Capítulo 8

 

«Me llamaron “zorra”. Yo les llamé a una ambulancia».

Cameo, guardiana de Tristeza

 

Katarina estaba en el suelo de aquel dormitorio desconocido, rodeada de hombres y mujeres también desconocidos, que hablaban sobre ella como si no estuviera presente.

–¿Baden nos pidió que la protegiéramos?

–Puede que él necesite que la protejan de ella. Vamos a meterla al calabozo.

–Esa es tu respuesta para todo, Maddox.

–Porque nuestros enemigos son taimados.

–La chica no es un peligro para nadie, y menos para Baden.

–Hablando de Baden, ¿dónde está? ¿Por qué se ha marchado? ¿Y por qué ha llamado a Ashlyn?

–Puedo responder a tu última pregunta ahora mismo: me llamó por mi habilidad –respondió la aludida–. Eso significa que puedo responder a las demás preguntas en cuanto salgas de la habitación…

–Ni hablar, cariño. No conocemos a la chica, y…

–Ya lo sé. Los desconocidos son nuestros enemigos. Pero Baden no es un desconocido. Tú confías en él, y él nunca traería a una mujer mala a nuestra casa.

Katarina dejó de oír la voz dulce de la mujer. Tampoco oyó la respuesta del hombre, ni las de los otros. Si el grupo decidía encerrarla… le daba igual. ¿Qué importancia tenía otro cambio de sitio?

El dolor y la pena la sofocaban.

Alguien la recogió y la llevó hasta la cama. La taparon con una manta, y una de las mujeres, muy bella, de pelo y ojos castaño claro, se quedó con ella. Los demás se marcharon, y la mujer se sentó a su lado y le acarició la frente con los dedos.

–Me llamo Ashlyn. Estoy casada con uno de los hombres que viven aquí. Tengo una habilidad especial, la de oír todas las conversaciones que se hayan mantenido en una habitación siempre y cuando mi marido no esté conmigo. En cuanto se ha marchado, he oído lo de tus perros. Lo siento mucho, Katarina.

Ella tuvo ganas de gritarle que se callara. Tal vez la chica tuviera esa habilidad especial o tal vez hubiera micrófonos en la habitación, o tal vez hubiera escuchado a través de la puerta. De cualquier modo, no iba a hablar de sus perros.

–Aquí estás a salvo, te doy mi palabra.

Katarina cerró los ojos y se sumió en un sueño intranquilo. No supo cuándo se fue Ashlyn. Otros fueron a verla aquel día, para comprobar que se encontraba bien, y alguien le llevó una bandeja de comida. No tenía ganas de comer. Lo único que quería era seguir durmiendo. Y llorar como lloraba cuando era niña. Sin embargo, no consiguió verter ni una lágrima, lo cual significaba que no iba a experimentar ningún alivio, ninguna catarsis.

Al final, tuvo que levantarse para ir al baño de la habitación. Las paredes eran de estuco color crema y el suelo de azulejos de flores. La encimera del lavabo era de mármol y la ducha tenía una cabina de piedra y cristal. Había dos columnas blancas y, detrás, una bañera hundida en el suelo.

Era un baño tan lujoso como el de Aleksander. Ella se rio sin ganas. Los monstruos y su dinero.

Cuando salió, Baden estaba sentado al borde de la cama. Acababa de ducharse, y tenía el pelo húmedo, más oscuro de lo habitual. Se levantó al verla, y le tendió la mano.

–Ven. Voy a enseñarte la fortaleza.

Ella lo ignoró, se metió bajo la manta y volvió a dormirse.

Al despertar de nuevo, estaba sola. Sola con sus pensamientos. Sola con su tristeza y sus recuerdos.

Faith, Hope y Love la adoraban. Cuando se emocionaban, saltaban a su alrededor como conejitos. Jadeaban y sonreían cada vez que ella entraba por la puerta. Jugaban durante los paseos. Al recordar todo aquello, Katarina se echó a temblar. Al recordar sus besos babosos y sus abrazos, tembló aún más.

Necesitaba distraerse.

Se levantó con esfuerzo y se puso la primera camiseta que encontró en el armario. Había armas guardadas en un baúl sin cerrar que estaba a los pies de la cama; con un cuchillo, cortó la cuerda de un arco y se hizo una coleta.

¿Por qué no había escondido Baden el baúl? ¿Acaso no temía su ira?

Katarina salió de la habitación y se paseó por aquel enorme casón. Entró en todos los dormitorios y los salones. Había una sala de ocio equipada con todo tipo de artículos tecnológicos. Los muebles eran antiguos. En las paredes colgaban retratos de hombres musculosos con tiaras. En algunos lugares, la pintura estaba desconchada y había agujeros del tamaño de un puño.

Se encontró con Baden.

–Aleksander está encerrado en el calabozo del sótano –le dijo él–. Pandora ha hecho todo lo posible por llevárselo, pero he tomado medidas para impedirlo. ¿Te gustaría torturarlo?

