Capítulo 5
«Si la situación se pusiera aún más dura, tendría un orgasmo».
Paris, guardián de Promiscuidad
Katarina se dejó guiar dócilmente por un largo pasillo. Seguramente, él consideraba su pasividad como otra señal de debilidad. Bien, pues era un error que la beneficiaba. Nunca esperaría que actuara contra él. Cosa que pensaba hacer en dos segundos.
Se desplomó contra él, fingiendo que tenía un desmayo, y aprovechó para robarle el frasco del bolsillo. ¡Conseguido!
Escondió el frasco entre los pliegues de la falda del vestido de novia mientras él rugía y la tomaba en brazos. La llevó a una espaciosa habitación y la arrojó sobre la cama sin miramientos.
Ella se mantuvo lánguida mientras rebotaba.
–Compórtate, chica, y mañana volverás con tu marido en las mismas condiciones en que lo dejaste.
Sonaron pasos. La puerta se cerró y la cerradura resonó con un clic odioso.
Ella esperó diez segundos antes de abrir los ojos. ¡Por fin estaba a solas! Se levantó de un salto y recorrió la habitación buscando una forma de salir. Tal vez Baden la llevara con Alek al día siguiente, o tal vez no. Seguramente, no iba a hacerlo. Ella le había visto la cara, y podía identificarlo ante la policía. Cuando él tuviera la moneda, lo mejor que podía hacer era matarla.
La ventana estaba sellada. Las puertas del balcón no tenían pomo. Bien. Cambió de idea y comenzó a buscar un arma. Sin embargo, no había cuadros en las paredes, ni adornos por los muebles, nada que pudiera romperle en la cabeza. En el baño no había ningún cepillo que clavarle.
«Piensa, piensa». Giró sobre sí misma, mirando cada uno de los muebles. ¡La cómoda! Abrió un cajón, que estaba vacío, y experimentó un sentimiento de triunfo al comprobar que los pomos estaban sujetos con clavos.
Podría usar aquellos clavos para sacarle los ojos a Baden y escapar.
Aunque se rompió varias uñas y se hizo varios cortes en los dedos, consiguió desclavar dos de ellos antes de que sonara la cerradura de la puerta.
Con el corazón acelerado, se tumbó de nuevo en la cama, escondiendo las manos entre los dobleces de la colcha.
Baden entró con un carrito de comida.
–Come. No vas a morirte de hambre bajo mi custodia –dijo. Y le lanzó un hato de ropa–. Y cámbiate, por favor. Nunca había visto un vestido tan feo.
Eso era porque no había visto el armario que Alek había llenado para ella.
–Tengo curiosidad. ¿Qué veneno has usado para aliñar esta comida?
Él la miró con el ceño fruncido, pero tomó un bocado de cada plato antes de dirigirse a la puerta.
–¿No quieres comer conmigo? Podemos…
Él cerró la puerta y echó la cerradura.
¡Magnífico! ¿Cómo iba a drogarlo, si él se negaba a estar en su presencia?
La respuesta dejó de tener importancia en cuanto percibió el olor del azúcar, las especias y de todo lo agradable que había en aquel carrito. Se le hizo la boca agua. Desde que había llegado a Nueva York, Alek la había matado de hambre.
«Tienes que mantenerte en forma».
Y, seguramente, también pretendía que se mantuviera débil y aturdida.
Levantó la tapa de todos los platos y, al intensificarse los aromas, empezó a rugirle el estómago. Había pasta con marisco, un filete con espárragos y mantequilla, una ensalada de espinacas y fresas y un cuenco de sopa francesa. Su plato favorito, sin embargo, fue la tarta de nueces pecanas con helado de vainilla. Tal vez Baden fuera un desgraciado, pero era un desagradecido con muy buen gusto para la comida.
Se comió primero el postre. Después, devoró la pasta. Sin embargo, al terminar, estaba tan llena que pensó que iba a explotar, y el vestido le apretaba mucho.
Se puso la ropa nueva: un par de pantalones cortos y una camiseta que decía: Con la aprobación de William.
Ambas cosas eran un poco ajustadas, pero sería más fácil moverse con ellas que con el vestido.
Baden se iba a arrepentir del regalo.
Caminó hacia la puerta. Podía abrir la cerradura, como había hecho en casa de Alek, pero no serviría de nada, puesto que Baden la detendría. Tal vez pudiera impedirle el paso durante un rato y pensar en su próximo paso sin temer que él le hiciera daño en cualquier momento.
