Capítulo 13
«Es una observación excelente. Permíteme que te dé mi respuesta: vete a la mierda».
Reyes, guardián de Dolor
En un momento dado, Baden tenía el control de su temperamento pero, al siguiente, Destrucción tomó las riendas. Sin embargo, de algún modo, Baden conservó su propio pensamiento, como si la bestia y él estuvieran compartiendo su mente, como si ya no fueran dos seres distintos, sino alguien nuevo.
Alguien extremadamente furioso.
Su cuerpo creció… y creció… su piel se estiró sobre los músculos aumentados y los huesos prolongados. De sus labios surgió un rugido animal, y su visión se convirtió en un túnel que llevaba la luz roja de sus ojos directamente hacia Pandora.
Ella lo había amenazado; había amenazado a su mujer y a sus perros. Lo pagaría con sangre. Las reglas podían irse al cuerno.
Le ardían las puntas de los dedos, y sus garras se afilaron. Mientras caminaba a grandes zancadas hacia ella, sacó una daga. Pandora tenía un río negro por la cara. Se puso en pie con las piernas temblorosas. Él la había visto en condiciones peores, pero iba a verla muerta.
A ella se le prolongaron los colmillos y sobrepasaron su labio inferior, y salió corriendo hacia él. Chocaron a medio camino y se convirtieron en una gran masa de furia. Se acuchillaron y se mordieron como animales salvajes, y se golpearon contra la perrera, con tanta fuerza, que la derribaron por completo.
Él la agarró del pelo y la lanzó contra una parrilla que había en el patio. Ella partió la parrilla en dos, y se formó una nube de carbón a su alrededor. Le lanzó un dardo de metal a Baden y consiguió clavárselo en el pecho. Él se arrancó la pieza del pecho mientras ella se le abalanzaba y lo empotraba contra la muralla de la fortaleza. La piedra se resquebrajó y se formaron masas de polvo.
–Te tengo, tranquilo –dijo con delicadeza Katarina, y él se consoló con su voz, aunque sabía que les estaba hablando a los perros–. No voy a permitir que te pase nada.
«Me gusta su instinto maternal».
Tendría que acordarse de decírselo. Estaba deseando retomar las cosas donde las habían dejado.
Pandora se concentró en ella. Todavía llevaba la daga ensangrentada en la mano. Baden casi pudo oír el pensamiento del ser que había en su mente: «Mata a la chica. Es una amenaza».
Baden, entre jadeos, se quedó inmóvil. Katarina estaba agachada delante de los perros, manteniéndolos a su espalda mientras caminaba hacia atrás como un cangrejo para protegerlos. Un acto muy valeroso, pero temerario. ¡Podía resultar herida!
Se teletransportó justo delante de ella y le dio un terrible puñetazo en la mandíbula a Pandora.
Otros dos guerreros llegaron al patio.
–¿Qué quieres que hagamos? –preguntó Maddox–. Tus deseos son nuestras órdenes.
Pandora y Baden se fijaron en él.
«Demonio. Amenaza».
«Amigo. Es mi amigo».
«¡La peor clase de peligro!».
Baden se acercó a Maddox. Pandora caminó a su lado.
El guerrero frunció el ceño.
–¿Qué estás haciendo?
–Matar –dijo Pandora.
–Buena idea. No me importaría nada –dijo Anya, la otra recién llegada. Dio un salto y pateó a Baden con tanta fuerza que su cerebro rebotó en las paredes del cráneo.
«Diosa, anarquía, amenaza. ¡Amiga!».
«Pues razón de más para que le resulte más fácil llevarnos a una trampa…».
Después, Anya atacó a Pandora. Ambas cayeron al suelo, y Pandora trató de apuñalarla mientras rodaban.
–Ayuda a los demás, Baden –dijo Katarina, con aquel tono delicado–. Por favor, no les hagas daño. Te necesitan.
Su atención cambió hacia ella. Los perros se pusieron a ambos lados de su cuerpo y le gruñeron. ¿Para advertirle que se mantuviera alejado? «¡Nadie me aleja de ella!». Les mostró los dientes a los animales.
