Capítulo 23
«Mezclé una probeta de veneno, lo llamé Amabilidad… y maté a gente con Amabilidad».
Josephina, reina de las hadas.
Katarina alabó a Biscuit y a Gravy. Cumplieron a la perfección en todos los juegos que ella inició. El flirt pole, el corre que te pillo, el escondite, el tira y afloja… Pero ¿no eran demasiado perfectos?
«¿Son perros del infierno, o no?».
Los dos tenían un alto nivel de entusiasmo y estaban decididos a ganar. Siempre estaban concentrados y nunca entraban en las zonas de peligro emocional: ira, nerviosismo o miedo.
Gilly y Fox no iban a su habitación ni al patio, lo cual era muy bueno, sobre todo para ellos. Cuanto más tiempo pasaba sin que Baden apareciera, más le dolía el estómago a ella. Y, cuanto más le dolía el estómago, más áspera se ponía. Y, cuanto más áspera se ponía ella, más dolidos estaban los perros.
Ella quería que su hombre volviera a casa sano y salvo. Incluso quería que la bestia volviera a casa sana y salva. La bestia, que era una manifestación de la atormentada infancia de Hades. Nunca hubiera pensado que simpatizaría con el oscuro rey que manejaba a Baden, ni que era un ser incomprendido, ni que quería darle un abrazo.
«¡Quiero darle un abrazo!».
Pero, pese a su simpatía, nunca le permitiría que les hiciera daño a sus cachorros.
–¿Sois perros del infierno? –les preguntó por fin, mientras guardaba los juguetes en una caja, a los pies de la cama–. Podéis decirme la verdad.
«¡Jugar! ¡Jugar!».
–¿Me mordisteis? Y, si me mordisteis, ¿por qué no os alimentasteis conmigo?
¿Acaso era porque la querían? El amor podía superar a muchas otras emociones y urgencias.
–¿Voy a convertirme en una de vosotros?
«¡Juguete!».
Biscuit rascó la caja. Como no consiguió nada, empujó la tapa con la nariz.
–Siéntate –le ordenó ella, y los dos cachorros obedecieron.
O eran demasiado inocentes para entender lo que les había preguntado, o no querían admitir la verdad.
–¿Dónde están vuestros padres? ¿Están… muertos? ¿Estáis solos?
Ambos bajaron la cabeza. Irradiaban tristeza.
–No estáis solos –les dijo ella–. Yo estoy con vosotros. Y os voy a querer aunque me hayáis infectado, ¿de acuerdo?
Baden apareció en un rayo de luz, y ella se sobresaltó. Apretó los labios con culpabilidad. Al menos, los perros no se sorprendieron, como si le hubieran sentido. Simplemente, lo observaron. Sin embargo, lo más impresionante de todo fue que permanecieron sentados, esperando a que ella les dijera que podían levantarse. ¡Qué rápidamente aprendían!
Al ver el estado en que se encontraba Baden, a ella se le escapó un grito de consternación. Tenía heridas y hematomas por todas partes, y estaba lleno de una sustancia viscosa y negra que apestaba a azufre. Tenía la ropa rasgada, y estaba temblando.
Ella fue corriendo a su lado y le pasó un brazo por la cintura para ayudarlo a mantener el equilibrio.
–¿Qué te ha pasado? –le preguntó, mientras lo conducía hasta la cama y lo ayudaba a sentarse.
–Una emboscada –dijo él, con un gesto de dolor.
–¿Y Alek?
–Lo han capturado los soldados de Lucifer. No sé si está vivo o muerto.
–¿Y qué quiere Lucifer de él?
–La moneda, estoy seguro.
–Pero ¿por qué? Lucifer ya tiene un reino.
–Pero tener dos reinos es mejor que tener solo uno –respondió Baden–. Hay que detenerlo a cualquier precio.
No. A cualquier precio, no. El alma de Baden era más importante que la victoria.
«¿Necesitas ayuda?».
–Sí –respondió ella, sin pensarlo–. Id a buscar a Galen. ¿Lo recordáis? El hombre rubio de las alas pequeñas. Por favor.
Los perros salieron corriendo, y ella supo que la habían entendido.
–¿Saben obedecer una orden tan específica? –le preguntó Baden a Katarina, con extrañeza.
