Capítulo 17

 

«Ojalá estuviera besándote, en vez de echándote de menos».

Aeron, antiguo guardián de Ira

 

Baden se quitó la ropa manchada, encendió la chimenea de la habitación y la quemó. Aquella ropa solo iba a servirle para recordar cómo había llegado al orgasmo, como si fuera un adolescente, con Katarina. Había sido humillante, sí, pero también había merecido la pena.

Entró en la ducha y dejó que el agua caliente le cayera por la cara y los hombros. Sin embargo, no pudo dejar de pensar en ella. El placer que le había proporcionado… Él nunca había experimentado nada igual. Había sentido por ella un placer tan grande que habría estado dispuesto a hacer cualquier cosa que le hubiera pedido. Habría muerto por ella.

Katarina tenía aquel poder sobre él y, también, sobre la bestia. Destrucción estaba dispuesto a matar por ella. Por ella, sí, pero no por él. Era como si los enemigos de Katarina tuvieran más importancia que los que le amenazaban a él. Era como si hubiera que enseñarles a todos los enemigos que cometerían un gran error si ponían sus miras en la humana.

Volver a estar con ella no era algo opcional, sino que se había convertido en una necesidad. Volver a disfrutar de su sabor, de sus ronroneos, de sus gemidos, y de la manera en que pronunciaba su nombre con la respiración entrecortada. De su pasión desencadenada.

Dio un puñetazo en la pared. ¿Qué demonios iba a hacer con ella?

Al menos, con algo de su lujuria aplacada, tenía la cabeza más clara, y la bestia estaba tranquila. Baden pudo pensar en lo que Katarina le había dicho a Aleksander.

«Pondré mi vida en peligro y seduciré a Baden… si me demuestras que la moneda existe».

Aquel tipo había matado a sus perros. Ella lo odiaba. ¿Estaba de verdad dispuesta a liberarlo solo para convertirse en reina del inframundo? No, no era posible. Así pues, ella debía de tener un buen motivo para hacer aquella promesa.

De repente, él tuvo una sospecha: ¿Acaso Katarina quería encontrar la moneda para él?

Sí. Estaba claro. No había duda. Baden maldijo su explosivo genio, maldijo su paranoia. Le debía una disculpa a Katarina, aunque las palabras no serían suficientes para resolver los problemas que él mismo había creado.

Cuando cerraba el grifo, las bandas comenzaron a ponerse al rojo vivo en sus bíceps. La cabina de la ducha se llenó de un resplandor suave. Rápidamente, intentó tomar una toalla, pero no lo consiguió. Desapareció, y volvió a aparecer en el salón del trono de Hades, mojado y desnudo, sin armas.

Percibió el olor del humo y oyó gritos discordantes y lejanos mientras miraba a su alrededor con rapidez. No había nadie tan cerca como para que pudiera golpearlo, pero sí había una fila de guardias junto al muro más lejano, y todos lo miraron con lascivia. Él los fulminó con la mirada, retándolos a que dijeran una sola palabra.

–Por el bien de mis ojos, vístete –le dijo Hades, y captó su atención.

El rey se había materializado en su morboso trono, con un traje de tres piezas.

Baden extendió los brazos. «Deléitate, imbécil».

–Alguien debería haberme avisado de que había que venir con vestimenta formal.

–¡Pippin!

El anciano apareció en medio de una nube de humo negro.

–Sí, milord.

–Dale ropa a Baden.

–Sí, milord.

Pippin sacó una piedrecita del borde de su tabla.

Hades. Llamas. Cenizas.

Aquellas cenizas se le adhirieron a la piel y, al instante, se convirtieron en unos pantalones de cuero negro con muchas cremalleras y en una camiseta blanca. Ambas le quedaban como un guante.

Baden quería una de aquellas tablas.

–Mucho mejor –dijo Hades, mientras tamborileaba con los dedos en el brazo de su trono–. Ponme al día en cuanto a tu búsqueda de la moneda.

–Aleksander ha resultado ser más terco de lo que yo pensaba.

–¿Y las demás tareas?

–Casi terminadas.

–Entonces, te complacerá saber que tengo un nuevo trabajo para ti.

