Capítulo 30

 

«Si esperas vencerme, vas a necesitar unas pelotas más grandes. ¿Te gustaría que te prestara unas de mi colección?».

Thane, Enviado

 

Baden se desnudó y desnudó a Katarina. Tiró la ropa sucia al suelo del dormitorio. Pensaba quemarla más tarde, y dispersar las cenizas.

–¡Espera! –gritó ella.

Corrió hacia la pila de ropa y empezó a rebuscar en ella. ¿Una locura momentánea? Comprensible, después de todo lo que había ocurrido aquel día.

Katarina se irguió, con una expresión de alivio, y caminó hacia la cama. Se puso a colocar bien las almohadas.

–La cama está perfectamente.

Entonces, él la tomó en brazos y la llevó al baño. Hizo que entrara en la cabina de la ducha y abrió el grifo del agua caliente. Entonces, entró tras ella para lavarle toda la sangre del cuerpo. Todavía estaba impresionado por haberla visto llorar.

Impresionado y hecho trizas. La bestia se paseaba por su mente sin consuelo, nervioso. Aquel día podían haberla perdido.

Además, también habían podido perder a Galen y a Fox. Un grupo de perros del infierno los tenían acorralados en la cocina y estaban dispuestos a atacarlos en cualquier momento. Y, por muy exasperantes que fueran aquellos dos guerreros, él se había dado cuenta de que quería que estuvieran en su vida.

Afortunadamente, los perros se habían retirado al ver a Katarina y se habían reunido con el resto de la manada en el patio. Allí seguían.

–Todo va a ir bien –le dijo, acariciándole las mejillas–. Ahora, los perros son tu ejército personal. Nunca volverás a correr peligro.

–No tengo miedo –murmuró ella.

–Entonces, dime qué es lo que ocurre, y yo lo arreglaré.

Ella lo miró a través de las pestañas llenas de gotas de agua.

–No quiero hablar de eso ahora. Quiero disfrutar de ti, quiero crear recuerdos que duren siempre.

Bien. Si ella quería recuerdos, él iba a dárselos.

Se sentó en el banco de la cabina y se colocó a Katarina en el regazo. Ella se sentó a horcajadas. Sin preámbulos, él introdujo un dedo en su cuerpo.

Ella ya estaba lista para acogerlo. Era lógico, porque el deseo siempre estaba presente entre ellos.

–Te necesito dentro de mí.

–Sí.

Él la agarró de la cintura, la elevó y la atravesó de un solo movimiento. Sin juegos preliminares. Solo pasión pura y dura.

Ella arqueó las caderas y comenzó a moverse sensualmente sobre él. Baden apretó los dientes y la obligó a detenerse. Aquella falta de fricción fue una tortura, pero era una agonía que estaba dispuesto a soportar.

–Bueno –dijo ella, mordiéndole el labio inferior–. Esto sí que es interesante.

–No te haces una idea. Y solo estoy empezando.

–Ummm. Eso espero. Nunca te he deseado más.

–Tendrás tu orgasmo –respondió él. Al final.

Él encontró su centro de nervios con dos dedos y acarició su deseo. Ella gimió. Gruñó. Susurró su nombre y giró las caderas intentando seguir sus movimientos. No lo consiguió, y trató de deslizarse por la longitud de su miembro. Él la sujetó para que no pudiera hacerlo.

–¡Baden! Quieres matarme, ¿no?

–Soy un asesino, y el deseo es mi arma.

–¡Muévete!

Sus paredes internas apretaron su miembro más y más fuertemente, cada vez con más calor y más humedad. Destrucción quería rendirse. Baden quería rendirse. Sin embargo, el resultado era lo más importante.

La eternidad contra lo efímero. Ganaba la eternidad.

–Voy a moverme. Después de que hablemos.

Ella soltó una retahíla de blasfemias en eslovaco.

Destrucción se echó a reír, deleitándose con su genio. La bestia sabía, como Baden, que ella nunca los traicionaría.

–Quiero que me digas qué es lo que te ocurre. No te lo estoy ordenando, no te preocupes. Solo quiero darte un buen motivo para que me complazcas.

–Vaya un truco más sucio –dijo ella, y trató de mover las rodillas.

Al ver que no conseguía nada, se inclinó hacia atrás, bajo la cascada. Él la siguió y posó la boca alrededor de uno de sus pezones, y succionó para saborear su dulzura.

Los juramentos cesaron. Hasta que él paró.

Entonces, ella volvió a protestar, y le golpeó los hombros con los puños.