–Maddox, ayúdame un poco, por favor.
Anya le lanzó un puñetazo a Pandora, pero Pandora la bloqueó y le destrozó los nudillos, riéndose.
Maddox se puso delante de la diosa, para protegerla, y se llevó un puñetazo destinado a ella. Del impacto, se le desplazó la mandíbula.
«¡Matar!». Destrucción se concentró en Maddox.
No. Baden se agachó y consiguió cambiar la dirección de su ataque hacia Pandora. Ambos rodaron por un desnivel. Antes de detenerse, pudo clavarle la daga en el costado. Baden recibió varias puñaladas en el costado y, si hubiera sido humano, se habría desangrado allí mismo. Con una expresión torva, la agarró del cuello y de la muñeca y le apretó la garganta para cortarle la respiración.
«Ni siquiera sé si necesita respirar».
Él había empezado a necesitarlo lentamente, y no sabía si a ella le había ocurrido lo mismo. Le apretó el cuello con más ferocidad.
Ella forcejeó, le clavó las garras en el brazo y le rasgó la piel.
¡Bum!
El suelo vibró, y él sintió una explosión de calor por encima del cuerpo. De no haber estado de rodillas, se habría caído.
–¡Bomba! –gritó Anya.
¿Era cosa de Pandora?
Maddox gritó los nombres de los miembros de su familia mientras salía corriendo hacia la fortaleza, seguido por Anya.
–¿Cuántas has puesto? –le preguntó Baden a Pandora.
–Yo… no he sido.
–¡Baden! –gritó Katarina–. ¡Ayúdame, por favor!
Baden oyó su tono de dolor, soltó a Pandora y subió rápidamente por el desnivel del terreno. Pandora todavía no se había recuperado lo suficiente como para impedírselo, pero siguió su avance con los ojos entrecerrados. Baden vio a Katarina en el suelo. Había caído una viga de madera sobre su pierna y las caderas de Biscuit. Gravy y ella trabajaban febrilmente para intentar levantar la viga, pero ninguno tenía la fuerza suficiente.
¡Bum!
Se produjo otra explosión que lanzó a Baden al otro lado del jardín. Se levantó rápidamente, llegó hasta ellos y apartó la viga de un golpetazo.
–¿Puedes andar? –le preguntó a Katarina. Ella estaba sangrando, porque tenía una herida bajo la falda.
Debería estar gritando de dolor.
Sin embargo, no lloró, y él estuvo a punto de desmoronarse. A ella no debería negársele nada, ni siquiera las lágrimas.
–Creo que sí –dijo con la voz temblorosa–. ¿Qué pasa?
–¡Allí arriba! –gritó Pandora.
De no haber sido por el grito chirriante que se oyó en el cielo, Baden la habría ignorado. Miró hacia arriba y encontró rápidamente una espantosa criatura alada que sobrevolaba la fortaleza. Emanaba humo de todo su cuerpo. Tenía la piel morada y unos cuernos muy gruesos. En las manos y los pies tenía unas garras amarillas y afiladas, y de los talones le salían otros cuernos, más pequeños que los de su cabeza. Llevaba un taparrabos de color carne. ¿Era carne humana convertida en cuero?
Con una sonrisa de perversión, la criatura extendió la mano, y en su palma se formó una bola de fuego negro y rojo. Apuntó hacia Baden.
Lo único que pudo hacer él fue agarrar a Katarina ya los perros y teletransportarse a la celda donde estaba encerrado Aleksander, para evitar que el monstruo los hiciera volar por los aires. Aleksander estaba encadenado a la pared y no podría tocar a Katarina.
–No te apartes de este lado de la celda, y no podrá hacerte nada –le dijo Baden. Destrucción se golpeó contra su cráneo, enfurecido, dispuesto a matar–. Apriétate la herida del muslo y quédate aquí. No se te ocurra acercarte a ese hombre.
¡Bum!
Los muros retumbaron y el aire se llenó de polvo.
