en nada.

¿Qué podía hacer?

Tenía que pensar en algo. Tenía que tomar algunas decisiones sobre su futuro. No podía continuar así.