–Tú decides, Rina –insistió él. Tenía la mente tan confusa por el deseo, que no sabía de dónde iba a sacar las fuerzas para permanecer inmóvil–. Habla, o nos quedaremos… así.

Ella le golpeó de nuevo, hasta que, por fin, se rindió. Se abrazó a él y apoyó la cabeza en su hombro.

Entre jadeos, le dijo:

–Tengo la moneda.

Él se puso rígido.

–¿Cuándo la encontraste?

–Hoy. Alek la tenía escondida en su negro corazón.

El único sitio en el que a Baden no se le había ocurrido buscar.

–Tengo pocas opciones. Puedo usarla para liberarte de Hades. Para salvar a los perros de su ira. O para convertirme en inmortal y estar contigo. Puedo tener una de esas cosas, pero no todas.

–No hay ninguna decisión que tomar, krásavica. Mientras yo lleve las bandas, no puedo unirme a ti. No voy a permitir que te conviertas en esclava de Hades. Así que tienes que usar la moneda para hacerte inmortal. Después, salvaremos a los perros entre los dos.

Ella frunció el ceño.

–¿Y qué pasará cuando te quiten las bandas?

–No me las quitan. Se absorben. Me convertiré en hijo de Hades. Será algo así como una adopción sobrenatural. Él no le hará daño a lo que es mío.

Katarina sintió esperanza, pero, al instante, negó con la cabeza.

–No me fío de él…

–Fíate de mí –dijo Baden y, por fin, comenzó a moverse. Se deslizó dentro y fuera de su cuerpo una vez… dos… y volvió a detenerse. Ella se aferró a él–. Prométemelo.

Ella le arañó la espalda.

–Haré lo que crea más conveniente –dijo y, entonces, le mordió una oreja y, después, comenzó a hablarle al oído, a decirle todas las cosas que le hacía sentir, lo mucho que le deseaba, y que solo él podía satisfacerla.

¿Cómo había podido pensar alguna vez que aquella mujer no era para él? ¿Cómo había podido pensar que era débil?

De los dos, ella era la más fuerte. Había domado a su bestia. Había conseguido librarse de Lucifer. Se había ganado la lealtad de los perros del infierno. No había nada que no pudiera hacer.

Y había algo que Baden no podía hacer: permanecer inmóvil más tiempo.

–Rina –dijo. Los teletransportó a su cama y se tendió sobre ella–. ¿Querrías rodearme con las piernas?

En cuanto ella cumplió su petición, él se agarró al cabecero y comenzó a salir de su cuerpo, casi hasta el final, y volvió a hundirse de una embestida. Repitió la acción una y otra vez, y cada movimiento de sus caderas era una promesa. Cada vez que ella jadeaba su nombre, se formaba un nuevo vínculo entre ellos. Un hombre y su mujer… un hombre y su tesoro más grande.

La tomó de las manos y entrelazó sus dedos con los de ella, y empezó a acometer con más lentitud, poco a poco, mirándola a los ojos y dejando que la ternura que ella le producía brillara sin obstáculos.

–Siempre habrá algún motivo por el que no deberíamos estar juntos, pero nunca habrá un momento bueno para que yo viva sin ti. Siempre te adoraré, Rina. Nunca volveré a hacerte daño. Y te enseñaré mi mundo. Nuestro mundo.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, y él se conmovió. Se puso de rodillas y salió de ella.

Katarina gimió e intentó alcanzarlo.

–Estoy vacía. Vuelve.

Él se tendió boca arriba y la levantó por encima de su cuerpo. Cuando ella se sentó a horcajadas sobre sus piernas, él se apoyó en el cabecero y tomó su miembro.

–Saboréame. Saborea tu dulzura en mí. Comprueba lo bien que estamos juntos.

Ella lo miró.

–Eres muy, muy travieso, pero, por suerte para ti, yo también lo soy. Me entusiasma poder darte tu recompensa.

Lentamente, ella bajó la cabeza y tomó su miembro con la boca, y movió la lengua por su piel. El ligero roce de sus dientes hizo que a él se le escapara un silbido de agonía… y éxtasis.

–¿Te duele? –preguntó ella.

–Solo cuando paras.

–Donde las dan, las toman –dijo ella, y se rio suavemente al oír la maldición de Baden. Succionó, lo tomó de nuevo en la boca y se deslizó hasta abajo.

Él la tomó de la nuca y entrelazó los dedos en su pelo.

–Hace tanto tiempo que no experimentaba esto –murmuró–. Pero nunca tan bueno.

Ella ronroneó de felicidad, y él se excitó aún más.

–Más rápido, Rina. Más fuerte. Por favor.

Ella obedeció, y le acarició los testículos mientras deslizaba la boca de arriba abajo.