–No me dejes aquí, Baden. Yo…
No tenía tiempo para razonar. Se teletransportó a la fortaleza. O, más bien, a lo que quedaba de ella. Entre los escombros, Baden vio una mano de huesos finos con las uñas pintadas de rosa. Ignoró el deseo de la bestia de ir a dar caza al nuevo enemigo, y comenzó a apartar piedras y escombro. Por fin, descubrió una melena rubia rojiza, y el estómago se le encogió. Era Gwen, la compañera de Sabin. Tenía los ojos vidriosos, y su pecho no se movía. Tenía la cara cubierta de sangre y hollín.
Baden la liberó, preguntándose si iba a encontrarse al guardián de Duda junto a ella, muerto. Cuando iba a buscarle el pulso a la muchacha en el cuello, las bandas de sus brazos se calentaron. «¡No! Ahora no!». Sin embargo, no pudo hacer nada para resistir el mandato de Hades, y apareció en la sala del trono, junto a Pandora.
–Mándame otra vez a la fortaleza –ordenó. Intentó teletransportarse, pero no lo consiguió–. Ahora.
Hades estaba en pie junto a una mesa larga y rectangular, acompañado por los otros cuatro reyes.
Iron Fist no llevaba camisa, y su piel estaba cubierta de tatuajes como los de Hades. Eran extraños y… ¿tenían vida? Aquellas marcas se movían por su piel. Tenía el pelo largo, negro y ondulado, y una espesa barba.
Otro guerrero, que tenía la piel ligeramente azulada y los ojos rodeados con un círculo de pintura negra, y todas las cejas recorridas por piercings, se echó a reír.
–Tu marioneta piensa que puede mandar. Adorable –dijo, con un ligero acento.
Destrucción rugió de odio.
Baden saltó sobre él y le lanzó un puñetazo con la fuerza de un ejército. El guerrero se tambaleó un poco, dio un paso atrás y movió la mandíbula.
–No está mal.
–Te dije que es fuerte –le dijo Hades, como si fuera un padre orgulloso.
–Pero no es muy listo –dijo alguien, a su espalda, justo antes de que lo levantaran por los aires, por encima de la cabeza de Iron Fist, que lo lanzó al otro lado de la habitación–. Tal vez con el golpe recupere algo de sentido común.
A él se le rompieron los huesos y sintió un dolor insoportable, pero no le importó. Se puso en pie y se acercó a ellos cojeando. «Amenaza. Matar».
De nuevo, Pandora caminó a su lado. Solo tenía un ojo ileso, y estaba fijo en el guerrero que lo había lanzado por los aires.
–A mí me está permitido atacarlo –le dijo ella–. A ti, no.
–Ya está bien –dijo Hades, con cara de aburrimiento.
Baden y Pandora quedaron paralizados.
–Déjame volver ya –repitió Baden.
–¿Ese es tu agradecimiento? Te he traído aquí para avisarte. Lucifer ha enviado a un asesino para que acabe contigo. Se llama… no me acuerdo. Se me ha olvidado porque no me importa. Va a utilizar…
–Lo sabemos –gritaron Pandora y él, al unísono.
–Está en la fortaleza –dijo Baden– y es posible que ya la haya destruido.
–Bien, bien –dijo Hades–. Para vencer a un enemigo así, vais a necesitar un poco de ayuda.
Tocó las bandas de ambos y el calor aumentó mil grados.
Baden rugió, y le fallaron las rodillas. Destrucción rugió también. Sin embargo, el dolor no fue lo único que sintió. Un poder increíblemente grande explotó dentro de él.
–El que venza a ese asesino –dijo Hades, con una sonrisa–, ganará cinco puntos extra. Id.
Baden no perdió el tiempo. Se teletransportó a casa. Pandora apareció a su lado, con la misma determinación que él por ganar aquellos puntos.
La tregua había terminado.
–Es mío.
Baden la agarró y la tiró al otro lado de los escombros.
Destrucción, embriagado por todo aquel poder, se puso frenético, y le ordenó que no dejara de matar.
