Capítulo 24
«Yo inventé el homicidio sin premeditación».
Fox, guardiana de Desconfianza
«Sexo en la ducha, sexo en el suelo, y lo único que quiero es más, y más, y más…».
Katarina soltó una risita y se acurrucó contra el costado de Baden. Cada vez deseaba más a aquel hombre, y era evidente que a él le ocurría lo mismo. No podía pasar más de unos minutos sin acariciarla, y a ella le encantaba. Tenía la sensación de que se estaba enamorando…
¡Un momento! Iba demasiado deprisa.
–Nunca voy a permitir que te separes de mí, Katarina.
Aquella confesión hizo que ella se estremeciera de deleite.
–Y quizá yo sopese lo de convertirme en inmortal.
–Eso no es suficiente. Vas a convertirte en inmortal, de un modo u otro.
Aquello terminó con el buen humor de Katarina.
–Pídemelo amablemente.
–Esta vez, no. Prefiero incurrir en tu ira que enfrentarme a tu muerte.
–Soy una mujer adulta, Baden, y tú no puedes tomar decisiones por mí. Mi opinión importa. Mis deseos importan, aunque tú no estés de acuerdo conmigo.
Él no se retractó.
–Algún día, me darás las gracias por mi insistencia.
–No, no lo voy a hacer –dijo ella. «No puedo reforzar su tendencia dominante»–. Y, ahora, déjalo antes de que me presiones demasiado.
–No puedo. Esto es demasiado importante. Eres demasiado joven y demasiado humana como para comprender el…
A ella le salió un rugido animal de dentro, un sonido que no había emitido jamás, y él se quedó callado. No por ella, sin embargo, sino por los cachorros, que se habían levantado de sus almohadones con el pelo del lomo erizado.
Irradiaban una furia igual a la de Katarina.
Los perros se abalanzaron sobre la cama, por Baden, mostrando los dientes como si quisieran morderle el cuello.
–No –dijo ella, y los perros giraron en el aire, pasando por encima de Baden, que lanzó su cuerpo sobre el de ella.
–¿No? –preguntó Baden, que se apoyó en ambas manos para sostener su peso sobre Katarina. Tenía una expresión de ira y determinación–. ¿Quieres protegerme a mí, o a ellos?
–A los dos. Aunque no entiendo por qué te he salvado en este momento.
–Porque yo estoy dispuesto a hacer lo que sea con tal de que estés a salvo. Incluso en contra de tus propios deseos. Tal vez no te guste, pero una parte de ti debe de agradecerlo.
Los perros merodeaban alrededor de la cama, esperando a que ella les diera una señal. En aquella ocasión, Katarina se obligó a mantener la calma. Respiró profundamente, contó hasta diez y se imaginó que estaba en un lugar feliz, en una pradera llena de flores en la que sus antiguos perros podían jugar con sus nuevos perros.
–¿Cómo hemos pasado de hacer el amor y acurrucarnos juntos a esto?
–Fácilmente. Haciendo el amor conmigo y acurrucándote a mi lado, me has mostrado los deseos de mi corazón, unos deseos que yo creía que habían muerto hace mucho tiempo. ¿Y crees que un día puedes arrebatármelos? ¿Dejar que alguien te mate, o morir de vejez? No.
–¿Un día? No, no. Voy a negarte los deseos de tu corazón hoy mismo. Eres tan obtuso que ni siquiera has captado mi advertencia. Hay que tomar medidas –le dijo ella. Él tenía que aprender la lección, y ella tenía que tranquilizarse–. Vamos a pasar una temporada separados.
Katarina se puso en pie y acarició a los perros para asegurarles que todo iba bien. Después, se puso unos pantalones vaqueros y una camiseta.
–Si me niegas mi derecho a elegir, no mereces que esté contigo –dijo. Fue al armario, sacó una bolsa y comenzó a llenarla de ropa–. Así que me marcho. Voy a algún sitio que esté lejos de ti.
–No –dijo él–. Te vas a quedar aquí.
