Capítulo 28
«Todas mis amistades son unas zorras. ¡Incluyendo los hombres!».
Gillian Bradshaw
«¡Mamá! ¡Papá!».
Aquellas palabras resonaron por la mente de Katarina. Eran las voces de los cachorros. Ella todavía estaba en el patio, aunque haciendo lo que le había pedido Baden, que era llevarse a los perros dentro de la casa. Aquel grito de entusiasmo la había detenido en seco.
–¿Dónde? –preguntó, girándose.
«¡Al otro lado del muro!».
¿En serio? Katarina se subió a un árbol para mirar y… ¡Oh! Toda una manada de perros del infierno la observaba ceñuda. Supo que eran perros del infierno al instante. Eran enormes, tan grandes como caballos y de distintos colores. Todos tenían colmillos. Las colas eran largas como látigos y estaban listas para golpear.
Katarina esperó que se quedaran impresionados con su valor. Después de todo, no se había desmayado del susto. Todavía.
Claramente, todos los perros eran mayores que Biscuit y Gravy.
Ella bajó del árbol temblando. Los cachorros saltaban de alegría a sus pies. Si querían volver con su manada, ella lo entendería. Y lloraría. Sobre todo, lloraría. Notó un ardor en los ojos mientras se agachaba y, en aquella ocasión, las lágrimas se le cayeron por las mejillas.
Había construido una familia. Por muy enfadada que estuviera con Baden, entre los dos habían construido una familia. Y, ahora, su familia iba a separarse. ¡Otra vez!
–Bueno –dijo, y les acarició la cabeza–. Vuestros padres están ahí fuera, ¿no?
«¡Mamá! ¡Papá!».
–¿Son buenos con vosotros? ¿No os hacen daño?
«¡Los queremos!».
–¿Y cómo os separasteis de ellos?
«Notamos al hombre malo. Nos escapamos, aunque mamá dijo que nos quedáramos».
Entonces, Katarina se dio cuenta de que habían percibido a Hades en Baden. Y, comprensiblemente, la manada nunca le perdonaría a Hades sus crímenes, lo cual significaba que nunca aceptarían a Baden, ni a ella tampoco. A Katarina se le formó un nudo doloroso en el estómago.
–¿Por qué no me lo dijisteis antes? Yo podía haberos ayudado a encontrar a vuestros padres.
«No queríamos dejarte sola. No queremos dejarte».
–Algunas veces, lo que queremos no es lo mismo que necesitamos.
En aquel momento, las lágrimas se deslizaban a raudales por su cara. Abrazó a los perros. Era un abrazo de despedida.
Ellos se apagaron un poco.
«No, adiós no. Tú vienes. ¡Tú vienes!».
–No, preciosos –les dijo con dulzura–. No puedo ir con vosotros. Tengo que quedarme aquí.
Tenía que arreglar las cosas con Baden de una vez por todas. La bestia y él la necesitaban, y ella… los quería. Cada día los quería más. Eran el centro de su historia, el único camino que tenía hacia la felicidad.
«Tengo que darles otra oportunidad a mis chicos, ¿no?».
–Yo tengo que quedarme aquí –repitió–. Baden es mi hombre, y me necesita.
Los cachorros negaron con la cabeza.
«¡Tú vienes! ¡Tú vienes!», repitieron de forma frenética.
«Sé fuerte», se dijo Katarina, entre las lágrimas. Lo que se decía siempre que alguno de sus perros se había ido a vivir con una nueva familia.
–Vuestros padres os echan mucho de menos. Vais a estar felices con ellos.
«¡Tú vienes! ¡Tú vienes!».
A ella se le escapó un sollozo, y escondió la cara entre el pelaje de los cachorros. Lloró por lo que iba a perder aquel día, y por lo que había perdido ya. A sus padres y a Peter, y al chico que había sido su hermano. Mientras lloraba, se dio cuenta de que estaba bien que ella viviera, para poder sentir las emociones que sus seres queridos no podían sentir.
Poco a poco, fue calmándose, y les dijo a los cachorros:
–Yo echo tanto de menos a mis padres… Si pudiera recuperarlos, lo haría de cualquier modo. Vosotros tenéis una segunda oportunidad para estar con ellos, y yo no me voy a interponer.
Les secó las lágrimas a ellos, y estuvo a punto de desmoronarse.
–Vaya, vaya. Mi querida esposa con sus nuevas mascotas.
El tono de odio de aquella voz hizo que se pusiera en pie. Aleksander estaba a pocos metros de distancia, delante de varias filas de guardias uniformados de negro, bloqueándole el paso hacia la casa.