Uno de los recuerdos de Destrucción se abrió paso en su mente. Su madre, una bellísima mujer morena que se había comido el hígado de su hijo, estaba sentada en aquel mismo trono. En el trono de Hades. Ella se encogió al ver que su hijo se acercaba, y clavó las garras en los brazos del asiento para levantarse, pero no pudo hacerlo. Él la mantuvo inmovilizada con un poder al que ella no podía hacer frente. Las sombras de Hades la rodearon, siseando.

–¿Me estás escuchando? –le espetó el rey.

Hades había sufrido mucho a manos de su madre, y la había matado por ello. Había matado a su propia madre sin piedad.

No había límite que Hades respetara si se le traicionaba.

«¡Concéntrate!».

–Sí, estoy escuchando.

–Quiero que este artefacto esté en mi poder antes de que termine el día».

Dio unas palmadas, y Pippin le puso otra piedrecita en la palma de la mano.

Llamas. Ceniza. Baden inhaló profundamente. El artefacto era un collar al que todo el mundo conocía como coeur de la terre. Doscientos quilates de coral azul. Era de una belleza exquisita, pero su mayor atractivo eran sus propiedades sobrenaturales. Con aquel collar, cualquier ser podía vivir y respirar bajo el agua con los Mers.

La propietaria era, en aquel momento, la amante de Poseidón, una ninfa del bosque de aspecto delicado.

–Hay un detalle que debes saber con respecto a esta misión –dijo Hades–. Si lo consigues, el rey de los mares perderá a su concubina favorita, y enviará asesinos para que te maten.

Maravilloso.

–No será el primero ni el último. Me las arreglaré.

Hades miró a su sirviente.

–¿Lo ves, Pippin? No estoy siendo innecesariamente cruel. Baden ha aceptado el reto.

–Sí, milord.

Hades le dijo a Baden:

–No mates al rey de los mares. Si su concubina tiene que morir, que muera. Y recuerda que todo lo que haces, lo haces para conseguir un bien mayor.

El mayor bien: la victoria. La seguridad de sus amigos… y de Katarina.

–Conseguiré el collar.

La condición de hacerlo antes de que acabara el día dejaba tiempo suficiente para lanzar un golpe contra Lucifer primero. Ya estaba en el inframundo, así que, ¿por qué no?

–Basta. Conozco esa expresión –dijo Hades, frunciendo el ceño–. ¿Qué estás pensando? Dime la verdad.

Baden respondió sin poder evitarlo, obligado por el poder del rey.

Hades reflexionó un momento y asintió.

–Está bien. Voy a ayudarte, incluso. Pippin, por favor…

Con otro pedazo de la tabla, Hades le proporcionó un mapa de los nueve reinos del inframundo y la capacidad de teletransportarse a cualquiera de ellos. El único lugar que tenía prohibido era el interior del palacio de Lucifer, cuyos muros estaban bloqueados de una manera mística.

Sin embargo, siempre había una manera de hacer las cosas. O la habría, antes de que se le terminara el tiempo.

Notó un peso en la cintura del pantalón y miró hacia abajo. Había aparecido una granada colgada de cada trabilla del cinturón. Sonrió. Allí estaba la manera.

Lucifer había destruido su hogar, y él iba a destruir el de Lucifer.

Se teletransportó a los alrededores del palacio. Era un edificio enorme, altísimo, construido con huesos y sangre. El foso que lo rodeaba estaba lleno de ácido mezclado con las lágrimas de los condenados. Por un cielo de humo y fuego volaban dragones. Olía a azufre y se oían gritos de dolor y miedo de fondo, gritos mucho peores que los que había oído en el reino de Hades.

Había guardias recorriendo el parapeto del castillo y, cuando lo vieron, dieron la alarma. Baden lanzó una granada y, con la explosión, el parapeto se desmoronó y se convirtió en un montón de escombros. Se teletransportó al otro lado del palacio y lanzó una segunda granada. Continuó su asalto hasta que todas las trabillas del cinturón estaban vacías. No tardó más de diez minutos pero, durante ese tiempo, varios guardias consiguieron dar con su situación y le arrojaron lanzas. Otros guardias arrojaron lanzas en todas las direcciones, de manera que, cuando se teletransportara, alguna de ellas le atravesara.