Con un gran esfuerzo, empujó la cómoda y la colocó delante de la puerta. No era la mejor barricada del mundo, pero tenía que valer.
Pensó febrilmente mientras sacaba otro clavo. Puesto que Baden tenía cómplices, lo mejor sería reunir la mayor cantidad de munición posible. Sin embargo, al final empezó a acusar una gran fatiga. Su nivel de adrenalina comenzó a bajar, comenzaron a pesarle los miembros hasta que casi no pudo sostenerse.
«No te duermas. No se te ocurra dormirte».
Dormida estaría en una posición vulnerable. Por ese motivo, desde que Alek había entrado en su vida tan solo se permitía algún que otro duermevela.
Su mejor opción para escapar era el balcón. Se metió los clavos y el frasco al bolsillo y llevó la colcha hasta las puertas de la terraza para usarla como bandera para pedir ayuda si conseguía salir. Se envolvió el puño con una almohada y dio varios puñetazos, hasta que se rompió uno de los cristales. Los pedazos cayeron sobre la colcha y el sonido se amortiguó, pero, de todos modos, ella se encogió. Esperó un par de minutos conteniendo la respiración.
Baden no volvió a entrar en la habitación. ¿Estaba cerca, o se había marchado dejando que ella se pudriera allí?
Recogió los pedazos de cristal y salió por el agujero. El balcón estaba completamente rodeado por un muro de dos metros de ladrillo y mármol y, para poder captar la atención de alguien, tendría que trepar por él. Agarrándose a las hendiduras entre los ladrillos, escaló hasta el borde del peto, se sentó a horcajadas y se agarró con todas sus fuerzas.
«No mires abajo».
Miró hacia abajo, y el corazón se le detuvo en el pecho. Estaba a un millón de pisos del suelo. Los coches parecían hormigas y la gente, motas de polvo. Si se caía, estallaría contra el pavimento.
Aunque el sudor le empapó la piel, miró a su alrededor para localizar a alguien en los otros balcones. La mayoría tenían una barandilla de hierro, no de ladrillo. Había una mujer en uno de ellos, a la derecha.
Tendría veintitantos años y era impresionantemente guapa, con el pelo negro hasta los hombros, la cara fuerte y angulosa y el cuerpo, también fuerte. ¿Era el tipo de mujer que prefería Baden? Llevaba una camiseta de tirantes que dejaba a la vista sus bíceps y las bandas negras que los rodeaban. Eran como las de Baden. ¿Acaso aquellos brazaletes estaban de moda en Estados Unidos?
Tenía tatuajes en ambos brazos, pero ella no podía distinguir qué eran los dibujos desde aquella distancia.
La mujer tenía un cigarro entre los labios, un vaso en una mano, con un líquido de color ámbar, y una botella en la otra, con el mismo líquido.
–¡Señora! –gritó Katarina, moviendo los brazos–. ¡Señora!
La mujer la miró con unos ojos de color indeterminado.
–Me llamo Katarina Joelle, y necesito ayuda. Me ha secuestrado un hombre llamado Baden. Es un asesino. Llame a la policía…
La mujer apagó el cigarro, se dio la vuelta, entró en su habitación y cerró las puertas del balcón, sin decir una palabra.
Katarina se llevó una gran decepción. Cualquiera de sus perros habría saltado de un balcón a otro con tal de salvarla y, sin embargo, otro ser humano ni siquiera se había molestado en responder.
Demonios, ¿qué iba a hacer ahora?
Había llegado el momento de ganar su primer punto.
Baden se teletransportó al reino de los espíritus. Llegó a una casa de campo junto al mar, a juzgar por el sonido de las olas y al olor de la sal que le llevaba la fresca brisa nocturna. Había pocos muebles, solo un sofá, una mesa y una silla. No había cuadros ni adornos. No había objetos personales de ningún tipo, de los que convertían una casa en un hogar.
Se oía una dulce melodía que provenía del fondo de la casa. Era el canto de una mujer. Más concretamente, el canto de una sirena. La magia de aquella voz exuberante atrajo a Baden e incluso consiguió calmar a Destrucción.
Él cerró los ojos y disfrutó de aquel raro momento de paz.
Solo salió de su ensimismamiento al oír el ruido de unos cacharros. Sintió una punzada de ira, y Destrucción rugió. La mujer había conseguido distraerlos a los dos sin intentarlo. Si tenía el mismo poder sobre Hades…
No era de extrañar que Hades quisiera silenciarla.