–Otra orden –dijo ella, y chasqueó la lengua–. No puedes detenerme sin hacerme daño, porque voy a luchar contigo.
Él se acercó y le arrancó la bolsa de las manos. Después, la acorraló contra la pared y apoyó ambas manos junto a sus sienes.
Katarina no tenía miedo, aunque se sintió un poco excitada. «¡Sé fuerte!». El resultado final era más importante que el placer inmediato.
Para su sorpresa, los perros ni se inmutaron. ¿Acaso no sentían ninguna amenaza en aquella ocasión?
–Quédate –dijo él, y empezó a acariciarla–. Estamos muy bien juntos.
Le acarició el pelo, el brazo… siguió por su estómago y subió hacia sus pechos… Y solo cuando ella tuvo la respiración entrecortada de impaciencia, dibujó un círculo con la yema del dedo alrededor de uno de sus pezones.
–Si nos separamos, no podré acariciarte así, y es algo que deseo desesperadamente. Quédate, por favor.
Aunque él había pronunciado las palabras como si fueran una petición, seguían siendo una exigencia.
–Tu súplica llega un poco tarde, guerrero.
La expresión de amabilidad desapareció del rostro de Baden.
–Eres una humana. No sabes lo que te conviene.
–Eso lo dirás tú –respondió ella, y lo apartó de un empujón–. Por ahora, sé que tú no me convienes.
–¿Qué quieres de mí?
–¿De ti? Nada –respondió ella, y siguió metiendo ropa en la bolsa–. Quiero un hombre que me vea como su igual.
–Eso es imposible, porque yo puedo romperte en dos.
Y, así, tan fácilmente, Baden acabó con cualquier esperanza de que su relación pudiera salvarse. Katarina se sintió decepcionada y muy triste. «No pienso suplicarle que reflexione».
En aquel preciso momento, pensó que su ruptura era definitiva. Lo suyo había terminado. Ella había creído que podría demostrarle lo que valía, pero él acababa de admitir que nunca iba a conseguir verlo.
–Hemos terminado –le dijo.
–No hemos terminado. Tú y yo no vamos a terminar nunca.
–Cuando empieces a echarme de menos, no vengas a buscarme. Esto –dijo ella, y señaló su propio cuerpo– ha pasado a estar fuera de tu alcance.
–No. ¡No! No pienso dejar que…
–Todavía sigues hablando –replicó ella, dando una patada en el suelo–. Renuncio a seguir adiestrándote. Has suspendido mi examen.
Él se enfureció.
–¿Estabas adiestrándome como si fuera uno de tus perros?
–Por supuesto. Eres una bestia, ¿no? Guapo, pero letal.
–Pues sí. Y ahora me vas a ver en mi peor faceta.
Con un rugido, volcó la cómoda. Los cajones se salieron de sus huecos y todo el contenido se desperdigó por el suelo. Tiró del cabecero de la cama, lo desclavó y lo arrojó a la pared del otro extremo de la habitación.
Ella ignoró su furia y terminó de meter sus cosas en la bolsa, en silencio. Cuando tuvo todo lo que necesitaba, gritó:
–¡Galen!
Baden detuvo su ataque de rabia y la fulminó con la mirada.
–Él no se atreverá a separarte de mí.
–Claro que sí. Y tú vas a darle la orden, o te juro que me escaparé cada vez que te des la vuelta. Provocaré tu lado bestial cada vez que tenga la más mínima oportunidad, y…
–Ya está bien –dijo él. Estaba jadeando, y tenía los puños apretados–. ¿Quieres marcharte? Muy bien, pues vete. Destrucción y yo te dejamos marchar.
Katarina sintió alivio y dolor. «No quiero perder a otro ser querido», pensó. Pero, no, a él no lo quería. No era posible.
–Cuando mi hermano esté bien, dile a Galen que lo lleve conmigo, esté donde esté.
Hubo un silencio entre ellos. Baden asintió con tirantez.
