Capítulo 10
«Solo una de estas frases es cierta: Nunca persigo nada, sino que lo sustituyo. Me comeré mis palabras».
Galen, guardián de los Celos y las Falsas Esperanzas
Baden sabía lo que necesitaba: sexo.
Lo necesitaba imperiosamente, y rápidamente. Tal y como había predicho William, el destino de la fortaleza dependía de ello. Destrucción merodeaba violentamente en el interior de su cabeza, golpeándole el cráneo.
Cada minuto de la presencia de Katarina se había convertido en un infierno especial. El día anterior, se había duchado con ella, y aunque había sufrido un dolor lacerante que había disimulado, el placer de tenerla entre sus brazos había sido casi mayor.
Al frotarle con el jabón, había notado que sus pezones se endurecían y había tenido que contenerse para no restregarse contra su espalda. Y, después, cuando ella había salido a la habitación con sus larguísimas piernas al aire, él había tenido el impulso de tomarla en brazos, lanzarla a la cama, desnudarla y hundirse en su cuerpo.
Su cuerpo aún no se había calmado.
Su mente había empezado a pensar racionalmente. Tal vez Katarina no fuera su tipo, tal vez fuera débil, pero la fuerza no era necesaria en una amante pasajera. Y, aunque estuviera casada con otro, solo era un matrimonio de conveniencia, así que podía pertenecerle a él también, aunque solo fuera un rato.
Pero ¿y si perdía el control de la bestia y le hacía daño, o algo peor?
No quería hacerle daño. Su bienestar le preocupaba de verdad. Al compartir algunos detalles de su vida con ella para sacarla de su depresión, había creado una inesperada conexión con ella.
Destrucción también la deseaba, y eso era parte del problema. La bestia estaba recelosa con respecto a Katarina, y no sabía qué hacer con ella.
Baden fue hacia la habitación de Strider.
–¿Alguna pista de Pandora? –preguntó. Estaba a solas, pero sabía que Torin tenía monitorizados todos los pasillos con cámaras y micrófonos.
–Todavía no –respondió Torin, a través de unos altavoces que había en el techo.
Aunque Pandora se había teletransportado al calabozo una vez para intentar llevarse a Aleksander, había conseguido evitar la trampa que él le había tendido.
No importaba. Era impulsiva e impaciente, y terminaría cometiendo un error.
Aquella semana, habían sabido que Lucifer, el rey de los Harbingers, no se conformaba con su ejército de inmortales, sino que estaba formando un ejército de humanos para su guerra contra Hades. Hades estaba cada vez más agitado, y había aumentado el número de tareas que les asignaba a Pandora y a él, entregándoles una lista.
Y… él estaba empezando a dejar de odiar a Hades. Su locura tenía cierto método, aunque él no la entendiera por completo.
Llamó a la puerta de Strider, el guardián de Derrota.
Abrió su compañera, Kaia. Lo saludó con una daga en la mano y con su melena rojiza recogida en un par de coletas, con los ojos brillantes de furia.
«Va armada… es una amenaza. ¡Mátala!».
Baden ignoró a la bestia y miró hacia el interior de la habitación.
–¿Has conseguido hablar con tu hermana?
Se suponía que su siguiente tarea consistía en robarle unas bragas a Taliyah, la Cruel, sin tocarla ni hacerle daño. Taliyah era una arpía, la hermana mayor de Kaia, y casi tan sanguinaria como Destrucción.
¿Por qué quería Hades que hiciera algo así? No podía comprenderlo, pero ya había dejado de cuestionarse las órdenes de aquel tipo.
–Sí. Se reunirá contigo dentro de una hora, en el Downfall.
–Gracias.
–Ahórrate el agradecimiento y hazme un favor –dijo ella–. La próxima vez que hables con Hades, pregúntale dónde está escondido William.
De repente, Baden sintió un intenso impulso protector. ¿Por William, o por Hades?
«Por ambos», rugió Destrucción dentro de su cabeza. «Son míos, y yo aniquilaré a cualquiera que piense que puede hacerles daño».
Aquello era algo más que un salvoconducto para librarse de la tortura. Aquello era decisión, preocupación y afecto.
Sin embargo, la bestia no había terminado. Luchó contra el dominio de Baden y, al final, consiguió controlar su cuerpo y su mente.
Se le hizo la boca agua.
«Voy a probar su sangre. Voy a romperle los huesos».
Kaia, que también era una depredadora, notó al instante sus intenciones y reaccionó. Se agachó y se preparó para el ataque.
Baden tuvo un pensamiento racional:
«No, no. Ella no».
Sin embargo, Destrucción ya había puesto su puño en marcha para golpear. En el último segundo, Baden consiguió controlarse y dirigió la furia hacia la pared, con puñetazos y patadas.