Cosa que ocurrió.

Con el impacto, Baden perdió la capacidad de teletransportarse, como si se lo impidiera una barrera invisible. Destrucción rugió. Todos los guardias se concentraron en él y le arrojaron más lanzas. Justo antes de que la avalancha lo alcanzara, la bestia pudo liberarlo.

Baden volvió a teletransportarse con la intención de agarrar unas cuantas lanzas, pero apareció sobre una trampa de metal especialmente concebida para aquellos con la capacidad del teletransporte. Unos dientes de metal se cerraron y atraparon su tobillo y le impidieron volver a cambiar de lugar. Las líneas que marcaban cada uno de los asesinatos que había cometido en nombre de Hades comenzaron a hincharse y a quemar, como si la bestia respirara fuego a través de ellas, desde el interior de su cuerpo. Salió humo de su piel, un humo que formó un muro a su alrededor.

Baden se dio cuenta de que no era humo, sino las criaturas que habían vivido dentro de sus víctimas.

Se quedó conmocionado. Había visto a las sombras elevarse desde Hades, había visto un atisbo de sombras al enfrentarse al Berserker, pero nunca hubiera esperado aquello.

A su alrededor se formó un ejército.

¿Y qué demonios se suponía que tenía que hacer? Los humanos que habían hospedado demonios no sabían cómo utilizarlos, según Hades. Él tampoco lo sabía y, sin embargo, ¿le estaban ayudando?

Sí. Las criaturas se separaron de él, pero un lazo invisible las mantuvo atadas a su alma, de manera que no pudieran ir demasiado lejos. Ellas detuvieron todas las armas que le lanzaban, incluso una granada. Se formó un remolino de fuego a su alrededor, pero no le tocó. A los pocos segundos, las sombras mordieron y royeron el cepo de metal y lo liberaron.

«Prepárate», le dijo Destrucción.

En cuanto las sombras fueron reabsorbidas en sus brazos, Baden se teletransportó a su casa. No iba a pensar en las sombras, ni en lo que podían hacer. Todavía no. Tenía demasiadas cosas que hacer.

¿Dónde estaba Katarina?

Recorrió la casa. Era una fortaleza en un reino desértico donde nadie se atrevería a aventurarse. El único verdor estaba en un oasis cercado que había en la parte trasera. Cuando había negociado con Galen, le había exigido un lugar donde los perros pudieran correr y jugar. Galen se lo había concedido, aunque a su manera. Aparte del palacio y del oasis, en aquel reino solo había kilómetros y kilómetros de piedras ardientes, sol abrasador y dunas de arena negra.

Bienvenido al reino de los Olvidados.

Para entrar allí era necesario tener una llave, y solo Galen y él la tenían.

Cuanto más permaneciera allí, más posibilidades tenía de que todos quienes lo conocían se olvidaran de él. Aquel riesgo lo había asumido, pero no quería que Hades lo olvidara. Más misiones significaban más puntos.

A cambio de la llave, él había tenido que conseguirle una cita con Legion a Galen. O con Honey. O como se llamara aquella chica humana, que antes había sido un demonio.

Aeron quería a la muchacha como si fuera una hija. Después del terrible maltrato y los abusos que había sufrido en el infierno, Aeron había hecho todo lo posible por sanar su mente y su cuerpo. El cuerpo se había sanado, sí, pero la mente, no. Legion seguía sufriendo. Tal vez Galen fuera la respuesta; la chica y él tenían una historia.

Baden oyó unas voces y torció una esquina. Entró en una cocina grande con electrodomésticos modernos y encimeras de piedra relucientes. Su mujer, su dulce tormento, apareció ante su vista, y su cuerpo se endureció.

Katarina se había duchado y se había cambiado de ropa. Llevaba una camiseta rosa y unos pantalones vaqueros desgastados; tenía un aspecto delicado y femenino, pero él quería verla desnuda.

Ella puso unos cuencos con comida y agua delante de los perros mientras hablaba con…

De repente, recordó el nombre: Fox. Y se dio cuenta de por qué lo había olvidado. Fox era la nueva guardiana de Desconfianza, y había estado allí todo el tiempo.