Galen entró en la habitación sin llamar, con cara de enfado.
–¿Has llamado, bonita? –preguntó. Al ver que Baden estaba desnudo, se tapó los ojos–. ¿En serio, tío? ¡Vamos! Si quisiera ir a una fiesta de salchichas, habría ido a ver a mi carnicero.
Los perros se pusieron junto a Katarina y le lamieron las manos. Con la barbilla temblorosa, ella se colgó la bolsa del hombro y les puso las correas.
–Estoy lista para que nos marchemos.
–Eh… ¿adónde? –preguntó Galen, desconcertado.
Baden se dio la vuelta. Tenía los músculos de la espalda muy tensos.
–Llévatela a otra parte –le dijo a Galen–. A algún sitio seguro.
–A algún sitio de mi elección –le corrigió ella–. Y no le digas a Baden dónde estoy. No se lo digas nunca, bajo amenaza de muerte.
No iba a haber continuación, y ella se iba a asegurar de que no la hubiera.
Galen pestañeó como si hubiera oído mal.
–¿Se divorcian papá y mamá?
–Sí, y mamá tiene la custodia de sus perros –respondió ella, y esbozó una sonrisa forzada–. Ahora, vayámonos antes de que divorcie también tu trasero.
Baden tuvo que luchar contra una rabia inmensa. Katarina se había ido, pero, aunque se hubiera quedado, la habría perdido. Ella, como muchos otros, lo encontraba guapo por fuera, pero espantoso por dentro, por mucho que hubiera dicho lo contrario.
La única luz de su oscuro mundo había desaparecido.
Golpeó la pared con el puño cerrado e hizo varios agujeros. Se destrozó la piel y los nudillos.
Destrucción se paseaba de un lado a otro por su mente.
«Quiero que vuelva mi mujer. ¡Haz que vuelva!».
«Lo haré, sí».
Tenía que hacerlo.
Alguien le puso la mano sobre el hombro desnudo, pero él no sintió dolor. Se giró rápidamente, pensando que era Katarina, pero se encontró de frente con Fox.
–¿Qué? –rugió.
Ella miró su cuerpo desnudo.
–¿Por qué no te vistes? Estás muy bueno, pero prefiero que mis amantes estén menos obsesionados por otra mujer.
Baden fue al armario, sacó unos pantalones y se los puso. Tenía que calmarse, y tenía que darle tiempo a Katarina para que se calmara. Después, se dedicaría a recuperarla.
Tal vez no debería haberle dado la orden de que obedeciera, pero, demonios, ella no podía seguir siendo humana. Sin embargo, él debería haber esperado a plantear aquella cuestión cuando tuviera los medios para transformarla.
–¿Qué? –repitió, mirando a Fox.
–He oído gritos, y he pensado que podía ayudarte. No sabía que ofrecer mi ayuda iba a ser un crimen tan horrible. Lo siento.
–No necesito que me ayudes. Además, mi vida no es asunto tuyo.
–Yo no soy tu enemiga, Baden.
–Tienes razón. Eres algo peor. Eres un recordatorio constante de un pasado que no puedo cambiar.
–¡Sí, y deberías estar agradecido! Ahora eres más fuerte. Eres más sabio. Y yo estoy hecha un desastre.
–Tú eres la única culpable de eso. Acogiste al demonio. Lo deseabas.
–Deseaba el poder. No sabes cómo era la vida para mí, una inmortal nacida sin…
Fox tomó aire y se quedó callada. ¿Qué era lo que no había querido revelar?
Era inmortal, sí, pero tenía un origen indeterminado. Por lo que él había visto, ella nunca se había transformado en animal. Su voz no era un arma, como la de las sirenas, ni tenía alas, como las arpías, como los Enviados y como los ángeles. No tenía colmillos, como los vampiros, ni aura de poder, como las brujas.
–Quería poder –repitió ella.
–Pues conseguiste una ilusión de poder. Y una nueva debilidad.
–Eso lo sé ahora.