«¡Calma!». Una orden para sí misma y para los cachorros. Baden había tomado precauciones; había instalado cámaras por todo el reino. Seguramente, Galen y Fox iban a saber que había intrusos y acudirían a ayudarla.
Biscuit y Gravy gruñeron, y ella los imitó. Tal vez antes desaprobara los métodos de Baden para deshacerse de sus enemigos, pero había dos cosas que admiraba de él: que daba la cara por sí mismo, y que no se retiraba.
«No voy a acobardarme más por las amenazas de Aleksander. El único poder que tiene sobre mí es el que yo le conceda. Soy fuerte, y voy a demostrarlo».
–¿Cómo me has encontrado? –le preguntó–. ¿Y cómo has llegado hasta aquí?
–Encontrarte no ha sido fácil. Sabía que tenía una esposa, pero no recordaba tu nombre. Hasta que Lucifer me ayudó a recordarlo –respondió Alek. Caminó hacia ella, pero se detuvo cuando los cachorros le gruñeron para hacerle otra advertencia.
Los guardias apuntaron con sus armas a los perros. Aquellos guardias no podían ser humanos. Eran demasiado grandes y demasiado amenazantes.
Ella se situó delante de ambos perros para protegerlos. «Quietos», les ordenó.
–No les hagas daño –le gritó a Alex–. No han hecho nada malo.
Él sonrió fríamente.
–Pero tú sí, ¿no, princezná? –inquirió él–. Como no quisiste forzar la cerradura de mis cadenas ni encontrar la llave para liberarme, he tenido que prometerle a Lucifer que le daría la moneda. A Cambio, él me dará un ejército y un reino dentro del suyo. No seré rey, solo un príncipe. Hoy empiezo a probar mi reino.
–Si Lucifer tiene un poder tan increíble, ¿cómo es que no eres príncipe ahora mismo?
Los ojos de Aleksander se volvieron brillantes y rojos.
–Todavía no he revelado dónde está la moneda. Puse como condición poder hacerte una visita antes de aliarme completamente con él.
No. Había algo más. A Lucifer no le había gustado que ella se negara a negociar con él, y no querría arriesgarse a que se aliara con Hades. Sin embargo, teniendo en cuenta las bandas que llevaba Baden, eso era inevitable. Salvo que ella muriera.
¿Por qué no enviar a Alek a que la matara, ya que él la había controlado en el pasado, sin darle al híbrido de humano e inmortal lo que quería?
«¿Es hoy el día de mi final?», se preguntó Katarina. Ni siquiera con su nueva fortaleza podría vencer a todos aquellos hombres. Sola, no.
Bueno, si tenía que morir, al menos se llevaría a Aleksander por delante.
«Gente mala. Gente mala muere».
Los cachorros hablaron telepáticamente con ella, y Katarina sintió un deseo irreprimible de luchar. Sus encías y sus dedos comenzaron a arder.
Alek frunció el ceño, como si notara que ella había sufrido algún cambio pero no comprendiera de qué se trataba.
–Tú –le dijo, dando un paso hacia ella– vas a ser mi concubina. Sé que te has entregado al inmortal…
–¡Tú me dijiste que lo hiciera! –le recordó Katarina.
Aleksander apretó los puños. ¿Acaso se estaba imaginando que la pegaba?
–Por lo tanto ya no eres digna de llevar mi nombre. En este momento, me libero de mis votos hacia ti –dijo él. Estiró el brazo y movió los dedos para ordenarle que se acercara a él–. Vamos.
Si se negaba, ¿mataría él a los perros?
«No puedo permitir que sus actos me afecten. No voy a rendirme otra vez».
Ya tenía bastantes cosas que lamentar del pasado, y no iba a añadir más a la lista.
–No voy a ir contigo, blázon –dijo ella, llamándole «loco», lanzándole las palabras como si fueran dagas–. Ni ahora, ni nunca. Me asqueabas antes de la boda y me has asqueado siempre. Eres un gusano destinado a convertirte en comida de otros.
Él se puso más furioso aún, y dio otro paso hacia ella. Los perros piafaron, y no fueron los únicos. A Katarina se le movió el pie sobre la hierba como si tuviera voluntad propia.
Se oyeron gruñidos por todas partes.
Ella se giró. Los perros de la manada estaban subidos a la tapia. ¿Habían trepado? ¿Habían saltado? Tenían el lomo erizado, y sus pelos parecían púas letales. Sus colas estaban desenroscadas y erectas, y tenían cuerdas trenzadas que brotaban del extremo.