«Mantente alejado de Fox».

Eso era lo que le había dicho William. ¿Por qué?

Fox era la mano derecha de Galen. Tenía el pelo negro, los ojos azules y los rasgos marcados y angulosos. Era esbelta, pero fuerte. Era el tipo de mujer que a él siempre le había resultado atractiva. Sin embargo, no podía compararse a la delicadeza de Katarina.

–¿Y cómo es? –preguntó Fox.

–Terco –respondió Katarina–. Irritante. Desconfiado…

–Eso sí puedo entenderlo.

¿Se refería a él?

Baden apretó los dientes.

Sin embargo, Katarina no había terminado.

–Es frustrante, molesto –dijo. Después, con un suspiro, añadió–: Inteligente, sexy y protector. ¡Demasiado protector!

«Piensa que soy sexy».

Galen estaba sentado en la mesa de la esquina, afilando un cuchillo. Ellos dos se miraron, y Galen se encogió de hombros, como diciendo: «¡Mujeres!».

–No me dijiste que había alguien más viviendo aquí –dijo Baden.

Las chicas se sobresaltaron y se volvieron hacia él. Katarina se quedó boquiabierta.

–Estás negro de humo –dijo.

–Ya lo sé –dijo él, y miró a Fox. Sintió una especie de efervescencia…

¿Deseo? ¿Por ella? No. Nunca. Tenía que ser por Desconfianza. Pero Baden no quería tener nada que ver con ningún demonio. No iba a echar de menos un cáncer que había conseguido extirparse, ni ninguna otra enfermedad que hubiera padecido.

Salvo que, algunas veces, su demonio había sido su única compañía. Incluso cuando estaba con los demás guerreros, se sentía aislado.

Sin embargo, los sentimientos no siempre eran exactos, ¿verdad?

A Fox empezaron a salirle llamas del pelo. ¿Su demonio se había enfurecido? ¿Por él?

–Vaya –dijo Katarina–. ¿Qué te pasa?

Fox se frotó las sienes, y las llamas se apagaron.

–Lo siento. Todavía estoy aprendiendo a controlarme.

Galen sonrió a Baden.

–¿Puedes creer que me había olvidado de mi querida Foxy Roxy?

No, pero no iba a contradecirle.

–Necesito armas, las mejores que tengas.

Katarina lo fulminó con la mirada.

–¿Me estás ignorando?

–No –dijo él.

Ella frunció los labios.

Fox lo saludó.

–Me alegro de conocerte. Supongo.

Él volvió a mirarla, y Destrucción reaccionó.

«Ella se volverá contra nosotros. Mátala ahora».

«El asesinato a sangre fría nunca será una buena respuesta». La voz de Katarina resonó en su mente.

Galen se puso de pie y dijo:

–Si quieres armas, yo tengo armas. Por aquí.

Baden lo siguió por un largo pasillo.

Katarina corrió a su lado.

–¿Por qué parece que has estado en un incendio? ¿Y por qué necesitas armas?

–Estoy en una guerra. Y me han asignado otra misión.

–¿Y es una misión peligrosa?

–Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas? ¿Es que te vas a empeñar en acompañarme?

–Eh… no. Tú tienes un trabajo, y yo tengo otro. Cuidar y alimentar a mis nuevas mascotas.

–¿No te importa si muero o vivo? ¿No deberías querer guardarme las espaldas?

Ella soltó un resoplido y le dio una palmadita en el brazo. Aquel contacto piel con piel le provocó un dolor lacerante. Baden tomó aire bruscamente, y ella apartó la mano. Y, sin embargo, al perder el contacto, él solo sintió decepción.

Galen se detuvo y entró en un dormitorio que había convertido en la fantasía de un guerrero. Las paredes estaban llenas de estanterías, y las estanterías, atestadas de armas. Había pistolas, espadas, dagas, granadas, lanzallamas y muchas más cosas.

–Querrás cambiarte –dijo, y presionó un botón.

Entonces, se abrió un armario y aparecieron trajes distintos. Galen sacó una camiseta negra y se la lanzó a Baden.

–Tiene dos aberturas en la espalda, para las alas. Puedes utilizarlas para esconder un par de espadas.