El verdadero poder estaba en la amistad, y la fuerza, en el número. El verdadero poder era el amor, la capacidad de sacrificarse por los demás. Era la esperanza de tener un futuro mejor, algo que él acababa de perder. El verdadero poder no nacía de la violencia. Podía ser tan delicado como la caricia de una mujer.
Tal vez se hubiera hecho más sabio. Sin embargo, había permitido que su determinación por poseer a Katarina la hubiera alejado. Quería que ella estuviera a salvo, sí, pero también quería protegerla según sus términos.
Se puso una camisa y le dijo a Fox:
–Tienes que irte.
–Mira, quieras o no quieras mi ayuda, vas a tenerla. Yo sé algo sobre los hijos de Hades –respondió ella–. William y Lucifer también llevaron esas bandas.
¿Cómo podía saber ella eso? Y William nunca guardaría semejante secreto…
No, eso no era cierto. William era un egoísta que se divertía con la ignorancia de los demás. Incluso con la de sus amigos.
Incluso le había advertido que no se relacionara con Fox. Claro, porque ella conocía su secreto.
–Deberías habérmelo dicho antes.
–No quería que me hicieras preguntas sobre mi pasado.
–No voy a hacerlas. Voy a estar demasiado ocupado matando a un hombre que creía que era mi amigo.
Baden tomó dos dagas e hizo un ajuste en su mente.
«A casa, allí donde esté William».
Apareció en un espacioso dormitorio. Las paredes estaban llenas de marcas de garras, el mobiliario hecho pedazos y el suelo, lleno de añicos de cristal.
Maddox, Paris y Sabin estaban haciendo lo posible por sujetar a un William en pleno ataque de rabia, mientras que Strider y Lucien hacían guardia en la puerta para cortarle la vía de salida. ¿Acaso no recordaban que William podía teletransportarse? ¿O acaso William no podía teletransportarse en aquel estado de agitación extrema?
Estaba claro que sus amigos no iban a poder sujetarlo durante mucho más tiempo. William ya estaba a punto de zafarse de ellos.
Baden se acercó rápidamente y le clavó una de las dagas en el corazón. Por fin, William se quedó quieto, y le clavó a Baden una mirada de odio, con los ojos en llamas.
–Error, Pelirrojo. Craso error.
Baden le clavó la otra daga en el vientre.
William se echó a reír con una alegría de maníaco, mientras los demás observaban la escena con incredulidad.
–Quería ir a verte para pedirte el favor que me debes.
Baden sintió que se trataba exactamente de lo contrario.
–¿Quieres que te pague el favor? Dime que te libere, y lo haré.
–No –respondió William–. Voy a esperar.
Baden retorció las dagas.
–Muy bien. Entonces, vamos a hablar del motivo de mi visita. ¿Estuviste esclavizado alguna vez con las bandas de Hades?
Con un movimiento inesperado, William se arrojó hacia delante, y las dagas se hundieron aún más en su cuerpo.
–¿Te parece que esto es compartir un buen momento? –preguntó el guerrero, con una falsa calma, mientras bajo su piel estallaban rayos luminosos.
–Contéstame de todos modos –le ordenó Baden.
–¿O me clavarás una tercera daga?
Desgraciado. ¿Acaso no había nada que temiera?
–¿Es que te crees que eres el único que tiene problemas?
–Soy el único que tiene un problema que me importe.
–Dime lo que quiero saber, o…
–¿O qué? Dímelo. Me muero de curiosidad.
Aquel era el hijo de Hades. Con él, las amenazas no servían. Baden sacó las dagas de su cuerpo, y le preguntó:
–¿Sabes si Gilly y Puck se han inscrito en el registro? Quiero comprarles una tostadora.
William entrecerró los ojos, y quedó claro que estaba luchando por mantener la compostura.
–Sí, Pelirrojo. Yo llevé las bandas, igual que tú. Eso me convirtió en hijo de Hades y, si vives lo suficiente, a ti te ocurrirá lo mismo, hermano.