Los guardias comenzaron a temblar de miedo.
–¡No os mováis! –les ordenó Aleksander.
En una situación como aquella, el miedo podía adueñarse de toda la situación y empujar a los guardias a atacar antes de recibir la orden.
–No te atrevas a dispararles a los animales –dijo ella, con un tono tan áspero que podía hacer sangre.
–¿O qué? –preguntó él.
«¿Atacar?».
–O les dejaré que os hagan pedazos –dijo Katarina.
Ummm. Pedazos. El banquete perfecto. Al pensarlo, ella se relamió los labios, pero se detuvo. Comerse a un enemigo nunca sería una opción aceptable.
Aleksander se quedó pálido y gritó:
–¡Disparad! ¡No dejéis supervivientes!
¡No!
–¡Atacad! –gritó ella, y se arrojó hacia delante mientras sus colmillos y sus garras surgían por completo. Quería tener la garganta de Aleksander en su boca y no pararía hasta conseguirlo.
Oh, Dios. Comerse a su enemigo era una opción perfecta.
Sonó el primer disparo y, después, muchos otros. Demasiados. Sin embargo, a ella no la alcanzó ninguna bala. No, porque se movía con demasiada rapidez, porque podía ver la trayectoria de las balas y esquivarlas con facilidad. Los demás perros debían de tener la misma capacidad. Llenaron todo el patio y la adelantaron en su camino hacia los soldados.
Sangre. Muchísima sangre. Un océano interminable.
Katarina seguía oyendo el eco de los gritos, pese a que el patio había quedado en calma. La sed de sangre se le había pasado unos minutos antes. Estaba quieta, inmóvil, rodeada de una carnicería.
Por todas partes había miembros cercenados, cabezas y órganos. La manada de perros seguía dándose un festín, comiéndose los cuerpos.
¿A cuántos hombres había mordido ella?
Aleksander estaba tirado en el suelo. Seguía con vida, pero eso iba a cambiar en cualquier momento. O tal vez no; la mano que Baden le había cortado había vuelto a crecerle. Aleksander no era humano y nunca lo había sido. Ella había notado su poder oscuro al morderlo.
Él extendió los brazos hacia ella. Tenía las manos temblorosas.
–Ayuda –dijo.
Le faltaba una pierna y tenía el torso abierto, y lo que quedaba de sus intestinos estaba desperdigado a su lado.
–¿Dónde está la moneda? –le preguntó ella.
–Ayuda. Por favor.
–Dime lo que quiero saber y te ayudaré –dijo Katarina. Aunque no iba a hacerlo del modo que él esperaba.
–Mi madre era… un ángel caído. Mi padre era… humano. Yo iba a morir algún día… ella me obligó a que la matara y que escondiera la moneda dentro de mi… cuerpo.
Su cuerpo. Así pues, la moneda seguía allí, y tal vez le estuviera manteniendo con vida. Lo cual significaba que, si se la quitaba, él moriría.
–Ayuda –repitió Aleksander, con un borboteo de sangre–. Me lo prometiste.
–Es cierto. Te lo prometí –dijo ella.
Se preparó para lo que tenía que hacer. Metió la mano dentro de la cavidad torácica y buscó la moneda.
–No te preocupes –le dijo–. Tu dolor va a terminar.
Él luchó contra ella con las fuerzas que le quedaban, pero eran demasiado pocas.
En una de las cámaras del corazón palpó algo duro y redondeado. Tuvo que tirar para poder sacarlo y le rompió algunas costillas, pero sus protestas cesaron y su cabeza cayó hacia un lado.
Aleksander había muerto de una vez por todas. Sin embargo, Katarina no sintió alivio.
Miró lo que tenía en la palma de la mano. Era una moneda de oro por la que Aleksander había matado, y por la que había muerto. ¿Cómo podía causar tantos problemas algo tan pequeño y tan bonito?
No podía permitir que la encontrara nadie más, ni que aquella moneda le sirviera de ayuda a Lucifer. Ni a Hades. Ni siquiera, a Baden. Baden había empezado a sentir afinidad con Hades, y Hades era quien había erradicado a los perros del infierno. Ella no podía permitir que volviera a hacerlo.
Tal vez… ¿Tal vez pudiera utilizar la moneda para proteger a los perros? Pero ¿y si Hades castigaba a Baden por su culpa?
Claro que, si utilizaba la moneda para salvar a Baden y cortar sus lazos con el rey, Hades castigaría a los perros del infierno.
Todas las opciones eran peligrosas. Necesitaba tiempo para pensar, para sopesar los pros y los contras.