A ella, a una inocente. Baden volvió a sentir una abrumadora culpabilidad.
«No puedo permitirme perder la competición», se dijo. Todavía no estaba convencido de que Hades cumpliera su palabra y liberara al ganador, pero, en aquel momento, no tenía otro remedio que participar y ganar tiempo.
Atravesó la casa y se detuvo en la entrada de la cocina. La mujer estaba secando platos y guardándolos. Se movía lentamente y palpaba los armarios como si…
¿Era ciega?
Siguió observándola durante unos minutos, solo para asegurarse, y se cercioró de que la mujer no veía. En dos ocasiones había girado la cabeza hacia él, pero en ninguna de las dos había mostrado sobresalto al verlo.
Además de culpabilidad, Baden sintió horror. ¿Hades quería que enmudeciera a una sirena ciega? No. Absolutamente, no. Había ciertos límites que no iba a cruzar. Cuando se cruzaban aquellos límites, no había vuelta atrás, y uno ya no volvía a ser el hombre que era.
De repente, la sirena se puso rígida y se quedó callada. Sus orejas se movieron.
–¿Quién está ahí?
Aquel era el momento. Se plantó frente a ella, la agarró de la cintura y, pese a sus forcejeos, la teletransportó ante Hades.
–No voy a hacerle daño –anunció, y la chica se quedó callada–. Querías su lengua. Ya la tienes, está unida a su cuerpo. Si quieres conservarla, tendrás que jurar que no le harás daño.
El rey estaba sentado en su trono. El resto de la sala estaba vacía.
–Me desafías. Asombroso –dijo, en un tono seco.
–Si querías un sirviente devoto, deberías haberle dado las serpentinas a otro.
–Lo que quería era un sirviente de la oscuridad, ¡y he conseguido a un pusilánime! Tienes que recuperarte –respondió Hades, tamborileando con los dedos en el brazo del trono–. Te voy a dar otra oportunidad para que estés a la altura. Hades, el rey del inframundo, le concede a su esclavo Baden un privilegio válido solo por hoy. Puedes usarlo como quieras. ¿Libertad? ¿Un cuerpo físico?
Baden pestañeó, y la sirena se desvaneció de entre sus brazos. Otro pestañeo, y ella reapareció sobre el regazo de Hades. Estaba temblando violentamente. Se le caían las lágrimas, y él recordó las lágrimas que Katarina no había vertido. Sintió un pinchazo en el corazón.
Hades le pasó los dedos entre el pelo a la chica sin apartar la mirada de Baden.
–Yo le quitaré la lengua. A menos que utilices tu privilegio para impedírmelo.
Baden sintió rabia. Más culpabilidad. Impotencia.
–Piénsalo bien –le dijo Hades–. No sabes cuáles son los crímenes que esta mujer ha cometido contra mí.
–Libérala –dijo Baden, con los dientes apretados–. Jura que nunca le harás daño, y que no permitirás que otros le hagan daño.
Hades enarcó una ceja.
–¿Esa es tu petición? ¿Estás seguro?
No. ¡No!
–Vaya, demonios –dijo Hades–. Eres el primero de mis esclavos que hace algo así.
¿Acaso había otros que llevaban las guirnaldas? ¿Qué había pasado con ellos?
Un rayo de esperanza. Con aquellas palabras, el rey había revelado más de lo que, seguramente, había querido revelar. Algo que él podía usar como ventaja. Encontraría las respuestas y actuaría.
Sus días como esclavo de Hades estaban contados.
–Me has decepcionado –dijo Hades–. Un día aprenderás que la gente no es lo que parece. ¿No es así, sirena?
A la sirena se le secaron las lágrimas, y se echó a reír.
–Vaya. Realmente, eres un pomposo. Deja que me levante. Esta posición no es cómoda. Con una sonrisa afectuosa, Hades la soltó. Ella le dio un puñetazo en el hombro antes de ponerse en pie. Bajó los peldaños del estrado contando en silencio.
Baden lo comprendió. Era ciega, pero no era inocente. Era astuta como el demonio.
–¿Qué habrías hecho si hubiera sacado la daga para cortarle la lengua? –le preguntó a Hades.
–Él no habría hecho nada –respondió la sirena–. Yo te lo habría impedido.
–Es una de mis mejores luchadoras –dijo Hades, con orgullo.