Sí. Oh, sí. ¿Sería capaz de hacerlo? No.

–Quizá Alek y tú disfrutéis del hecho de torturar a alguien, pero yo no. No tengo ganas de parecerme a unos hombres a quienes desprecio.

Él se estremeció.

Varias personas se detuvieron a hablar con ellos, y se hicieron las presentaciones, pero ella permaneció en silencio. No le importaba nada. Al final, se retiró a la habitación.

Baden la siguió.

–¿No tienes hambre? Tienes que comer. Estás…

Ella subió a la cama y se acurrucó bajo las mantas.

Durante los días siguientes, o semanas, aquella fue su rutina. Dormía y, cuando no soportaba el dolor de su corazón, se paseaba por la fortaleza como un fantasma. Los residentes se acostumbraron pronto a su presencia y, generalmente, la ignoraban, tal y como hacía ella con los demás.

En una ocasión, se cruzó con una bellísima chica morena con los ojos más tristes que hubiera visto en su vida. Era joven, tal vez más joven que ella misma. Algunos la llamaban Legion, y otros, Honey. Fuera cual fuera su nombre, mantenía la cabeza siempre agachada y hablaba en voz muy baja, como si temiera que la oyesen.

Pobrecilla.

Katarina se olvidó de ella al encontrarse con Baden, que estaba en mitad de una conversación con Torin.

–Es una responsabilidad –dijo Torin–. Es adiestradora de perros. Y sabes lo que significa eso, ¿no? Que confía en los caninos para su defensa.

Baden se frotó la nuca.

Ella estuvo a punto de retroceder para evitarlo, pero tuvo curiosidad por saber qué iba a responder.

–Ahora entiendo por qué tiene esas cicatrices en las manos. La han mordido muchas veces –dijo. Después de un momento, asintió–. Si surge algún problema, la protegeremos como protegemos a los niños.

Eso daba rabia. Sin embargo, ella no le hizo ningún reproche. Su opinión le importaba aún menos que cuando se habían conocido.

–Los problemas ya están surgiendo –replicó Torin–. Por lo que he podido saber, Lucifer está haciendo todo lo que puede para derrotar a los aliados de Hades. Ya ha atacado dos reinos del inframundo. Solo es cuestión de tiempo que nos ataque a nosotros.

–Puede que le envíe un mensaje –dijo Keeley, al entrar en la habitación–. «Métete con los míos, pierde a los tuyos».

Torin se echó a reír mientras la abrazaba.

–Esa es mi chica.

–No –dijo Baden, negando con la cabeza–. Nada de hacerse cariños delante de un muerto. Yo… ¿Katarina? ¿Necesitas algo?

Ella se marchó sin decir una palabra.

Uno o dos días después, se encontró con una conversación entre una tal Anya y el guerrero de pelo negro, William.

–No debería haber vuelto –dijo William–. Y no debería estar investigando sobre la historia de las guirnaldas. Tenemos que detenerlo antes de que averigüe… Ya sabes qué.

–Tus secretos –respondió Anya, poniendo los ojos en blanco–. Sí, sí. Pero no va a descubrir la verdad. Hades se aseguró de que solo se supieran mentiras sobre ellas, ¿no?

–Una especialidad suya. Pero tú sabes igual de bien que yo que la verdad es como el sol: siempre encuentra la forma de brillar.

–¿Y qué? Si intentas evitar que Baden siga investigando, solo conseguirás estimular su curiosidad y, seguramente, sabrás lo que es estar partido en dos. Déjalo en paz y que se quede aquí. No ha perdido los estribos más que unas doce veces.

–Un milagro, sí, pero va a empeorar. No está haciendo lo que tiene que hacer. No está haciendo nada carnal con su nueva compañera de habitación…

–Sí, sí. Los dos preferiríamos que se lo montara con ella –dijo Anya, encogiéndose de hombros–, pero no lo está haciendo, así que nos aguantamos. Los chicos lo necesitan y, si los chicos lo necesitan, hará lo imposible por volver para ayudar. Está arrepentido de haberse marchado la primera vez y, ahora, con la guerra entre Lucifer y tu padre en pleno auge…

William suspiró.

–Después de la derrota de Lucy, voy a darle una paliza a Hades por darle esas bandas a Baden. Mi padre solo debería estar dispuesto a morir por mí. Yo no debería tener competidores en su afecto.

–Ahora sí que estás diciendo tonterías. A Hades no le importa nadie más que él mismo –dijo Anya, y le dio unos golpecitos en la cabeza–. Necesitas descansar. ¿Por qué no te tumbas en la cama a ver una película? Con la luz apagada. Con los ojos cerrados. Y con la televisión apagada.

Katarina se alejó en silencio y… aunque no estaba dispuesta a admitirlo, buscó a Baden en aquella ocasión. ¿Dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo?