Notó una pata en el muslo. Uno de los perros estaba sentado frente a ella, mirándola fijamente. Tenía cicatrices largas y gruesas en el morro. Le faltaba una oreja. Tenía el pelaje manchado de sangre.
«Soy Roar».
–Yo soy Katarina –respondió ella, suavemente.
«Los cachorros son míos. Soy padre. Werga es madre. Nosotros te damos… gracias».
El agradecimiento era inesperado e innecesario.
–Son maravillosos –dijo ella–. He disfrutado mucho con ellos.
«Son maravillosos, pero han hecho algo inconcebible. Beber tu sangre y darte la suya».
Sí, lo habían hecho. Katarina recordaba que había notado un sabor metálico en la boca después de que ellos la mordieran. Pero… ¿qué significaba eso para ellos? ¿Iban a ser castigados?
–Ha sido culpa mía. Yo soy quien debe asumir las consecuencias.
«Ellos conocen reglas. Tú, no. Ningún vínculo. Matar lo que se prueba. No supervivientes. No testigos. Nunca».
El perro del infierno le mostró los dientes. Sus colmillos eran mucho más grandes que los de ella.
«Vosotros tres estáis unidos y así será hasta… la muerte».
–Supongo que mi muerte –dijo Katarina. Su tono irónico sorprendió al perro, pero ella ya había recibido suficientes amenazas últimamente.
«No, muchacha. Tu muerte provocaría la suya».
¿Cómo?
–¡Katarina!
Baden apareció y, con su grito, aumentó la tensión.
Ella se giró al oír nuevos gruñidos. El corazón le dio un vuelco al mismo tiempo que se guardaba la moneda en el bolsillo.
–¡No le hagáis daño! –gritó–. Por favor. Él no tiene malas intenciones.
«¿Es tuyo?».
–Sí.
«Huele a otra manada. Una manada que murió hace mucho».
Biscuit y Gravy habían mencionado el hecho de que Baden olía a Hades. Y, si Hades olía a otra manada… ¿Acaso el rey estaba vinculado también a los perros del infierno?
Tal vez. Pero si Hades estuviera vinculado a otra manada, habría muerto al mismo tiempo que sus miembros, ¿no? A menos que… ¿habría encontrado la forma de cortar aquel vínculo?
Para su asombro, los perros se mantuvieron quietos, observando a Baden mientras él caminaba entre la carnicería para llegar hasta ella.
–¿Estás bien? Estás sangrando. ¿Por qué? ¿Y por qué lloras? –le preguntó, mientras le secaba las lágrimas con los dedos pulgares–. ¿Qué te han hecho? –inquirió, y miró a Roar–. Voy a matarte de un modo que nunca habías imaginado.
Aquella amenaza provocó otro coro de gruñidos.
Katarina lo agarró de los antebrazos y captó de nuevo su atención.
–Estoy bien. La sangre que tengo encima es de otros. Aleksander ha muerto –dijo, y señaló su cadáver–. Compruébalo tú mismo.
Baden miró el cadáver mutilado. Entonces, con una daga, le cortó el cuello hasta que separó la cabeza del cuerpo.
–Así no podrá regenerarse –dijo, y se irguió–. Pero ¿por qué lloras?
–Mi familia –respondió ella, y se volvió hacia Roar–. Perdonadle la vida a mi hombre. Él no ha tenido nada que ver en mi trato con los cachorros.
–Soy yo quien tiene que perdonarles la vida a ellos, y lo haré –intervino Baden–. Pero solo si me prometen que nunca te atacarán.
«Los cachorros ya no pueden existir sin ti», dijo Roar, mirándola con cara de pocos amigos. «Eso significa que tú estás vinculada a todos nosotros. Nos quedaremos contigo y te protegeremos. Tu hombre está a salvo de nosotros».
Ella jadeó al comprender sus palabras. Los perros iban a salir de su escondite, y Hades iba a saberlo todo.
Tendría que hacer algo. Con, o sin la moneda.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Baden, que no había oído el discurso de Roar y, al ver su reacción, había temido lo peor–. Dímelo antes de que pierda el control.
–Los perros… van a quedarse. Son míos, todos. Mi familia. Para siempre –dijo ella.
Sin embargo, los perros eran enemigos de Hades, y Baden era uno de los hombres de Hades. Eso no iba a cambiar.
Tendría que haber una forma de coexistir. Tenía que haberla.
Tuvo un arrollador sentimiento de posesión… Experimentó la ferocidad… El perro del infierno que había en su interior se dio a conocer.
«Voy a proteger lo mío. Lo protegeré hasta mi muerte».