«La gente no es lo que parece».
Un truco. Solo una trampa.
–Espérame en mis aposentos –le dijo Hades.
–Sí, sí. Ya lo sé.
Baden le dedicó un rugido cuando ella pasó junto a él. La sirena percibió su ira pero lo ignoró, y salió por la puerta.
¿Eran triviales todas las tareas que iba a asignarle Hades? ¿O eran pruebas? ¿Qué pasaba con Aleksander y la moneda?
No, aquello no era una prueba. Él no había olido el miedo de la sirena, pero Aleksander sí había sentido miedo desde el principio.
Hades quería que él obedeciera sin saber si lo que estaba haciendo era real o era absurdo. Tal vez, él nunca pudiera planear nada ni quedarse con nada para sí mismo.
Bien, pues iba a cumplir cada uno de los encargos como si fuera lo más importante del mundo. Observaría y aprendería. Encontraría su momento… Encontraría el modo de vencer a Pandora y a Hades.
–Has cometido un gran error en el día de hoy, rey –dijo, escupiendo el título como la maldición que era.
–O tal vez haya aprendido más sobre ti de lo que tú has aprendido sobre mí –replicó Hades, con una sonrisa–. Considéralo una lección gratis, Red. La próxima te va a salir muy cara.
Katarina escaló el muro de ladrillo incontables veces aquella noche, y durante la mañana, con la esperanza de poder llamar la atención de alguien, y sin dejar de escuchar cualquier sonido por si Baden atravesaba su barricada. Entonces, se lanzaría sobre la cama y utilizaría los clavos que tenía guardados.
Cuando se sentó a horcajadas sobre el borde del peto por enésima vez, sintió que una mano fuerte la agarraba del tobillo y tiraba hacia el suelo. Cayó sobre un pecho duro y oyó un silbido de rabia mientras unos brazos fuertes la sujetaban.
¡Baden estaba allí!
Él rugió como un oso y la dejó en el suelo. Tenía una expresión muy tensa de… ¿disgusto?
Sí, claramente, de disgusto. Era su reacción favorita hacia ella.
–¿Vas a alguna parte, nevesta?
A ella se le heló la sangre.
–Solo quería admirar las vistas, kretén.
«Gilipollas».
–Vaya, esa boca traviesa otra vez –dijo él.
La luz del sol lo envolvió sin preocuparse del peligro que representaba. O de la oscuridad que guardaba en su interior.
Sin embargo, ¿podía culpar ella al sol, realmente? Baden olía increíblemente bien, a miel y a canela. Era seductor y delicioso… atrevido.
Un asesino no debería oler así.
–¿Necesitas el elixir? –le preguntó él.
–Nie –respondió ella. Si Baden pretendía darle la droga para castigarla por sus insultos, se daría cuenta al instante de que el frasco ya no estaba en su poder.
«Golpea. ¡Ahora!».
Con un movimiento rápido, se sacó un clavo del bolsillo y se lo clavó a un lado del cuello. Él volvió a silbar y la apartó de su lado. Ella se tambaleó hacia atrás y se golpeó con las puertas del balcón, que estaban cerradas. Se abrieron con el golpe, y Katarina cayó dentro de la habitación y se deslizó por el suelo hasta la pared. Vio estrellas por delante de los ojos.
–No me toques –le ladró él–. Nunca.
¿Acaso ella le resultaba tan repulsiva?
Cuando recuperó el aliento, Katarina respondió:
–¿Pero puedo intentar herirte?
Él se sacó el clavo de la piel y, en vez de sangre, brotó algo parecido al aceite de un motor.
–Has intentado defenderte del único modo que podías –dijo, y parecía que se sentía impresionado. Después, se enfadó–. No vuelvas a intentarlo.
Ella se levantó, temblando por una mezcla de asombro y miedo, y él se percató de su nueva ropa. De repente, perdió el aire de enemistad. Parecía que tenía una mirada de apreciación.
¿Acababa de encenderse el radiador? Porque se había puesto a sudar…
–¿Me vas a llevar con Alek?
–No.
–¿Por qué? Hoy es un día nuevo. Tal vez él tenga la moneda lista para ti. ¿No quieres tu tesoro? Has trabajado mucho para conseguirlo…
Baden se pasó una mano por el pelo y se lo despeinó. ¿Podía ser más sexy?
¡Ella debería avergonzarse por notarlo!