Baden apretó los puños. Estaba dispuesto a acabar con cualquiera que fuera lo suficientemente estúpido como para interponerse en su camino. Se concentró en el asesino. Sus amigos, Paris, Sabin, Maddox y Torin habían conseguido derribarlo, y estaban enzarzados en una batalla con él, utilizando espadas, disparando armas, propinando golpes y lanzando dagas. Conseguían herirlo, pero no matarlo.
De repente, Baden pudo saborear el deseo de acabar con él. Su sangre estaba ardiendo cada vez más, aunque las bandas se enfriaron.
–Mío –dijo.
Dio un solo paso, y estaba delante de su enemigo. Maddox ya había lanzado un puñetazo y fue él quien lo recibió, en la nuca, pero apenas sintió el golpe, que habría acabado con cualquier otro ser.
El asesino sonrió y le arrojó una bola de fuego a la cara, y a Baden le encantó. Las llamas le proporcionaron aún más poder, como si alimentaran al que ya le había concedido Hades.
Al asesino se le borró la sonrisa de la cara, y se tambaleó hacia atrás.
Baden lo siguió. Le dio un puñetazo tan fuerte que le atravesó el esternón. Después, le sacó el corazón.
Pandora apareció detrás de la criatura y, de un espadazo, le cortó la cabeza. El cuerpo cayó al suelo como un fideo y la sangre creó un charco.
Uno menos, pero quedaban muchos. Sus enemigos estaban debilitados a causa de la batalla. «¡Mata ahora!».
«Shh. No necesitas matar a nadie. Yo voy a protegerte».
La voz de Katarina resonó suavemente en su cabeza y calmó a Destrucción, y Baden frunció el ceño. Ella no estaba presente, y nunca le había dicho aquellas palabras. Además, no tenía la fuerza suficiente como para protegerlo.
–¿Estás bien, tío? –le preguntó Sabin, dándole una palmadita en el hombro.
«Calma. Tranquilo».
Baden dejó caer el órgano podrido y dijo:
–¿Cómo está Gwen? ¿Y los demás?
–Lucien se la ha llevado a una casa segura –dijo el guerrero, con angustia–. En cuanto Cameo consiguió despertar a Keeley, ella utilizó lo que le quedaba de fuerza para teletransportar a los demás. Todos, salvo Galen, están a salvo. Si está aquí, está enterrado bajo los escombros.
–No, no está aquí. Lleva fuera varias horas –dijo Torin, y se pasó una mano por la cara–. Esta criatura sabía que tenía que inhabilitar primero a Keeley para que ella no pudiera ayudarnos. Bombardeó nuestro dormitorio antes de seguir con el resto de la fortaleza.
–¿Están todos…?
Sabin asintió.
–Vivos, sí. ¿Estables? No.
Baden miró a Pandora.
–Si no hubieras atacado a mis perros –le ladró– no habríamos estado distraídos.
Un instante después, estaban enfrentándose.
–¿Quieres luchar conmigo? –rugió ella–. ¿Eh?
–¿Otra vez? ¿Qué tal el ojo?
Ella chilló con fuerza y lanzó un puñetazo. Maddox se interpuso y los separó.
–Márchate –le dijo a Pandora–. Ahora. O Baden no será el único que te golpee.
Ella abrió la boca para protestar, pero Maddox la interrumpió.
–Te estoy dando esta oportunidad porque te infligimos un gran daño cuando te robamos la caja. Porque yo te hice un gran mal después de mi posesión. Pero no voy a darte otra.
–No vas a ganar esta batalla –le dijo Sabin–. Estamos demasiado alterados, y tú estás herida.
Ellos no sabían nada acerca del poder extra que les había concedido Hades, ni que tal vez Pandora fuera capaz de ganarlos a todos. Sin embargo, Sabin era experto en crear dudas. Ella palideció y se desvaneció.
Baden miró la devastación que había a su alrededor. No podrían recuperar la fortaleza. Se sintió culpable.
–Yo tengo la culpa de todo esto. No debería haber vuelto. No debería haber venido a vivir aquí.
–No digas tonterías –le dijo Torin, y apartó un pedazo de madera de una patada–. Vamos a recuperar todo lo que podamos mientras esperamos a que vuelva Lucien. Estamos mejor todos juntos, y punto.