No lo encontró. De hecho, él no volvió a aparecer hasta la hora de acostarse, y estaba cubierto de sangre. Después de ducharse, preparó un camastro en el suelo, sin decir una palabra.

Al día siguiente, ella escuchó una conversación entre Maddox, el guerrero poseído por Violencia, y Sabin, el guerrero poseído por Duda.

–¿Cuántos puntos ha ganado? –preguntó Sabin.

–Con el de esta mañana, ocho. Pero Pandora tiene nueve. ¡Maldita sea!

Maddox le dio un puñetazo a la pared, lo cual explicaba los muchos agujeros que había visto Katarina.

–Hades ha convertido al Caballero del monte Olimpo en un asesino lleno de culpabilidad.

–Y eso no es lo peor. Baden dice que muchos de sus puntos los ha conseguido matando a humanos poseídos por algo que todavía no sabe qué es. Hades dice que esa criatura es un don. Que son monstruos a los que temen los otros monstruos.

–Voy a indagar. Tal vez alguien sepa algo.

–Bien. Torin ha estado buscando a inmortales que hayan llevado las guirnaldas de serpentinas antes que Baden, pero, por ahora, no ha tenido suerte.

Katarina se alejó. Cuando torcía una esquina, oyó a otro guerrero preguntar:

–¿Estáis seguros de que Katarina es de fiar?

–No –dijo Lucien, el guardián de Muerte–. Pero Baden, sí. Dice que va a matar a cualquiera que le haga daño.

Vaya. Eso casi era… dulce.

Aquella noche, ella se dio cuenta de que Baden acercaba su camastro a la cama, y no consiguió protestar. Porque no le importaba lo que hiciera. ¡No le importaba!

Al día siguiente, acabó en una habitación en la que las mujeres estaban entrenándose con espadas, armas y ballestas.

–La fiesta de cumpleaños de Gillian está cancelada –dijo Ashlyn–. Está muy enferma. William está hecho una furia, destrozándolo todo, farfullando sobre su libro y diciendo que esto debe de ser la maldición, que se está cumpliendo, y que tiene que hacer algo.

¿Libro? ¿Maldición?

–Y esa es la buena noticia –dijo Kaia, la Cortadora de Alas. Era una arpía pelirroja y muy bella. Las arpías eran una raza sanguinaria de ladronas que se divertían gastando bromas pesadas. Parecía humana, salvo porque tenía unas alas muy pequeñas que aleteaban con delicadeza–. He hablado con Bianka. Lysander y Zacharel también están buscando la caja. ¿Cómo se supone que vamos a luchar contra Enviados y contra sirvientes malignos?

Bianka… la hermana melliza de Kaia, según había oído decir Katarina. Lysander… el marido de Bianka. Zacharel… no estaba segura. Enviados… una palabra que no entendía.

–Tenemos que intensificar la búsqueda –dijo Anya. Era la diosa de la anarquía y, según todos los demás residentes de la fortaleza, era terrorífica–. Puede que esos guapetones ayuden a nuestros hombres, o no. El problema es Lucifer. Si se hace con la Estrella de la Mañana… –añadió, y se estremeció sin terminar la frase.

La Estrella de la Mañana. Otro término que ella no identificaba.

–En realidad, nuestros hombres son el problema –dijo Gwen. Era la hermana pequeña de Kaia y, a menudo, le tomaban el pelo diciéndole que era la más «agradable» de todas–. Se preocupan por Baden. Cuando está aquí no hacen más que vigilarlo, como si le fuera a ocurrir algo malo.

Las chicas dieron varias ideas para arreglar la situación, hasta que se percataron de la presencia de Katarina.

–Tienes que salir de ese agujero ya –le dijo Anya–. ¿Crees que eres la única que tiene una crisis? Deberías intentar vivir varios miles de años y comprobar todas las pérdidas que puedes sufrir. Te estás comportando como una niña, y estoy harta. ¡Me estás robando mi trueno!

–Yo estoy dispuesta a destripar a la basura que mató a tus perros –dijo Gwen–. Solo tienes que pestañear dos veces si quieres que empiece. Espero… espero… Bueno. Pero el ofrecimiento sigue en pie.

–Escucha: quería hablar contigo, pero no he tenido tiempo –le dijo Danika. Era una rubia muy guapa que tenía un sobrenombre confuso para ella: El Ojo que Todo lo Ve–. Puedo ver el futuro y lo que he visto… Bueno, si no intervienes, no va a ser bonito, Katarina. Por favor, ayúdale. Ayúdanos a todos.

Entonces, ¿Danika podía prever el futuro? ¿Era adivina? Bueno, aquello explicaba su sobrenombre.

Katarina consiguió escapar del grupo sin hacer ninguna promesa.

Aquella noche, Baden puso su camastro justo al lado de la cama, así que ella podía tocarlo con los dedos de los pies si estiraba la pierna. Seguía sin importarle lo que hiciera… pero, por algún extraño motivo, le reconfortaba su cercanía.