–La quiero –respondió él–, pero no quiero que Hades la consiga. Así que Aleksander puede esperar.
–Hades es…
–No es un tema de conversación.
Ella siguió, de todos modos. Un Baden distraído era mejor que un Baden furioso.
–¿Trabajas para Hades, pero no te cae bien? ¿Por qué no dejas el trabajo y…?
Él se cruzó de brazos. ¿Una advertencia?
–Está bien, tú ganas –dijo ella–. Podemos hablar de otra cosa mientras tomamos una copa, ¿te parece?
Después de un momento de vacilación, él se dirigió hacia la puerta del dormitorio, que seguía bloqueada por la cómoda.
–¿Cómo has entrado? –le preguntó–. ¿Por una puerta secreta?
Él guardó silencio y apartó la cómoda con un ligero movimiento del brazo, y Katarina se quedó asombrada por aquella fuerza. Recorrieron el pasillo y llegaron al salón que ella había visto al principio.
Se detuvo ante el bar y, de espaldas a él, sirvió dos copas de Whisky. Con sigilo, sacó el frasco y vació el contenido en una de las botellas. Cabía la posibilidad de que Baden rechazara la copa que ella le ofrecía, pero era probable que se tomara una después.
Mientras se tomaba una de las copas, se volvió hacia él y le ofreció la segunda. Él negó con la cabeza. Entonces, Katarina se encogió de hombros y la apuró. El alcohol le quemó al bajar, pero cayó como la miel derretida en su estómago y comenzó a calentarla.
–¿Dónde están tus amigos? –le preguntó.
Él la miró como si estuviera decidiéndose entre responder a su pregunta o estrangularla.
Ella lo observó con una expresión tranquila. Baden llevaba la misma ropa manchada de sangre del día anterior. ¿Había dormido con ella, o se había obligado a permanecer despierto? Seguramente, lo segundo. Estaba tan tenso que parecía que no había dormido nunca, el pobre hombre.
Un momento. ¿El pobre hombre? ¿Sentía compasión por él?
No. Oh, no. ¡Inaceptable! Pero se preguntó… ¿Qué era lo que le había convertido en aquel monstruo frío y calculador?
Por fin, él dijo:
–Los demás han ido a comprar lo necesario.
La sensación de miel derretida desapareció al instante.
–¿Cuerda? ¿Cuchillos? ¿Plásticos para proteger los muebles de las salpicaduras de sangre?
–Monopoly. Candy Land. Jenga –dijo él, y se sentó en la butaca que había frente al sofá.
–¿Juegos de mesa? –preguntó ella, y se mantuvo en pie para conservar la posición dominante–. ¿Para niños?
–Parece que soy aburrido. E inmaduro. En cuanto he vuelto de…
No terminó la frase. Apretó los puños sobre los brazos de la butaca, y dijo:
–Bueno, los demás se marcharon.
¿Su reacción era una muestra de que sus amigos habían herido sus sentimientos?
Qué pena.
No. No daba pena. ¡No! Se le ocurrió un nuevo plan: «Sé agradable con Baden para crear un buen ambiente con él, para asegurarse de que cumpla su palabra y no te haga daño, escápate, salva a tus perros y huye».
Regla número seis para el adiestramiento canino: Que las interacciones sean cortas y agradables.
Siete: Acabar siempre con algo positivo.
–Ya te conoceré –dijo–, y sabré si eres aburrido o no.
–Tu opinión sobre mí no tiene relevancia. Vamos a estar aquí sentados en silencio.
–Pobrecillo. Yo soy una conversadora muy buena, y temes no estar a la altura. Lo entiendo.
Él frunció los labios.
–¿Te ganaste a Aleksander con tu conversación?
–Por favor. Solo tuve que pestañear, y vino corriendo –lo cual era cierto, por desgracia–. ¿No te consideras más fuerte y más inteligente que Alek? ¿No deberías ser capaz de resistirte a mi potente atractivo?
Él se pasó la lengua por los dientes y se puso en pie. Se acercó al bar para servirse una copa, evitando su mirada.
Ella sintió esperanza. ¡Por fin! Algo estaba saliendo bien.
–¿Qué quieres saber sobre mí? –preguntó Baden, mientras volvía a su asiento con una copa medio llena–. ¿Y por qué quieres saberlo?
–¿Por qué? Porque soy curiosa. ¿Qué? Más de una vez, tus amigos y tú habéis mencionado que la gente que os rodea son seres humanos, dando a entender que vosotros no lo sois. El hombre del pelo blanco…
–Torin.