Baden se cambió.

–También necesito un teléfono móvil.

Galen se sacó uno del bolsillo y se lo entregó. Mientras salía de la habitación, murmuró:

–El antiguo líder de los Cazadores, reducido a hacer de canguro. Para tu información, esto no formaba parte de mi plan de vida.

Baden le envió a Torin un mensaje de texto para decirle que estaba bien, que había encontrado un lugar nuevo y que esperaba que ellos se hubieran recuperado. Después, se guardó el teléfono y miró a Katarina.

–Entiendo que te enfadaras cuando te acusé de haberme traicionado. Siento mucho haberlo hecho –dijo.

Ella se quedó boquiabierta.

–Espera, espera. ¿Acabas de admitir que te has equivocado?

–Pues sí –respondió él–. Un acto sin precedentes que debería ser cantado por un coro de ángeles.

Ella sonrió, pero, al instante, se le borró la sonrisa de los labios.

–He visto cómo la mirabas.

Su tono de voz… ¿era de celos?

–¿Cómo la he mirado? –le preguntó él, mientras revisaba las armas y seleccionaba dos dagas, una pistola semiautomática y tres cargadores.

–Como estás mirando esas armas –respondió ella, con la voz un poco chillona–. Como si fueran la respuesta a todos tus problemas.

–Ella lleva una parte de mi pasado. De todos modos, solo voy a quedarme con las armas, no con Fox. Mi deseo no es para ella.

–Entonces, ¿para quién?

Él se acercó a ella y le clavó una mirada ardiente. Sin embargo, en vez de responder a su pregunta, le ordenó:

–No te pelees con ella mientras no estoy aquí.

Katarina se enfadó aún más.

–No hagas esto. No hagas lo otro. ¡Idiota! Yo haré lo que quiera…

–Si ella te hace daño, tendré que matarla, y su demonio quedará libre por el mundo o, tal vez, vuelva a intentar entrar en mí.

–Ah. Bueno. Si tienes un motivo tan poderoso… –respondió Katarina, y se apoyó en él, derritiéndose, mientras le acariciaba las puntas del pelo–. Además, yo soy demasiado dulce como para pelearme con nadie.

–Lo que sí es cierto es que tienes un sabor muy dulce, y eres la única a la que yo deseo.

Ella le dedicó una sonrisa resplandeciente y preguntó:

–¿Por qué no tomas un poco de mi dulzura en tus labios, ummm?

Él no pudo negárselo. Se inclinó y le dio un rápido beso, con la única intención de que sus lenguas se acariciaran una vez o, quizá, dos… Pero, sin poder evitarlo, la apoyó contra la pared y se dio un festín con ella. La agarró por las nalgas y la levantó del suelo, y ella tuvo que rodearle la cintura con las piernas para poder sujetarse. Él le apretó la erección contra las ingles y a ella se le escapó un jadeo de necesidad. Katarina se arqueó para devolverle las acometidas.

–Me encanta cómo haces que me sienta. Tengo calor, siento deseo y… necesidad –le dijo, con un ronroneo.

Si no se marchaba ya, pensó Baden, no iba a poder marcharse nunca.

«Ve por el collar, gana un punto y, después, toma a Katarina».

Se apartó de ella. Ambos se quedaron jadeando.

–Estate desnuda cuando vuelva –dijo él, en un tono que no admitía réplica.

Ella se estremeció, pero respondió:

–Pídemelo con amabilidad.

Baden estaba dispuesto a rogar con tal de conseguir aquello.

–Estate desnuda, por favor.

–¿Y negarte el privilegio de desnudarme? ¡No! Estaré completamente vestida, y tú me lo agradecerás.

Él tuvo que hacer un esfuerzo para mantener sus prioridades. Primero, obtener el punto. Después, a la mujer.

–No voy a tardar mucho.

Se teletransportó directamente junto a la ninfa del bosque… que estaba en una fiesta, en una cúpula sumergida en el agua, pero cuyo interior estaba seco. Allí había muchos inmortales, tantos, que parecían sardinas en lata. Todos iban vestidos de gala. Baden, por el contrario, no había ido ataviado para la ocasión. Y Destrucción no estaba muy contento, precisamente, rodeado de vampiros, cambiaformas, sirenas, arpías, hadas, duendes, gorgonas, brujas e, incluso, un cíclope.