«Voy a tener un orgasmo…».

No. Sin ella, no.

Baden la tomó de la barbilla e hizo que levantara la cabeza. Ella estaba jadeando y tenía los labios hinchados, húmedos y rojos.

–Quiero más –dijo ella, y se zafó de él con toda la intención de volver a tomar su miembro.

–Te daré más –respondió él.

La tomó por las caderas y le dio la vuelta, y elevó sus caderas hasta que el centro de su cuerpo estuvo delante de su cara, y dijo con la voz enronquecida:

–Vamos a hacerlo los dos juntos.

Ella lo entendió, se apoyó a ambos lados de sus muslos y volvió a tomar su cuerpo en la boca. Al mismo tiempo, él separó su abertura con la lengua y se dejó llevar por la pasión. La lamió y la succionó.

–Baden –dijo ella, temblorosamente–. Estoy muy cerca.

–Aguanta, Rina. No he terminado contigo –respondió él.

Entonces, ella siguió acariciándolo con la boca, frenéticamente. Él quería durar, quería que aquello fuera para siempre, pero ella lo llevó al borde de la satisfacción en pocos segundos. Llegó al orgasmo en su boca, rugiendo de placer, y succionó con fuerza su clítoris. El grito de placer de Katarina llenó toda la habitación. Se desplomaron sobre la cama, estremeciéndose a la vez.

Baden la tomó y la colocó a su lado. Poco a poco, fueron calmándose, y él oyó un ronquido de Destrucción. Se echó a reír.

–Ashlyn me contó cómo se unieron Maddox y ella –dijo Katarina, acariciándole el pecho con un dedo–. En realidad, sé cómo se emparejaron todos tus amigos con sus mujeres.

Baden le metió un mechón de pelo, con delicadeza, detrás de la oreja.

–¿Qué es lo que quieres decirme?

–Bueno, que todas sus historias tienen algo en común. Sacrificaron algo el uno por el otro.

Él había pensado lo mismo una vez. Un sacrificio por amor.

Katarina lo miró.

–Baden… quiero que sepas que te quiero. De verdad.

Él se quedó sin aliento. Había pensado que Katarina y él no tenían futuro, pero en aquel momento sabía perfectamente que era una idea absurda. Ella era su futuro, sus cimientos. Su única base.

Krásavica

Sin embargo, ella no había terminado.

–No sé cuándo me enamoré, ni cómo. Lo único que sé es que debería haber sido imposible. Mi captor se convirtió en mi salvavidas.

–Yo también te qui…

–No. No digas nada. Déjame terminar.

Él frunció el ceño, pero asintió. También la quería, y con todo su corazón. Debería haberse dado cuenta mucho antes. Había tenido pistas: su sentimiento de posesión, su deseo de estar con ella. Su conexión con ella.

–Eres inteligente, fuerte y honorable –prosiguió Katarina–. Y he aceptado que, algunas veces, resolverás tus problemas con los puños y con las dagas. Tienes que hacerlo. Estás en guerra. Pero hay ciertas cosas que no puedes…

–Katarina –dijo él, interrumpiéndola. Tomó sus mejillas con ambas manos y le acarició la piel de seda con los dedos pulgares–. ¿Estás…?

–¿Aburrida de esta conversación? Sí –dijo Hades, interrumpiendo brutalmente aquel dulce momento–. Además, yo creo que era justo un ojo por ojo. Ahora estamos en paz.

Destrucción se despertó de golpe, con deseos de matar.

Baden se levantó de la cama y tapó con la sábana a Katarina, que metió las manos bajo la almohada.

Baden fulminó al rey con la mirada.

–Has cometido un error viniendo aquí de esta manera.

–¿Y qué vas a hacerme? ¿Vas a darme unos azotes? Adelante, seguramente me gustaría. ¿Qué es lo que no vas a hacer? Incumplir nuestro trato. Quiero mantener mi conversación con la chica.

De repente, la puerta se resquebrajó a causa de unos golpes, la madera se abrió. Dos enormes perros del infierno entraron en la habitación, con la mirada fija en Hades, que los observó con espanto.

–Entonces, es cierto –dijo–. Mis perros están…

Los perros gruñeron de manera amenazante.

«No somos tuyos. Nunca».

Hades se volvió hacia Katarina.

Ella se puso en pie, envuelta en la sábana, sin arredrarse ante el peligro.

–Son míos.

Hades, entonces, le clavó a Baden una mirada asesina.

–Tienes cinco minutos para vestirte y llevarla a mi sala del trono. No te va a gustar lo que sucederá si te retrasas.