A la mañana siguiente, se encontró con una sesión de manoseo entre Danika y Reyes, el guerrero poseído por Dolor. Había cuchillos de por medio, y a ella se le escapó un jadeo de espanto. Salió corriendo antes de que ellos se dieran cuenta de que tenían público, intentando borrarse la imagen de la mente. Sin embargo…

Ellos parecían muy felices.

A medida que pasaba el resto de la semana, Katarina presenció otras sesiones de besos y caricias entre varias parejas. Dos amantes no podían esperar a llegar al dormitorio para quitarse la ropa, y otros iban persiguiéndose por los pasillos, entre risas. Y comprendió una cosa: tal vez aquella gente fuera mala y sanguinaria, pero se querían los unos a los otros. Profundamente. Locamente. Su lealtad era algo evidente.

Y, aquella noche, en medio del silencio nocturno, con el pelirrojo dormido al otro lado de la cama y el camastro ya olvidado, Katarina no pudo seguir negando la realidad: que aquella devoción la había sacado de su aislamiento. Aquella gente se ayudaba para continuar adelante. Tenían problemas, pero no se rendían. El haber contemplado su valentía y decisión por vivir la vida plenamente había despertado algo en su interior.

Al amanecer, estaba sola otra vez. Sintió sed y fue a la cocina. Cuando estaba sirviéndose un vaso de zumo de naranja, Baden pasó por la puerta. La vio al instante.

–No puedo dejar de pensar en ti, y estoy muy angustiado –le dijo, con una mezcla de preocupación e ira–. Me dan ganas de zarandearte, pero al instante… me dan ganas de abrazarte.

«¿Que quiere abrazarme?», se preguntó ella, con asombro.

–Estás desconectada de la vida –prosiguió Baden–. Entiendo el motivo, pero necesitas una razón para volver a conectarte.

Ella la dio la espalda, aunque sabía que tenía razón. Se había desconectado, y no era la primera vez.

Después de que muriera su madre, los aspectos más bravucones de su personalidad se habían apagado. La chica a la que le encantaba reír se había convertido en una chica sombría, absolutamente centrada en su trabajo y en su padre. Después había perdido a su padre y, después, a Peter, dos nuevos motivos para centrarse aún más en el trabajo. Después había perdido su trabajo y a sus perros. Su única fuente de amor incondicional.

Katarina dejó el vaso con fuerza en la encimera. El zumo se derramó, y ella salió de la cocina y entró en la habitación de Baden. Allí, se metió debajo de las mantas de la cama.

Un instante después, Baden se tendió a su lado y le pasó los dedos por el pelo. A ella se le escapó un jadeo, y se echó a temblar.

–Sé que las palabras no pueden aliviarte, que no hay nada que pueda consolarte, pero yo siento lo que ha ocurrido.

A ella se le hizo un nudo en la garganta. La culpa también era suya, en parte. Debería haberle dicho a Baden la verdad la primera noche. Tal vez él le hubiera ayudado a rescatar a sus perros o tal vez no, pero ella le había negado la oportunidad al permitir que el miedo dictara sus actos.

–Sé lo que estás haciendo –dijo, con la voz quebrada–. Ya basta.

Él siguió acariciándole el pelo.

–Yo también he sentido el dolor de perder a alguien querido. Había más guerreros como nosotros, ¿sabes? Fuimos creados como inmortales, para proteger a Zeus. Antes de que ocurriera lo de la caja, perdimos a ocho hermanos y seis hermanas en la batalla, y yo todavía tengo las cicatrices –dijo él–. Después de morir, una vez que mi pensamiento se vio libre del demonio por primera vez después de varios siglos, me di cuenta de lo separado que estaba de los que seguían vivos, y lo odié.

¿Y si de todos modos él la hubiera dejado con Alek? Seguramente, Alek habría matado igualmente a sus perros, puesto que ya tenía el control de su vida, que era lo que quería.

Sin embargo, ella rodó por la cama y se alejó de él para terminar con aquella conversación tan dolorosa.

Aquello no disuadió a Baden.

–Mira, después de batallar con Pandora durante más de cuatro mil años, me he dado cuenta de que ella es el motivo por el que he seguido cuerdo. Estoy en deuda con ella, pero de todos modos, haré lo que sea necesario para ganar la competición. Tengo que hacerlo. Tal vez la victoria sea la única manera de liberarme de estas bandas –dijo. Se echó a reír con amargura, y añadió–: Nunca he tenido más razones para rendirme, pero tampoco nunca he tenido más ganas de vivir.

A ella se le encogió el corazón. Por su propio dolor, sí, pero también por el de Baden.

–Hablar de esto ha sido más fácil de lo que yo pensaba –dijo él.

Katarina sintió demasiada curiosidad como para no preguntar.

–¿No lo habías hecho nunca?

–¿Y por qué iba a hacerlo? Soportar cargas es mi trabajo. Mi privilegio.