La bestia gritaba más y más, y los amigos de Baden comenzaron a salir de sus habitaciones para agarrarlo e intentar detenerlo.
«¿Acaso piensan que van a poder sujetarme?».
Una vez más, la bestia consiguió dominarlo y lanzó a un guerrero tras otro contra la pared. Los hombres chocaban con tanta fuerza que dejaban agujeros en forma de cuerpo en los muros. El aire se llenó de polvo y de pedazos de escombro.
Él se echó a reír.
–¿Cómo podemos acorralarlo? –preguntó alguien.
–Keeley –dijo Torin por los altavoces–, te necesitan en la habitación de Strider ahora mismo.
–No hay tiempo –dijo una mujer–. Hay que ir a buscar a Katarina. Ella lo calma, creo.
Un grupo de guerreros se abalanzó sobre él a la vez. Consiguieron tirarlo al suelo, pero él se los quitó de encima sin dificultad. El poder expandió sus miembros y reforzó sus huesos. Consiguió ponerse en pie.
Un rubio sonriente se puso delante de él. Era Strider. Matarlo sería un placer.
Baden le gritó a Destrucción: «Es mi amigo. ¡Todos son mis amigos!».
–¡Eh! ¡Aquí! –exclamó una de las mujeres–. Te voy a destrozar la cara.
«No son amigos míos», respondió Destrucción, mientras agarraba a la mujer del cuello y la levantaba del suelo. Anya. Destrucción se había aprendido los nombres de quienes vivían en la fortaleza. Era bueno conocer al enemigo.
–¡No! –gritó Lucien, embistiéndolo por detrás.
La diosa de la Anarquía rodeó el cuello de Destrucción con ambas piernas y apretó con una increíble fuerza.
Por el rabillo del ojo, él vio a Katarina y a Ashlyn entrar por la puerta. Ambas se detuvieron en seco y se quedaron mirándolo boquiabiertas. Él se detuvo, sin saber bien por qué, y le dio a Baden la oportunidad de recuperar algo de control. No tanto como para que se hiciera de nuevo con el dominio de su cuerpo, pero sí lo suficiente como para que ralentizara su avance mientras sus dos voluntades luchaban. Él gritó hacia el techo.
–¡Corre, Ashley, y llévate a la chica! –gritó Maddox–. Lo está empeorando.
«Katarina… ¿irse?».
Baden y Destrucción trabajaron juntos para quitarse a Anya del cuello y dejarla caer al suelo. Pasaron junto a Lucien y caminaron hacia la mujer que los tenía obsesionados. La mujer que les pertenecía. Aunque solo fuera durante un rato.
–¡Vete! –gritaron todos a la vez. Los guerreros iban siguiéndolo, intentando distraerlo del objeto de su fascinación.
Ashlyn intentó llevarse a Katarina a tirones, pero Katarina se zafó de ella y dio un paso hacia delante. Hacia él.
En cuanto pudo tocarlo, tomó su cara entre las manos. Él tuvo que agacharse para facilitárselo, lo cual no era precisamente una postura defensiva adecuada, pero merecía la pena.
–¿Qué te pasa? –le preguntó ella.
Él tomó aliento y percibió su dulce olor, y se sintió como si volviera a la vida.
–Son amenazas.
–No, no lo son. Aquí no hay amenazas.
–Son amenazas –insistió él.
Ella le acarició los pómulos con los pulgares, suavemente, e incluso aquel suave roce le produjo dolor. Sin embargo, no se apartó. El aire que había entre ellos se hizo denso y empezó a chisporrotear a causa de la atracción. A él le gustó.
Los demás se habían quedado inmóviles y estaban susurrando con incredulidad.
–¿Está ocurriendo esto de verdad, o tengo alucinaciones? –preguntó alguien.
–¿Es que la humana tiene poderes mágicos?
–Tienes que hacer un trabajo –le recordó Katarina, ignorando a los demás–. ¿Por qué no vas a hacerlo, y yo me ocupo de las amenazas que hay aquí?
Él soltó un resoplido.
–No tienes la fuerza suficiente.
–Eso es lo que tú te crees.
–Vaya, tíos, ¿no estaba casada? –preguntó Kaia.
Él le rugió a la arpía, aunque no apartó los ojos de Katarina. Ella había adelgazado y parecía aún más frágil que antes, pero su belleza seguía robándole el aliento.
¿Aliento que necesitaba para sobrevivir?
–Baden –dijo ella.
–Destrucción –corrigió él.
–Como tú le afectas a él, estoy segura de que él te afecta a ti. ¿Qué te parece si te llamo Baduction? –le preguntó ella, con una sonrisa, invitándolo a jugar–. Y me quito el sombrero, porque si tu nuevo trabajo es mirarme fijamente, lo has clavado.
Él no sabía jugar, pero le gustaba verla así. Feliz, en vez de desganada.