–Me alegro de verte… esposa mía.
Katarina le soltó un siseo de odio al hombre que le había hecho tanto daño.
–Tú no eres mi marido. Eres mi chantajista y el camello de mi hermano. Y ahora, eres el asesino de mis perros.
–Puedes comprarte más perros. Muchos más. De hecho, parece que ya has empezado.
¡Canalla! El odio que sentía se desbordó y estuvo a punto de ahogarla, como el dolor. Se merecía sufrir, pero parecía que estaba perfectamente. La única señal de que no era libre era la cadena que le rodeaba la cintura.
–¿Te compró el pelirrojo esos chuchos? Deberías devolverlos. Te mereces perros con pedigrí.
Los perros estaban sentados a su lado, con el lomo erizado, con la vista fija en Aleksander. Se estaban comportando tan bien como si llevara meses trabajando con ellos.
–Baden no es asunto tuyo. Ni yo. Ni los perros.
Katarina rasgó el bajo de su vestido y se vendó la herida de la pierna para frenar la hemorragia.
–Y el pedigrí no dice nada acerca del valor de un animal.
Él la fulminó con la mirada.
–¿Te has acostado con él?
–Aunque me acostara con un ejército, seguiría sin ser asunto tuyo.
–No te engañes. Tú eres mía. Eres mi esposa, eres mi propiedad.
Los perros se ofendieron con su tono de voz. Se irguieron y empezaron a gruñir.
Ella sabía que no debía sobresaltar a un animal enfadado con una caricia que no deseaba, así que empezó a canturrear. Ellos se relajaron y volvieron a sentarse.
El techo vibró, y cayó más polvo sobre ellos. ¿Dónde estaría Baden? ¿Estaría bien?
–Te sugiero que seas agradable, esposa mía –dijo él–. Muy pronto utilizaré la moneda para destronar a Hades y ocuparé su lugar en el inframundo. Seré rey.
–¿Eso es lo que puedes hacer con la moneda? ¿Comprarte un reino?
–Puedo obligar a Hades a concederme un deseo, sea cual sea.
–¿Y cómo la conseguiste?
Él vaciló, pero acabó por responder.
–Me la regaló mi madre.
–¿Tienes madre? Vaya, ¿y está orgullosa de su hijo psicópata?
–Murió por culpa de mi padre –dijo él, con una sonrisa de locura–. Pero él se va a llevar su merecido, al final. Yo me ocuparé. Y, si quieres conservar tu preciosa lengua, no vuelvas a hablar de mi madre.
Los perros ladraron, pero permanecieron en su sitio.
–¿Sigue vivo mi hermano, o lo has matado a él también? –le preguntó ella, mientras palpaba la pared de fría piedra para ver si encontraba una forma de salir de allí. No dudaba de que estaba a salvo, pero tal vez las mujeres y los niños la necesitaran. A ella, y a los perros.
–Después de la masacre de la capilla, envié a Dominik a mi finca del campo. No voy a hacerle daño… siempre y cuando me trates con el respeto que merezco.
Así habría sido su vida si Baden no se hubiera entrometido. Una vida de amenazas y coacción. Tenía una deuda muy grande con aquel guerrero.
Consiguió sacar una piedra que ya estaba aflojada.
–¿Acaso piensas dejarme aquí? –inquirió Alek, e hizo resonar las cadenas al intentar levantarse–. No. Vas a quedarte, ¿me oyes? ¡Vas a quedarte!
Katarina se dio la vuelta con intención de lanzarle la piedra, pero se quedó atónita. Él tenía los ojos rojos como si fueran chispas.
Baden tenía razón. Aleksander no era humano.
¿Cómo era posible? ¿Y cómo era posible que ella no se hubiera dado cuenta?
–Cuando sea el rey del reino de Hades –prosiguió Alek–, tú serás mi reina. ¿Acaso no quieres ser mi reina, princezná?
–Prefiero servir a un buen rey que ser la reina de uno malo.
–Entonces, ¿sí?
–No.