–Torin dijo, incluso, que sois mejores. El hombre del saco no es mejor.
Él continuó sujetando el vaso, sin beber.
–Sé que no eres un monstruo en el sentido literal –dijo ella.
–Entonces, piensas que somos… ¿qué somos? ¿Unos tipos que deliran?
–Sí. Pero ¿qué pensáis vosotros que sois?
–Inmortales.
A ella se le escapó una carcajada.
–¿Como los vampiros? ¿Como los hombres lobo?
–Si yo fuera un chupasangres, tú ya estarías seca. Y si fuera un lobo, estarías atada a la cama y te usaría para que toda la manada echara una cana al aire. Una kurva jebat’, lo llamarías tú.
Su tono de voz no era bromista, y ella se puso seria al darse cuenta de que creía de verdad lo que estaba diciendo; creía que existían las criaturas de la noche.
–No se lo diré a nadie –le dijo, alzando la mano derecha. En la ficción, los depredadores sobrenaturales querían mantener en secreto su origen y, a menudo, mataban a aquellos que descubrían la verdad–. Te doy mi palabra.
–Puedes decírselo a quien te dé la gana. Pensarán que estás loca –respondió él, y se encogió de hombros.
Y, por fin, le dio un buen sorbo a su vaso.
Ella sintió un gran alivio. Esperó y lo observó para detectar cualquier señal de sedación, pero no hubo ningún cambio.
Regla ocho: Distraer cuando fuera necesario.
–Convénceme. Háblame de tu vida.
–¿Y por qué debería molestarme?
–Porque a mí me encantaría conocer tu historia.
–Eso no es suficiente.
Su mirada se volvió ardiente. Inhaló profundamente, como si no estuviera contento con la dirección que había tomado su pensamiento. O, tal vez, estaba un poco satisfecho. De repente, sus pantalones estaban tensos.
A ella se le quedó seca la garganta.
–Vamos, cuéntamelo. Por favor.
Aquella súplica… hizo que se le suavizara la expresión.
–Viví durante siglos en el monte Olimpo. Era miembro de la guardia de Zeus. Seguro que has oído hablar de él, como todo el mundo. Mis amigos y yo nos ofendimos cuando le entregó su mayor tesoro, dimOuniak, a una guardia fémina. Vosotros conocéis este tesoro como la caja de Pandora. Nosotros la robamos para castigar a Zeus, la abrimos y liberamos a los demonios que había en su interior.
Un momento, un momento.
–¿Demonios?
–Sí. Y él decidió castigarnos a nosotros maldiciéndonos, alojando a uno de aquellos demonios en cada uno de nosotros. A mí me correspondió Desconfianza, aunque me liberé de él el día que me decapitaron.
Ella soltó un resoplido.
–¿Que te decapitaron? Y, sin embargo, aquí estás, vivo y en perfectas condiciones.
–Vivo, sí, pero no en perfectas condiciones. Nadie, ni inmortal ni humano, es solamente un cuerpo. Tenemos espíritus y, como puedes ver, mi espíritu está intacto.
–¿Quieres decir que eres un fantasma?
–En cierto modo. Me he pasado los últimos cuatro mil años atrapado en un reino prisión. Hace pocas semanas fui liberado, como los demonios de la caja.
–Demonios –repitió ella. Siempre había aceptado la existencia de lo sobrenatural. Sabía que había un dios y, que si había un dios, tenía que haber ángeles de la guarda.
Aunque el suyo estuviera de vacaciones.
Además, había visto demasiado mal como para no creer que también existían los demonios.
Pero… pero… Baden no era inmortal. No podía serlo. Esas cosas no le ocurrían a la gente como ella, normal, común y corriente.
–¿Dónde está ahora tu risa, nevesta?
Katarina lo miró con los ojos entrecerrados. ¿Se atrevía a burlarse de ella?
–Puede que esté demasiado ocupada preguntándome si vas a echarle la culpa de tus crímenes al demonio.
–No –dijo él, y su respuesta la sorprendió–. Ya no estoy poseído. Bueno, al menos no por un demonio. No estoy seguro de qué es lo que habita en mí ahora. Es una presencia oscura… Una bestia llamada Destrucción. Pero no le culpo a él de lo que ocurrió en la capilla. Yo tomo mis propias decisiones. Yo apreté el gatillo. Yo blandí el cuchillo.