No debería importarle lo que sentía. Eso le hacía vulnerable.
Frunció el ceño.
–No te metas en líos hoy.
–No, no lo voy a hacer. Y espero que tú también vuelvas ileso.
Entonces, ¿a ella también le importaba que él estuviera bien? Eso… sí podía permitirlo.
«Yo no voy a sufrir ningún daño. Soy fuerte».
Sin embargo, Destrucción no era tan fuerte como para poder seguir dominando a Baden. El guerrero ganó la batalla.
Baden se agitó mientras recuperaba su tamaño normal. Todavía tenía que seguir agachado para tocar la frente de Katarina con la suya, y lo hizo. Estaba muy contento de que la bestia no le hubiera hecho nada, y se sentía culpable por permitir que hubiera ocurrido aquella pelea. Además, le preocupaba la reacción de sus amigos.
–Lo siento –dijo.
–Ah, ya has vuelto –respondió ella–. Mi Baden.
Katarina abrió unos ojos como platos al darse cuenta de lo que había dicho.
–Sí –respondió él.
–En tu trabajo de hoy… ¿podrías intentar no matar a nadie? –le pidió ella. Se puso de puntillas, y le susurró–: Si te controlas, te compensaré con…
Él se tensó de excitación, y sus miradas quedaron atrapadas la una en la otra. Ella tenía las mejillas muy rojas, y se le aceleró la respiración.
–¿Con qué? –preguntó él.
Ella se humedeció los labios y miró los de él.
Erección instantánea.
Entre ellos se creó un arco de sorpresa y de anhelo.
–Me controlaré –dijo Baden, y se teletransportó al club Downfall antes de llevársela directamente a la cama.
El club estaba en el tercer nivel de los cielos, y era un paraíso para degenerados.
Se apartó de la cabeza el golpe que acababa de asestarle la bestia, porque no quería pensar en la impotencia que acababa de experimentar, y se abrió paso entre la multitud. Las paredes y el suelo estaban hechas de nube, y entre algunos jirones blancos se atisbaban el cielo negro y las estrellas, aunque el edificio fuera sólido. A la izquierda había una banda tocando en directo y, a la derecha, había una barra en la que varios camareros atendían al público. Junto a la barra había una pista en la que la gente bailaba con desenfreno.
Destrucción le golpeó el cráneo.
«No confíes en nadie. Mata a todo el mundo».
«Ya basta», contestó él.
Había un solo motivo por el que había elegido aquel bar para entrevistarse con Taliyah: que los dueños eran tres Enviados. Los Enviados eran guerreros con alas y sin piedad, y tal vez supieran algo sobre las guirnaldas que llevaba en los brazos. Además, aquellos guerreros estaban en guerra contra Lucifer y sus sirvientes, y se ocupaban de estar al tanto de lo que ocurría en el inframundo.
Baden tomó dos vasos de Whisky y ambrosía de la bandeja de un camarero que pasó junto a él. Se bebió ambos de golpe, y notó que el calor se le extendía por todo el cuerpo.
–Eh –le dijo el camarero–. Esas copas eran para…
Con solo mirar a Baden, cerró la boca y aceptó los vasos vacíos en la bandeja sin decir una palabra.
Cuando iba a atravesar la puerta de la zona VIP, un gigante se interpuso en su camino. Tenía unos músculos enormes, el pelo rubio como un león y la mandíbula de un oso. Sin duda, era un Berserker.
Baden decidió tratarlo con amabilidad.
–He venido a hablar con los Enviados.
–¿Tienes cita?
–No, pero haré un esfuerzo y hablaré con ellos de todos modos.
El Berserker se cruzó de brazos.
–Están ocupados, y no se les puede molestar.
«¿Nos lo niega? Vamos a enseñarle que ha cometido un error».
«¿Es que ahora formamos equipo?», preguntó Baden. Todavía estaba nervioso, y accedió a la petición de Destrucción. «Solo esta vez».
Destrucción se echó a reír de alegría e inyectó una fuerza oscura en las venas de Baden.
Como Kaia, el Berserker adoptó una posición de ataque, pero Baden le dio un puñetazo en el pecho. Al recordar lo que le había prometido Katarina, reprimió su fuerza para no matarlo. El Berserker salió impulsado hacia atrás, se golpeó contra el muro y se deslizó hasta que quedó sentado en el suelo. No perdió el conocimiento, aunque tenía el centro del pecho hundido, como si Baden le hubiera atravesado la piel, los músculos y los huesos. Tal vez lo hubiera hecho; una niebla negra le salió de las palmas de las manos y, al cabo de un instante, desapareció. Aquello lo había visto antes; con Hades.
Baden no supo qué pensar. Al menos, el Berserker se recuperaría.