–Sí. Soy así de buena adiestradora –dijo ella.
«Ah… y puede que sean perros del infierno, con poderes que van más allá de mi entendimiento».
Él frunció el ceño mientras miraba hacia la puerta.
–Llámalos –dijo–. No quiero que venga Galen…
–Eso no me importa. Tu bienestar es más importante que los motivos que tengas para evitar a ese hombre. Él puede ayudarte y yo, no.
–Es un imbécil.
–Deberías adorarlo. Tú eres un imbécil.
Cuando él la miró con enfado, sus pupilas se expandieron, y en ellas aparecieron brillos rojos. Destrucción estaba haciendo visible su presencia, y Katarina se sintió feliz y aliviada. Si tenía la fuerza necesaria para discutir con ella y para mostrar sus emociones, tenía la fuerza necesaria para recuperarse de sus lesiones.
Y tenía que recuperarse.
Para aligerar el ambiente, ella le acarició la mejilla, justo por debajo de uno de los peores cortes.
–Pobre Baduction. Te han estropeado esta preciosa cara.
Él se suavizó.
–¿Estás diciendo que te gusta mi aspecto?
Ella se echó a reír, como si acabara de gastarle una broma.
–Estoy diciendo que tengo una fantasía con Outlander que tú todavía tienes que hacer realidad.
Él volvió a lanzarle una mirada fulminante, y gruñó.
–He investigado de qué se trata esa referencia. Yo solo voy a fingir que soy yo, y me vas a dar las gracias por ello.
Sí, probablemente se las daría.
–No creo que tengas que fingir que eres tú, pekný.
–Ya sabes a qué me refiero –refunfuñó él.
Qué adorable. Le gustaba aquel hombre, y mucho. Era obstinado y malhumorado, y tenía tendencias asesinas gracias a Destrucción, pero podía hacerla reír cuando nadie más era capaz de conseguirlo. La excitaba con una sola mirada, la desafiaba, la deleitaba. Y, tal vez, ella tenía un lado salvaje del que no sabía nada, o tal vez se estuviera acostumbrando a aquel mundo, porque le gustaba que él fuera capaz de llegar a cualquier extremo para proteger aquello que amaba.
«A mí no me ama. Pero… es posible que yo me esté enamorando de él».
Eso no era bueno. Él nunca iba a envejecer, pero ella, sí. Además, todas las mujeres a las que habían elegido sus amigos eran guerreras fuertes, por muy delicadas que parecieran. Katarina había notado que Ashlyn podía convertirse en un monstruo si alguna vez había alguna amenaza para sus hijos.
Baduction seguía considerando que ella era débil.
«Soy alguien, demonios. ¡Soy valiente!».
–¿Estás bien? –le preguntó Baden, sacándola de su ensimismamiento.
–Sí. ¿Por qué?
–Porque has hecho un gesto de dolor.
Galen entró por la puerta y la salvó de tener que pensar en una respuesta. Biscuit le empujó una pierna con la nariz, y Gravy le empujó la otra, para acercarlo a la cama. Los perros solo se detuvieron cuando Galen estuvo junto a Katarina.
–Qué buenos sois –les dijo ella.
Galen puso cara de mal humor, y dijo:
–Si tus perros vuelven a tocarme, les voy a…
Katarina se puso en pie de golpe, y los perros se colocaron delante de ella de un salto. Él se quedó boquiabierto al verla gruñir. Gruñó de verdad; le ardían las encías, y las puntas de los dedos de las manos y los pies, pero ella ignoró aquellas sensaciones dolorosas y mantuvo la mirada fija en Galen.
–No irás a terminar esa frase, ¿verdad? –le preguntó.
Los cachorros reflejaron aquel mismo sentimiento con un gruñido. Fue un sonido distinto a los que habían emitido hasta aquel momento, profundo, hambriento y amenazante, como si el guerrero estuviera en la carta de la cena.
–Creo que no les caes bien –comentó Baden, en un tono ligero, casi de diversión.
Galen palideció y alzó las manos, con las palmas hacia fuera. Dio un paso hacia atrás, y dijo:
–Esos perros son…
–¿Esos perros te van a morder la cara si los insultas? Sí. ¿O ibas a decir que son ángeles? Porque lo son. Ahora, cállate la boca y ayuda a Baden –le dijo Katarina, y señaló al paciente con un movimiento del brazo–. Y vosotros –añadió, mirando a los perros con una sonrisa–, proteged a mi pekný.