–No estoy de acuerdo. Cuantas más cargas llevas, menos batallas puedes librar. Estás demasiado lastrado.

Él frunció el ceño.

–¿Y por qué has compartido eso conmigo? –preguntó ella. Él le había dicho que era para ayudarla a reconectar con la vida, pero tenía que haber algo más–. A ti no te importa mi opinión, ¿no te acuerdas?

–Sí me importa. Te hice un mal y, ahora, quiero hacerte un bien.

Qué respuesta más dulce y más sorprendente de un hombre en quien no debería confiar, pero que no conseguía odiar.

Entonces, él se marchó. En vez de recorrer la fortaleza para intentar calmar la tempestad que tenía en la cabeza, Katarina limpió la habitación. Y, aquella noche, mientras se quedaba dormida de fatiga, disfrutó de unos momentos de calma por primera vez desde que había conocido a Alek.

Se despertó cuando se abrió la puerta del dormitorio. Baden se acercó a ella con una expresión estoica y con la bandeja del desayuno en las manos.

–Vas a comer –dijo, poniéndole la bandeja delante.

Ella se enfadó.

–Tienes que dejar de darme órdenes.

–He vivido más que tú. Sé lo que es mejor para ti. Además, eres frágil. Necesitas mi ayuda.

Aquello terminó de enfurecerla.

–Soy frágil… soy débil. Lo admito –dijo Katarina. «No soy nada sin mis perros»–. Pero tú eres un imbécil condescendiente.

–Eso ya me lo has dicho.

–Bueno, pues te lo repito.

Alguien llamó a la puerta, y a Baden se le encendió una luz roja en los ojos. ¿Acaso no le había gustado el rumbo que había tomado la conversación? Se acercó a la puerta a hablar con el recién llegado, y Katarina tomó un pedazo de aguacate.

Cuando él volvió a su lado, tenía en brazos a un perro grande, negro y blanco. El animal estaba lleno de pulgas y de cicatrices, como si hubiera servido de sparring en peleas de perros.

Katarina lo reconoció. Era uno de los perros callejeros que había junto a la capilla.

–Sé que este chico no puede sustituir a los otros –dijo Baden–, pero necesita ayuda. Apareció en nuestra puerta.

¿Cómo? ¡No! Claro que no. Ya había perdido mucho, y no soportaba la idea de perder aún más.

–Llévalo al refugio más cercano. Le buscarán el microchip. Si no tiene, pondrán anuncios para encontrar a los dueños.

El perro estaba retorciéndose y gruñó a Baden, que siguió sujetándolo como pudo. Sin embargo, el animal se irritó aún más. Volvió a gruñir y mostró los dientes más afilados que ella hubiera visto nunca.

–Katarina…

–No.

«Estoy demasiado herida como para ofrecer más ayuda».

Baden, con un suspiro, se llevó al perro.

Ella dejó la bandeja en el suelo. Ya no tenía hambre. Se tapó la cabeza con la manta.

Baden volvió y se tendió junto a ella, y posó la mano enguantada en su estómago. Fue extraño, pero volvió a sumirse en un sueño plácido…

Hasta que se despertó de golpe, al oír que él murmuraba:

–¡Matar! ¡Matar!

Katarina se puso rígida. ¿Acaso quería matarla a ella? Se incorporó y encendió la luz de la mesilla. Él tenía los ojos cerrados y estaba muy pálido y tenso. ¿Hablaba en sueños?

–Shh. No es necesario que mates a nadie –le dijo ella, suavemente.

–Amenazas… Son demasiadas amenazas… No puedo permitir que vivan.

–¿Quién se atreve a amenazarte?

Él respondió como si la oyera, como si comprendiera sus palabras, pese a que estaba dormido.

–Todo el mundo.

–¿Por qué? –preguntó Katarina, y le acarició el ceño fruncido. Baden se inclinó hacia la caricia, pero ella, al recordar que él le había ordenado que no lo tocara, dejó de hacerlo.

Él volvió a fruncir el ceño y apartó la manta a patadas.

–No voy a volver a estar encerrado. Nunca.

¿Cuánto tiempo había estado aprisionado?

Aquel hombre había vivido mucho tiempo. Teniendo en cuenta lo violento que era su mundo, debía de haber tenido muchas experiencias horribles.

–Shhh –repitió ella–. Nadie te va a encerrar. Yo te protegeré.

–Solo puedo fiarme de mí mismo.

Como él había tenido una respuesta positiva antes, cuando ella había cantado, Katarina decidió canturrear. Poco a poco, la tensión fue disipándose, y Baden se relajó contra los almohadones.

Era muy guapo. Y, en aquel estado, parecía casi… alguien inocente. Como uno de los perros maltratados a quienes ella había rescatado. Le había obligado a luchar para sobrevivir, y estaba desesperado por conseguir un hogar seguro y hambriento de afecto. Por fin, había encontrado la seguridad y podía soñar con un futuro mejor.