Sin embargo… Katarina respiró profundamente y exhaló todo el aire. En aquel momento, formaba parte del mundo de Baden. Él admiraba la fuerza, y ella le había dicho varias veces que era fuerte. Había llegado la hora de demostrárselo.
Si no podía escapar, al menos podría conseguir información.
–¿Dónde está la moneda? –le preguntó ella, y se estremeció. Demasiado, y demasiado rápido.
Él volvió a sonreír como un maníaco.
–Puedes buscar por todo el mundo, pero no la vas a encontrar.
Qué seguro de sí mismo. Buscar por todo el mundo…
Entonces, ¿tendría que buscar en el inframundo?
No, no era probable. Él no le confiaría aquella moneda a nadie.
–Por mucho que te odie, tampoco quiero ser prisionera. Si te ayudo a escapar, tienes que llevarme contigo. Y soltar a mi hermano.
Él entrecerró los ojos, pero asintió.
–De acuerdo.
¿Capitulaba tan fácilmente? ¡Mentiroso!
Ella se puso en pie y dio un paso hacia él. Entonces, fingió que lo pensaba mejor y retrocedió. Cuando él se puso tenso, ella dio otro paso hacia delante.
–¿Cómo voy a liberarte? –le preguntó.
–Abre el candado de las cadenas, como hiciste con la cerradura de tu habitación –respondió él, vibrando de impaciencia–. Yo haré el resto.
–En otras palabras, que haga todo el trabajo a cambio de una recompensa muy pequeña. ¡No! Yo también quiero la moneda.
«Mírame. Baden se sentiría orgulloso si me viera interpretando este gran papel de oportunista».
–La compartiré contigo –respondió él, aunque, claramente, se había puesto furioso.
Otra mentira.
–¿Y cómo sé yo que la tienes de verdad?
–Tendrás que confiar en mí.
–¿Después de lo que les hiciste a mis perros? No, no confío en ti. Tienes que demostrarme su existencia.
–La tengo, lo juro. Eso es todo lo que tienes que saber.
–Lo siento, marido mío, pero tengo que verla.
Él le mostró los dientes con un gesto ceñudo que ella solo había visto cuando trataba con empleados que le habían traicionado.
–Suéltame –le ordenó– y te la enseñaré.
Ella observó la cerradura a distancia.
–Parece complicada. Si fuera fácil de abrir, tú ya habrías encontrado la forma de hacerlo. Tal vez yo no tenga la suficiente habilidad…
–La llave. Busca la llave.
–¿Cómo? Baden vigila todos mis movimientos. ¿Por qué no usas la moneda? Podrías convertirte en rey y llamar a un ejército entero para que te liberara. Vamos, dime dónde está. Convenceré a Baden para que me teletransporte a ese lugar y la esconderé en mi ropa antes de que él la encuentre. No se enterará.
Alek dio una patada, pero no consiguió alcanzarla. Su cordura estaba empezando a fallar.
–¡Zorra! ¡Lo que quieres es usarla tú!
Ella les hizo unas caricias a los perros detrás de las orejas antes de que tuvieran tiempo de reaccionar, y alzó la barbilla.
–Yo soy débil. Nunca me atrevería a acercarme a Hades sin ti. Pero no puedo arriesgarme a incurrir en la ira de Baden. Es un hombre cruel –dijo, y se estremeció fingidamente–. Muy peligroso.
Alek resopló y resopló. Consiguió disimular la ira en los rasgos de su cara, pero no pudo ocultar el brillo de furia de sus ojos.
–Eres una mujer. Seguro que encuentras la forma de distraerlo de su ira.
¿Ya estaba dispuesto a que su esposa se convirtiera en una prostituta?
–Está bien –dijo ella–. Pondré mi vida en peligro y seduciré a Baden… si me demuestras que la moneda existe.
Alek miró más allá de Katarina, y palideció.
Oh, oh. Problemas.
–Has cometido un grave error, nevesta –dijo Baden, a su espalda. Su voz tenía una especie de eco, como si hablara al mismo tiempo que la bestia–. Verdaderamente grave.