Los perros saltaron sobre la cama y se colocaron junto a Baden. Y… bueno, Katarina tuvo que reconocer que ni siquiera ella era tan buena adiestradora como para conseguir una obediencia así. Por lo tanto, eran perros del infierno, ¿no?
«Hay que exterminar a los perros del infierno».
¡Por encima de su cadáver!
–Está bien, está bien –dijo Galen. Se acercó con prudencia a la cama y miró a Baden–. Este es mi diagnóstico: se pondrá bien con un poco de reposo y una ducha. En cuanto esté en pie, ofrécele una sesión de sexo desenfrenado. Al final de la jornada, tendrás a un chico feliz y sano.
Galen le guiñó un ojo a Katarina y se marchó.
Pues bien, eso era lo que iba a hacer: asegurarse de que Baden descansara y se recuperara. Fue en busca de todo lo necesario: una palangana de agua caliente, vendas y toallas y una pomada con antibiótico. Baden permaneció en silencio, pensativo, mientras ella le quitaba la camisa y se ponía a trabajar.
Por fin, dijo:
–Quiero quedarme contigo. Voy a quedarme contigo.
A ella se le aceleró el corazón.
–¿Hasta que se pase la novedad, o hasta que yo me vuelva vieja y tenga el pelo gris?
Él la miró con enfado.
–No me gusta la idea de que envejezcas.
Bueno, pues ya eran dos. Aquel hombre tan viril no necesitaba a una ancianita colgada del brazo.
–¿No tienes ese tipo de fantasías? –preguntó ella, medio en broma, medio en serio. Tenía la esperanza de que él la ayudara.
–Si me acostara con una Katarina de ochenta años, le rompería las caderas.
Aquella respuesta hizo que ella estallara en carcajadas.
–Vaya. La mayoría de los hombres habrían dicho que la edad no tiene importancia.
Él le acarició la mejilla, algo que nunca hubiera hecho unas semanas antes. Katarina recibió la caricia con emoción.
–Yo no soy como la mayoría de los hombres. Sé que los cuerpos humanos se marchitan rápidamente. Y, como ya he mencionado, el hecho de que estés conmigo hace que corras peligro. Si alguien te hiciera daño… si alguien te hiriera mortalmente…
Katarina tuvo que esforzarse para conseguir guardar la compostura en un tema tan sensible.
–¿Y si me quedo contigo hasta que me salga la primera cana?
–No. Vamos a encontrar la forma de convertirte en inmortal.
«Dile lo de los perros».
¡No! No podía hacerlo. No solo se trataba de Baden, sino, también, de Destrucción. Tenía que andar con cuidado.
Le acarició el pecho como sabía que a él… a ellos, mejor dicho, les gustaba.
–Vamos a dejar este tema un rato. Prefiero hablar de los perros del infierno y de la gente que sobrevivía a sus mordiscos.
–Solo conozco dos casos. Zeus ordenó a su ejército que capturara a los dos hombres que habían sufrido un mordisco, y nosotros lo hicimos. Pero ellos eran más fuertes que antes. Tenían garras en las manos y en los pies. Además, se habían vuelto locos, y se tiraban del pelo constantemente, se golpeaban las sienes. De camino al monte Olimpo, nos atacó una manada de perros del infierno. Murieron muchos hombres, incluidos las víctimas de los mordiscos. De hecho, ellos fueron los primeros en morir.
–Pero ¿por qué?
–Creo que los perros no querían tener lazos externos. Muchos seres habían intentado ya hacerse con su control, y algunos, como el torturador de Hades, lo consiguieron durante un tiempo.
Katarina se quedó horrorizada. ¿Iba a volverse loca? ¿Empezarían a mirarla los cachorros como si fuera su comida?
–¿Eran inmortales los perros?
–No. Su vida duraba lo mismo que la de los seres humanos. Que yo sepa, el máximo tiempo que vivió uno de ellos fueron ciento veinte años.
–¿Qué pasó con ellos?
–Hades tomó el control de dos reinos del inframundo: el de su madre y el de su torturador. Hizo que sus ejércitos lucharan contra los perros y exterminó a toda la raza.