En un cuento de hadas, él sería el príncipe y el dragón a la vez. Ella sería la princesa, la damisela en apuros. Bien, pues las cosas iban a cambiar. Aquel día iban a intercambiarse los papeles. Ella sería el príncipe y él sería la princesa. Por la mañana, quizá lo besara para despertarlo.

¿Besarlo? ¡Eh! ¡Demasiado lejos!

Sin embargo, sus labios perfectos captaron su atención. Un calor delicioso nació en su vientre.

«¡Ignóralo!». Decidió usar sus energías para proteger a aquel hombre que le había dado de comer y la había consolado, y permaneció despierta durante el resto de la noche, por si acaso. Sin embargo, nadie intentó colarse en la habitación. Ni siquiera llamaron a la puerta.

Cuando él se incorporó de golpe, completamente despierto y alerta, ella bostezó y dijo:

–Estamos solos. No pasa nada.

–Por supuesto que no –respondió él–. ¿Por qué pensabas que iba a ocurrir algo?

–Bueno… por lo que dijiste anoche.

Él se quedó inmóvil, de espaldas a ella.

–¿Qué dije anoche?

–Dijiste que yo soy el motivo por el que respiras, o que respirabas, y que sin mí estarías perdido.

–Estás mintiendo.

–No, estoy bromeando. Hay una diferencia.

–¿Bromeando? –preguntó Baden, y se giró hacia ella–. Entonces es que te estás curando.

Era cierto, ¿verdad? Y, al darse cuenta, volvió a sentir dolor y culpabilidad. Sin embargo, no fueron tan intensos como antes.

–Vas a ducharte –dijo él, asintiendo–. Hoy.

Ella tartamudeó.

–Me habría duchado si me lo hubieras pedido amablemente. Ahora, puedes tomar tus órdenes y metértelas por donde…

Él la tomó en brazos y la llevó al baño. Desprendía un olor seductor que fue una tentación para ella. Sus brazos protectores mantuvieron apartadas las peores emociones.

–No puedes manipularme a tu antojo para salirte con la tuya –le dijo, con un suspiro.

–Creo que acabo de demostrar lo contrario.

–Eres fuerte, bla, bla, bla. ¿De verdad crees que esto va a terminar bien para ti?

–Estoy dispuesto a arriesgarme a tu ira –respondió Baden, con una sonrisa de diversión que irritó a Katarina.

Cuando el agua se calentó lo suficiente, él la puso en la cabina de la ducha. Incluso la siguió al interior, completamente vestido. Y… ¡oh! Aquello tenía que ser el cielo.

Su mente la traicionó, y no encontró ningún motivo para protestar mientras él le quitaba toda la ropa salvo el sujetador y las bragas. En vez de eso, se le ocurrió una locura: «Veamos adónde llega todo esto».

Él no se quitó la ropa, ni siquiera los guantes. Se sentó y la sentó entre sus rodillas, y ella se echó a temblar de… ¿impaciencia?

–Tienes el pelo muy enredado –le dijo Baden–. Hay dos opciones: o afeitarte la cabeza, o utilizar el acondicionador que le robé a William, que va a protestar. Con cuchillos.

–Aféitamela –dijo ella. El pelo solo era pelo, y volvería a crecerle.

–Qué singular eres. La mayoría de las mujeres, y William, lucharían hasta la muerte por proteger su melena.

–¿Y tú?

–No. Yo ya tengo suficientes motivos por los que luchar. Aunque ahora me doy cuenta de que estaría dispuesto a luchar por tu melena.

Entonces, le puso acondicionador en el pelo y, mientras lo dejaba actuar, le enjabonó el resto del cuerpo, evitando las zonas íntimas. De hecho, su forma de tocarla era impersonal. Después, Baden le entregó un tubo de pasta dentífrica y un cepillo, y ella se lavó los dientes.

Él le aclaró el pelo y, al final, cerró el grifo. Salieron de la ducha y la secó con una toalla suave; después, le desenredó el pelo con delicadeza.

–¿Sigues sin querer torturar a Aleksander? –le preguntó cautelosamente.

–No voy a querer hacerlo nunca –dijo ella, y se mordió el labio inferior–. ¿Te ha dado la moneda?

La ira le enrojeció las mejillas a Baden.

–No. Se resiste.

–Lo siento –dijo Katarina. A la luz del baño, se dio cuenta de que él tenía la cara llena de cortes y de golpes. Había estado metido en una pelea–. ¿Ha sido él quien te ha herido?

–No, por supuesto que no.

Pero otros sí lo habían hecho.

«Baden dice que muchos de sus puntos los ha ganado por la muerte de un ser humano…».

Había tenido que luchar para sobrevivir.

–Me gustaría que te viera un médico –le dijo.

Él frunció el ceño.

–Estoy bien.

–Pero…

–No. Nada de tocarme –le recordó él.