«Calma. Tranquilo».

De repente, oyó un grito que le resultó familiar. Se puso muy tenso y se abrió paso entre la gente, siseando de dolor cada vez que alguien lo rozaba. Pasó entre unas columnas de mármol talladas con la forma de Poseidón y llegó junto a la ninfa, que estaba tambaleándose junto a Taliyah. Estaban tomándose unos chupitos y succionando rodajas de lima.

Tras ellas había un estrado, desde el que Poseidón las observaba. Estaba sentado en un trono de coral. Baden sabía que el rey pasaba medio año en el agua y el otro medio en la tierra, debilitado a causa de una maldición. Aquel era un periodo de tierra y piernas.

El rey estaba concentrado en la ninfa, y tenía una expresión de deseo sin satisfacer.

–Esta vez –dijo Taliyah, arrastrando las palabras–, vamos a tomarnos los chupitos mientras tú eres yo y yo soy tú. Vamos a cambiarnos de ropa y de joyas rápidamente.

Baden se puso aún más tenso. Así pues, la arpía también había ido hasta allí para robar el collar, ¿no?

Entonces, Taliyah lo miró y le guiñó un ojo.

–¡Vaya! ¡Es la mejor idea del mundo! –dijo la ninfa, y tomó con ambas manos el broche del collar.

Poseidón se levantó de un salto y rugió:

–¡Ni se te ocurra!

Muchos de los invitados se sobresaltaron.

Taliyah puso mala cara, pero, rápidamente, ocultó su enfado, disfrazándolo de desilusión.

–Vaya, ahora nuestros chupitos no van a estar tan buenos.

–¡Está bien, está bien! –exclamó la ninfa, y le hizo al rey un gesto con ambos pulgares levantados.

Todo el mundo se apartó del camino de Poseidón, que se acercó a ella rápidamente y la tomó del brazo. Un par de guardias se acercaron también.

–Llevadla a su habitación y permaneced delante de su puerta –ordenó el rey–. Que nadie entre ni salga.

–Vaya… –dijo ella, mientras se la llevaban–. Ahora que la fiesta se estaba poniendo interesante…

Baden miró por última vez a Taliyah, con un gesto ceñudo, antes de mezclarse con la gente de nuevo, para evitar que Poseidón se fijara en él.

–Oh, mira que hombre más apetecible –dijo una arpía pelirroja, y le acarició el brazo. Él la fulminó con la mirada y se apartó de ella, pero se tropezó con otra arpía. Aquella era negra e increíblemente bella, con los ojos del color del ámbar y los labios rojos y carnosos. «La conozco…».

De repente, recordó quién era: Neeka la No Deseada. La mejor amiga de Taliyah. En el pasado había sido una prisionera de los fénix.

Ella le clavó las garras en el brazo y, aunque le sonreía, irradiaba desprecio.

–El collar es nuestro. Márchate o lo lamentarás. Tú decides.

Baden la agarró del cuello y apretó antes de poder evitarlo. «¡Maldita sea, bestia!». La soltó rápidamente.

Ella no parecía muy afectada.

–Me alegro de conocerte, guerrero.

Taliyah, la pelirroja y ella se perdieron entre la multitud. Baden siguió por el camino que habían tomado los guardias y, cuando llegó a un pasillo separado, encontró a uno de los guardias inconsciente, detrás de una gran maceta. Las chicas trabajaban rápido.

Encontró a otro guardia sin conocimiento delante de una puerta cerrada, y supo que había llegado a su destino. Sin perder más el tiempo, se teletransportó al interior de la habitación. Las tres arpías, Taliyah, Neeka y la pelirroja, estaban rodeando a la ninfa, que luchaba como una asesina bien adiestrada y que no parecía en absoluto borracha, como en la fiesta. Las cuatro se enzarzaron a puñetazos, arañazos de garras y patadas. Se movían con tanta rapidez que él tuvo que concentrarse para captar cada movimiento individualmente. Entre gruñidos y rugidos, hubo una salpicadura de sangre, y un diente salió volando por el aire.