Ella sintió ira. Seguro que algunos de aquellos perros eran inocentes.
¿De dónde habían salido Biscuit y Gravy? ¿Habría más como ellos?
–Acerca de lo de convertirme en inmortal… No sé si quiero vivir para siempre –le dijo. Su relación acababa de empezar, y las cosas podían terminar dentro de un mes… o un año… o cinco años. Entonces, ella se quedaría atrapada y sola en un mundo que no sabía si le gustaba–. Y no me preocupa nada el peligro que pueda correr por estar contigo.
–Porque soy…
–Porque en el mundo siempre habrá problemas. Tomar decisiones basándose en el miedo solo lleva al arrepentimiento.
–Me necesitas –le espetó él–. Si yo estoy a tu lado, no tendrás que temer nada.
Oooh. Acababa de provocarla otra vez.
Se puso en pie, le quitó la ropa y empezó a limpiarlo concienzudamente.
–Tú quieres que yo te necesite. Eso es diferente. Yo no te necesito, y nunca te voy a necesitar. A mí no me gusta la dependencia. Sin embargo, te deseo tanto como tú me deseas a mí.
Él no se enfureció, tal y como ella pensaba que iba a ocurrir, sino que se ablandó.
–Por primera vez en toda mi vida, tengo esperanzas para el futuro. Y tú estás en el centro de esas esperanzas.
Aquello era triste y, al mismo tiempo, muy dulce. Ella señaló a la pared, y dijo:
–Biscuit, Gravy. A vuestras camas, cielos.
Ellos bajaron de un salto del colchón y fueron hacia los almohadones que ella había puesto junto a la pared. Después de alabarlos por su obediencia, se metió entre las sábanas y se estiró junto a Baden, con cuidado de no rozarle las heridas.
–Estamos hablando de estar juntos para siempre, pero, en realidad, solo hemos tenido una cita. Eso no es justo para mí. ¡Quiero que me cortejes!
Él le pasó el brazo por el estómago y la atrajo hacia sí.
–Yo nunca he cortejado a una mujer.
–¿Y ninguna mujer te ha cortejado a ti?
–Muchas lo han intentado.
–Está bien. ¿Y cómo lo intentaron?
–Colándose en mi casa y esperándome desnudas en la cama.
¡Ja!
–Por favor, pekný. Yo no soy tan fácil. Plántate desnudo en mi habitación, ponte a pasar la aspiradora, y ya hablaremos.
Él se rio suavemente, y su respiración con olor a menta le acarició las sienes.
Katarina pensó que iba a olvidarse de ser delicada por sus heridas. Baden era duro, y aquella dureza tenía que tener alguna ventaja.
Le pasó la lengua por un pezón.
–Estoy en tu cama. Tal vez ya debería estar desnuda.
A él se le iluminaron los ojos de deseo.
–Deberías –dijo. En aquel momento, el teléfono móvil vibró en el bolsillo de su pantalón, pero él no le prestó atención–. Ahora mismo.
–Primero…
Ella tomó el móvil y miró la pantalla.
Vaya, vaya.
–Torin dice que William está pidiendo a todos los guerreros que ataquen a Puck, pero sin hacerle daño –dijo. Después de un instante, preguntó–: ¿Quién es Puck?
–Puck se ha casado con la… posible compañera de William. Es un sátiro. Medio cabra –dijo él, al ver que ella lo miraba con desconcierto.
–¿En serio? Bueno, supongo que podría ser peor para la chica.
–Gilly no es el problema en esta situación. William está descentrado, y eso le convierte en un blanco fácil. Lucifer verá que tiene la oportunidad perfecta para golpear.
–A mí me parece que William es un hombre que puede cuidarse solo, sean cuales sean las dificultades.
–Si le hacen daño… Hades quiere a su hijo. Él… –Baden se quedó pensativo y frunció el ceño. Después, agitó la cabeza, como si descartara la idea que se le había pasado por la cabeza–. Los hijos de William también están descentrados, y eso pone en peligro a la vez a muchos de mis aliados.
–William, que aparenta treinta años, ¿tiene hijos con edad suficiente como para combatir en una guerra?
Él sonrió con algo de indulgencia.
–Tienen edad suficiente como para destruir el mundo. Son los jinetes del apocalipsis.
¡Dios Santo!