–Acabamos de ducharnos juntos. Nuestros cuerpos estaban apretados el uno contra el otro.

–Eso es otra cosa.

–¿Por qué?

Él se pasó una mano por la cara.

–Ya no eres mi prisionera, Katarina. Voy a llevarte adonde quieras ir.

Cambio de tema. Bien. ¿Qué otra cosa había cambiado? ¡Ella! No quería apartarse de él, su perro abandonado, aunque debería volver a casa y reconstruir su residencia para perros. Y su cuenta bancaria.

Aquel hombre necesitaba ayuda. El juego al que estaba jugando con Pandora era una cadena y, durante todo el tiempo, sufría maltrato físico y mental. Sus amigos pensaban que ella podía calmarlo y ella deseaba demostrar que tenían razón. ¡Qué tontería!

–No tienes por qué llevarme a ninguna parte. Deseo estar aquí.

–¿Por qué?

–¿Por qué iba a ser? Porque me gusta vivir de gorra.

Él la miró fijamente, como si estuviera intentando leerle el pensamiento.

–Muy bien –dijo–. Puedes quedarte.

¿No iba a protestar por su oportunismo? Desgraciado.

–Vístete.

Otra orden. ¿Acaso nunca iba a pedirle nada?

Tal vez necesitara que le diera un ejemplo.

–¿Te importaría darte la vuelta, por favor?

Él vaciló, pero hizo lo que le pedía. Ella se quitó la ropa interior mojada y se puso una camiseta y unos pantalones cortos que estaban doblados al borde del lavabo. Le quedaban pequeños, otra vez; la camiseta no le cubría el ombligo, y los pantalones apenas le tapaban la curva de las nalgas.

–Ya está –dijo.

Cuando Baden la vio pasar a su lado, inhaló una bocanada de aire bruscamente.

–Tus piernas…

Ella se las miró, pero no encontró nada extraño.

–¿Qué les ocurre?

–Absolutamente nada.

¿Lo había dicho con un tono de reverencia, o era lo que ella quería oír?

Ella sintió calor y comenzó a juguetear con un mechón de su pelo. Él se acercó al armario para ponerse ropa seca, mostrándole su desnudez sin cohibirse en absoluto. Era magnífico. Tenía más músculos de los que ella había pensado. Era como un bufé carnal de fuerza y tendones.

–El tatuaje de la mariposa que llevas en el pecho… –dijo Katarina, con la sensación de que estaba babeando.

–¿Sí?

–Es… –era delicioso. Comestible–. Precioso.

–Cuando los demonios entraron en nuestro cuerpo, nos marcaron con una mariposa. Yo perdí la mía al morir, y pensé que tatuármela me ayudaría a volver a ser el hombre que era.

–¿Y por qué quieres volver a ser el hombre que eras? Por lo que he oído, dabas asco.

Él la miró como si fuera una criatura extraña.

–Los otros lo amaban.

–Pero ellos también daban asco, ¿no? No es una gran recomendación.

Él frunció los labios.

–Tal vez me hice la marca porque, en secreto, quería parecerme a los hombres honorables en los que se han convertido mis amigos. Para estar unido a ellos.

–Pues no lo necesitabas. Vosotros ya estáis unidos por el amor. Pero tal vez el tatuaje tenga un significado nuevo ahora, en el presente. Tú eras Desconfianza y, después de morir, resurgiste del abismo con la capacidad de volar.

Una criatura extraña y maravillosa.

Katarina se animó.

–¿Tuvisteis una aventura Pandora y tú mientras estabais confinados juntos? Ella es muy dura. Es tu tipo.

–Sí, es muy dura. Pero no, no la tuvimos. Sin embargo, tú has demostrado que eres más frágil de lo que yo creía. Y estás casada.

Pese al disgusto con el que había pronunciado aquellas palabras, era evidente que ella le parecía atractiva. Mientras la miraba, sus pupilas se expandieron, y los demás signos de excitación se hicieron más notables.

Ella también empezó a excitarse.

–Estoy casada, pero no por mucho tiempo. Voy a pedir la nulidad por la vía rápida.

Él dio un paso hacia ella.

–No es necesario. Yo te haré viuda.

Con qué facilidad hablaba del asesinato. Y, seguramente, con cuánta facilidad cometía asesinatos.

Y, en aquel momento, estaba mirándole los labios. ¿Estaría preguntándose a qué sabían?

Katarina se estremeció de deseo.

Sin embargo, alguien llamó a la puerta en aquel mismo instante.

–¿Baden? –dijo Ashlyn–. ¿Está ahí Katarina?

–Sí, ¿por qué?

–¿Estáis vestidos?

–Sí –dijo él, aunque con algo de irritación.

Entonces, Ashlyn entró en la habitación retorciéndose las manos.

–Ha aparecido otro perro callejero, y te ruego que te hagas cargo de los dos, Katarina.