–Dame el collar –ordenó Taliyah.

–No lo necesitas, zorra –respondió la ninfa.

–Tú tampoco, puta –respondió Neeka, y le dio una patada en el estómago–. Estás a punto de morir.

–¡Me han asegurado que no voy a morir hasta dentro de un año, como mínimo! –respondió la ninfa–. No sabéis lo que he tenido que soportar. Preferiría morir que rendirme.

–Bueno, pues yo he venido a complacerte –dijo la pelirroja–. Va a ser el siguiente premio en los Juegos de las Arpías.

La ninfa era muy buena, pero no iba a poder seguir resistiendo contra tres arpías bien entrenadas. Casi nadie podría.

Destrucción quería bailar en la sangre de las mujeres, pero incluso él se dio cuenta de que era bastante improbable que saliera indemne.

Baden se teletransportó al interior del círculo, junto a la ninfa, y empezó a bloquear los golpes dirigidos a ella. Garras a su cuello. Un puño a uno de sus riñones. Una bota al estómago.

Las agudas lanzadas de dolor que le producían aquellos golpes avivaron su furia. Se prendió, creció, se extendió. Lo consumió. Apuntó con la pistola semiautomática y le pegó un tiro a la pelirroja entre las cejas. La arpía despertaría… unos días más tarde.

Después, disparó a Taliyah, pero ella esquivó la bala.

A Baden le surgieron garras del final de los dedos, y perdió el dominio del arma, que cayó al suelo. En realidad, no la necesitaba.

Las sombras se estaban elevando…

Neeka tiró de Taliyah hacia la puerta mientras Destrucción le proporcionaba a Baden una corriente de información. Las sombras eran hijas de Corrupción. Si quedaban libres, su oscuridad infectaría a su huésped y dirigiría sus pensamientos y sus actos.

Con un solo roce, aquella oscuridad infectaría como un virus a las arpías, también, y comenzaría a dirigir sus pensamientos y sus actos.

Las serpentinas protegían a Baden como si fueran una armadura, y le hacían inmune a su poder.

Las arpías agarraron a la pelirroja y la apartaron de él. Las sombras observaron, retorciéndose, preparadas para entrar en combate.

Taliyah lo fulminó con la mirada.

–Quiero ese collar, pelirrojo.

–Hades lo tendrá dentro de una hora. Si se lo pides con encanto, tal vez te lo regale.

–No me entiendes. Si se lo das, vas a arrepentirte. Mucho.

Él ya se arrepentía de muchas cosas, y aquello no iba a ser otro motivo de arrepentimiento.

Las sombras sisearon y se movieron hacia ella. Taliyah sacó a sus compañeras al pasillo y cerró la puerta. Lo último que él vio fue su gesto torvo.

Las sombras volvieron a sus marcas.

Entonces, se le rompió un jarrón de cristal contra la cabeza. Mientras los añicos caían al suelo, él se giró para mirar a la ninfa con una expresión de furia. La ninfa abrió mucho los ojos, con horror, al ver que él seguía en pie.

Le mostró la daga.

–Voy a marcharme con ese collar, de un modo u otro, así que vamos a hacerlo del modo más fácil. Dámelo.

El semblante de la ninfa se llenó de ira, pero, al instante, se evaporó como el rocío de la mañana. Sonrió, y lo abanicó con las pestañas.

–¿Por qué no me robas mi virtud, en vez del collar? Disfrutarás más, te lo prometo.

Baden no sintió la más mínima tentación. Deseaba a la humana, y solo a la humana. De alguna manera, ella lo había hechizado.

–Dame el collar. No quiero hacerte daño, pero tendré que hacértelo si me obligas.

–También podrías marcharte –dijo la ninfa.

–Última oportunidad –dijo él, mostrándole la daga–. Mi mujer me va a recompensar si te dejo con vida. Quiero mi premio. Pero, si no le llevo el collar a Hades, me castigará, y enviará a otro guerrero por ti.

–Me esconderé antes de que…

–No podrás. Pandora te encontrará.

–¿Pandora? –preguntó la ninfa, y palideció–. Toma. ¡Toma el collar y márchate!