–Olvídate de pasar la aspiradora desnudo. Si quieres cortejarme, escribe un libro en el que expliques cuáles son nuestros enemigos, quiénes son nuestros aliados, cuáles son las razas de inmortales y cuáles son sus puntos débiles y fuertes.
Él asintió.
–Eso lo haré. Por tu seguridad.
–Porque yo te necesito, bla, bla, bla.
Él la ignoró, y dijo:
–Me temo que no puedo olvidar lo de pasar la aspiradora desnudo. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa que te proporcione placer.
Ella sintió una calidez muy dulce, y se acurrucó contra él. El teléfono volvió a vibrar y, con un suspiro, Katarina miró la pantalla.
–Torin dice que no has enviado ningún mensaje hoy, y que está a punto de enviar a la caballería.
–He estado muy ocupado –dijo Baden, y la acarició con la mirada. Sus deliciosas intenciones estaban claras–. Y me gustaría estar aún más ocupado.
A ella se le endurecieron los pezones y se le encogió el estómago.
–A mí también me gustaría, pero antes debemos enviarle unas fotos como prueba de que sigues vivo. No quiero arriesgarme a que tengamos una visita mientras estamos ocupados.
Entonces, le sacó unas cuantas fotografías con la cámara del teléfono y se las envió a Torin con un mensaje: Torin está en el médico y, si se encuentra mejor más tarde, tal vez te llame.
Lo envió.
–¿Qué le has dicho? –preguntó Baden.
–La verdad.
El teléfono sonó de nuevo, y la fotografía de Torin apareció en la pantalla. ¡Era un guapísimo inmortal de pelo blanco! Baden trató de tomar el teléfono, pero ella se levantó de la cama y respondió en su lugar.
–Más te vale que sea importante. Estás interrumpiendo el buen rato que estamos pasando.
Torin se echó a reír.
–Puede que seas peor que mi Keeley.
La Reina Roja. Katarina echaba de menos a aquella mujer tan boba.
–¿Cómo está?
–Completamente recuperada. He llamado a Baden para decirle que vamos a ayudar a William. Estamos en deuda con él.
Ella le repitió las palabras a Baden.
–No entiendo cómo vais a luchar contra ese hombre sin hacerle daño.
–Fácil –dijo Torin–. Atacando a sus mejores amigos y a su familia.
–¡Eso es horrible! Son inocentes y…
Baden le quitó el teléfono.
–Ya has dicho demasiado, Tor. La caja, la Estrella de la Mañana. Lucifer.
Katarina tomó el teléfono y presionó el botón del altavoz.
–Keleey no consigue encontrar la caja ni la Estrella. Y ahora, ni siquiera puede buscarlas.
–¿Por qué? –preguntó Baden.
–Los artefactos han desaparecido. Danika sigue con Reyes, pero la pintura del despacho también ha desaparecido.
Katarina no sabía a qué artefactos se refería Torin, ni a qué pintura, pero se imaginaba que la caja era la caja de Pandora. ¿Por qué querían recuperarla los hombres? ¿No les había dado ya suficientes problemas?
–¿Quién iba a…? –preguntó Baden, pero Torin lo interrumpió.
–Se los ha llevado Cameo. Nos envió un mensaje diciendo que es algo que tiene que hacer.
–Esa tonta solo va a conseguir que la maten.
–Tú sabes mejor que nadie que no podemos ayudar a aquellos que no quieren ayudarse a sí mismos.
Baden se pasó la mano por el pelo.
–Lo siento. Nunca quise haceros daño –dijo, y colgó.
Katarina le acarició el brazo para darle consuelo, pero él se apartó. Aquel rechazo fue doloroso para ella, aunque sabía cuál era la causa: los reproches que Baden se hacía a sí mismo, la recriminación.
«Lo mejor es terminar siempre con algo positivo».
Ella se puso las manos en las caderas, y dijo:
–Ya has oído lo que dijo antes Galen. Tienes que darte una ducha… y yo voy a provocarte sexualmente hasta que me pidas una clemencia que nunca vas a conseguir.
Baden frunció el ceño.
–Él no te ha dicho que me hagas suplicarte nada.
–Bueno, pues será mejor que lo sepas, chicarrón –respondió ella, guiñándole un ojo–: Voy a hacerlo de todos modos.