¿Una bestia? ¿Destrucción?
–Tú mataste a los hombres de la capilla con mucha facilidad. Supongo que la violencia no es nueva para ti, seas lo que dices ser o no.
–No, no es nueva. Pero, algunas veces, es un lujo especial.
Ella sintió miedo.
–Cuanto más mal hagas, peor serás –dijo ella, suavemente. Por un momento, cerró los ojos y se imaginó que estaba a salvo, entre los brazos de Peter. Una chica con un futuro brillante, feliz y llena de esperanza–. ¿Y qué piensa tu novia, o tu esposa, de tus inclinaciones?
–No tengo a ninguna mujer. No hay nadie tan fuerte como para estar a mi lado.
«Sin fuerza, no tenemos nada. No somos nada».
–¿La fuerza es tu único requisito en una pareja?
–Sí –respondió él, y frunció el ceño–. No. No quiero tener pareja. Soy demasiado peligroso.
Apartó la mirada de su cara y la fijó más allá. De repente, palideció, y en sus ojos aparecieron manchas rojas luminosas. No, no. Solo tenía los ojos enrojecidos, eso era todo. El horror de la situación y de sus declaraciones había alterado su percepción.
Él empezó a temblar y a sudar. ¿Acaso tenía un ataque de pánico? ¿O estaba luchando contra lo que él consideraba «la bestia»?
Pensó en consolarlo, pero sabía que no debía tocarlo.
–Canta –dijo él, con la voz enronquecida–. Canta ahora.
Ella tuvo el impulso de contestarle por haberle dado una orden tan brusca, pero, en vez de hacerlo, obedeció. A menudo les había cantado a sus perros cuando estaban frenéticos, y había conseguido calmarlos. A los pocos minutos, el color rojo empezó a desaparecer de los ojos de Baden. Exhaló un enorme suspiro, y sus mejillas recuperaron el color.
Se frotó la sien, como si quisiera mitigar un dolor. O acallar una voz.
¿Estaba haciéndole efecto la droga, por fin? Katarina se humedeció los labios con nerviosismo. Si él sospechaba que…
«Distráelo».
–Bueno, ahora me toca a mí –dijo y, antes de que él le ordenara callar, añadió–: Me crie con un padre estadounidense. Era negro. Mi madre era eslovaca, y tenía la piel blanca como la nieve. La mayoría de la gente aceptaba a nuestra familia, pero algunos, no. Yo tuve problemas más de una vez por pelearme con los que no. Me expulsaban del colegio. Mi padre me decía que no se puede luchar con fuego contra el fuego, que hay que usar agua.
–Yo no tuve… madre –dijo Baden, y pestañeó rápidamente mientras se le cayó la cabeza hacia un lado. Se le cerraron los ojos lentamente, y se mantuvieron cerrados, y su cuerpo se inclinó hacia el brazo del sillón.
¿Qué quería decir con eso de que no había tenido madre?
¿Y qué importaba? No había mejor momento para actuar. Corrió hacia la puerta mientras, de camino, buscaba más armas. No encontró nada, ni cuchillos, ni pistolas. Bien, tendría que continuar con lo que ya había conseguido. Con las manos temblorosas, forzó la cerradura, abrió la puerta y salió.
Ding. Las puertas del ascensor se abrieron, y de la cabina salió la mujer de pelo negro que estaba fumando en su balcón. Llevaba un bolso negro y grande colgado del hombro, y fue directamente hacia ella.
Vaya, después de todo, había ido a ayudarla.
–¡Gracias! –exclamó Katarina, deteniéndose frente a ella–. Tenemos que avisar a la polic…
–¿Dónde está Baden? –preguntó la mujer, con una voz ronca y con un ligero acento griego, parecido al de Baden.
El acento… los brazaletes…
Katarina se sintió insegura.
–Ahí dentro, dormido. Lo he drogado.
La mujer sonrió con deleite.
–Vaya, vaya, eres una caja de sorpresas.
Katarina la agarró de la muñeca para llevarla al ascensor.
–Vamos. Tenemos que avisar a la policía. Ellos se ocuparán de…
–No, ellos no. Yo me ocuparé –dijo la mujer, y golpeó con su frente la de Katarina.
Ella se tambaleó hacia atrás y sintió dolor y vértigo. Lo último que pensó antes de que se la tragara la oscuridad fue: «Solo yo podría escapar de manos de un asesino para acabar en algo peor».