No, ni hablar. No iba a adoptar ningún otro anular. No iba a volver a enamorarse y a perder otro pedazo del corazón. ¿Para qué iba a molestarse? La muerte era inevitable.

–Lo mismo que te dije con respecto al otro: llévalo a una protectora de animales.

–Me ladran cada vez que me acerco a ellos. Si los llevo a una perrera, los considerarán agresivos y los sacrificarán. Y no puedo pedirle ayuda a nadie más. Todos están demasiado ocupados preocupándose por Gilly y planeando el asesinato de William –dijo Ashlyn, y miró a Katarina–: Tienes que ser tú.

Hablaba del asesinato con tanta facilidad como Baden.

–Sé que Gilly está enferma –dijo él, frunciendo el ceño–. Pero ¿por qué atacan a William?

–La ha teletransportado a algún lugar, no sabemos adónde, y no contesta ni a las llamadas ni a los mensajes –dijo Ashlyn, y miró a Katarina de nuevo, con una expresión suplicante–. Nunca he tenido mascota, pero sé que esos perros están sufriendo. Por favor.

–Yo…

«No puedo decir que no, pero tengo que protegerme el corazón».

–Katarina –dijo Baden–. Ayúdala.

–Otra orden –replicó ella, enarcando una ceja.

–Ya te he dicho que estos perros no van a sustituir a los que has perdido, pero la pérdida de unos no impide que los otros estén desvalidos.

Sabias palabras. Y, en el fondo, más allá de su miedo a la pérdida, sentía la tentación de trabajar con aquellos perros y ofrecerles todo el amor que tenía y que, claramente, ellos necesitaban. Amor que, seguramente, nunca habían recibido.

Tenía el cien por cien de las posibilidades de recibir un mordisco. Uno de los perros ya había intentado morder a una persona, porque su primer instinto era el de atacar y, después, confiar. Necesitaba orientación además de comida. Un nuevo entorno, con gente y olores desconocidos, podía ser algo terrorífico para un perro, y los perros asustados se ponían agresivos. No todos los humanos reaccionaban comprensivamente, con paciencia o con compasión.

–Está bien –dijo, con un suspiro–. Lo haré.

Baden mostró su alivio.

–Necesitamos bozales…

–No –respondió ella–. Nada de bozal, a menos que sea absolutamente necesario.

–Sí –insistió él–. No tienes por qué arriesgarte a que te muerdan.

–Ya decidiré yo a qué me arriesgo.

–Nuestra relación no funciona así –le recordó él–. Yo soy el general, y tú eres el soldado raso. Yo ordeno y tú acatas.

–Por mi seguridad, bla, bla, bla. Bueno, pues esta soldado raso va a hacer las cosas a su manera. Y te aguantas.

–Gracias, gracias, ¡mil gracias! –los interrumpió Ashlyn, dando saltos de alegría–. Los perros están encerrados en uno de los dormitorios de abajo. Mis hijos les han llamado Biscuit y Gravy.

Niños… Ella había oído hablar de unos mellizos en algunos de los paseos, pero no había llegado a verlos.

–¿Cuántos años tienen tus hijos?

Ashlyn sonreía con orgullo.

–Urban y Ever tienen ocho me… años –dijo, corrigiéndose, y su expresión de felicidad se desvaneció.

Una reacción extraña.

Bueno, en realidad, ella misma había ayudado a su padre en cuanto fue capaz de caminar.

–Pues pueden venir a verme trabajar, pero tienen que hacer todo lo que yo diga, cuando yo lo diga.

–Qué amable por tu parte. Se lo diré. ¡Ah! Y ya les he explicado que no deben hacerte daño, así que no tienes por qué preocuparte.

¿Unos niños de ocho años, hacerle daño a ella? Por favor.

A menos que fueran inmortales.

Bien, un mundo nuevo con unas reglas nuevas. Tendría que adaptarse.

Miró a Baden.

–¿Vas a venir con nosotras?

–No. Yo también tengo trabajo.

¿Qué trabajo? Estuvo a punto de preguntárselo, pero, con él, seguramente sería mejor no saberlo.

–Ten cuidado –le dijo.

Él se sorprendió.

–Sí, lo tendré. Tú, también –respondió.

Entonces, hubo una pausa llena de tensión entre ellos, pero Katarina no pudo determinar el motivo.

Tal vez él tampoco pudiera. Baden frunció el ceño y salió de la habitación.

Ashlyn se le acercó y entrelazó su brazo con el de ella.

–Según los demás guerreros, Baden era el hombre más amable del planeta, pero la muerte lo ha cambiado, como las bandas que lleva en los brazos. Se ha vuelto más duro y más frío. Sin embargo, sé con certeza que nunca te va a hacer daño.

–¿Y por qué soy yo una excepción?

–Oh, cielo. Por cómo te miraba Baden… Bueno, estoy segura de que vas a averiguar la respuesta por experiencia. ¡Y pronto!