Todos los que estaban en la sala VIP se quedaron callados. Varias mujeres lo observaron con interés, mientras que los hombres lo observaron con miedo. Notaban que era un depredador tan peligroso como ellos. Normalmente, los Berserkers estaban en la cúspide de la cadena alimentaria, y Baden acababa de desactivar a uno de ellos de un solo golpe.
Destrucción ansiaba más.
Baden respiró profundamente para resistir la tentación.
En la esquina más alejada, dos hombres se pusieron en pie. Eran los Enviados. Tenían unas alas enormes, blancas y doradas, que se arqueaban por encima de sus hombros.
Aunque Baden nunca había conocido a aquel par de Enviados, sabía quiénes eran. Todo el mundo lo sabía. El del pelo blanco, la piel blanca llena de cicatrices y los ojos rojos era Xerxes. El del pelo oscuro, la piel bronceada y los ojos del color del arcoíris era Bjorn.
–Has atacado a nuestro hombre –le dijo Xerxes, apretándose los nudillos–. Hoy es el día de tu muerte.
–No quería hacerle daño –respondió él–. He venido en busca de respuestas.
Detrás de ellos, el Berserker se levantó de golpe y comenzó a rugir. Creció casi veinte centímetros más, y de las puntas de sus dedos surgieron garras.
Baden frunció el ceño. De repente, pensó en uno de los recuerdos de Destrucción. Cuando se había enfrentado a los guardias de la prisión, sus cadáveres habían quedado apilados a su alrededor, y él se había expandido más que nunca. Además, por primera vez, sus uñas se habían convertido en garras. En garras exactamente iguales que… aquellas.
¿Acaso la bestia era Berserker, en parte?
Baden oyó unos jadeos de asombro que lo devolvieron al presente. Tenía fuego en las puntas de los dedos. Se miró las manos, y vio que él también tenía garras. ¿Acaso él también era un Berserker?
Agitó las manos con asombro, y las uñas desaparecieron.
Bjorn extendió un brazo y, con su gesto, detuvo a Xerxes y al Berserker a la vez. Sin apartar la vista de Baden, dijo:
–Cálmate, Colin, o te calmo yo mismo.
La advertencia funcionó, y el Berserker no se movió de su sitio.
–Mírale los brazos al guerrero –le dijo Bjorn a Xerxes–. Lleva guirnaldas de serpentinas.
Baden se miró los brazos, y dijo:
–Estas bandas son uno de los motivos por los que quiero hablar con vosotros.
Xerxes vaciló un momento, pero, finalmente, le hizo un gesto para que se acercara. Bjorn llamó a su camarero personal.
Baden se encaminó hacia el rincón, que estaba iluminado con velas. Había tres mujeres escasamente vestidas tendidas en un sofá y en una butaca, que lo miraron con un deseo descarado. Baden pensó que iba a sentir un arrebato de lujuria, porque aquellas mujeres le estaban ofreciendo el sexo que necesitaba, el sexo que quería. Fácil y complicado. Liberación y alivio. Sin embargo, no eran Katarina, y su cuerpo no reaccionó.
Frunció el ceño. No debería tener ninguna importancia quién fuera su amante. El deseo era su arma, el mejor medio que tenía para gobernar a la bestia. El hecho de desear a una sola mujer convertía las sensaciones en una debilidad, le transfería el poder a ella.
–Marchaos –les dijo Xerxes a las mujeres, y las tres se pusieron en pie y se marcharon sin decir nada.
Él se sentó en la butaca y dejó el sofá, que no tenía respaldo, para los Enviados, que necesitaban espacio para sus alas.
–¿Quién te dio las guirnaldas? –le preguntó Bjorn–. ¿Hades o Lucifer?
–Hades.
–Entonces, estás bajo su control.
–Sí –dijo él.
Lo admitió de mala gana, pero era esencial decir la verdad. Los Enviados percibían el sabor de las mentiras.
–No puedo quitarme las bandas sin cortarme los brazos, y eso es algo que no quiero hacer. Sin las bandas, moriría de nuevo y, esta vez, sería una muerte definitiva.
Los Enviados asintieron.
–¿Cómo funcionan? –les preguntó Baden.
Bjorn ladeó la cabeza.
–Mira, piénsalo así: si sacas una semilla de una fruta, la plantas y la riegas, la semilla germina y crece una planta que produce fruta propia. Son diferentes, pero son la misma.
¿Y qué significaba eso?
–Tengo visiones de otra vida. Las guirnaldas eran otra persona… una criatura.
–Tienes razón –dijo Xerxes–. Las guirnaldas se crearon a partir del corazón de Hades. Él se lo quitó, lo quemó y forjó las bandas con las cenizas. Por eso, contendrán su esencia para siempre.
Entonces, ¿Destrucción era Hades? ¿Los recuerdos eran de Hades?
No, no. Eso era imposible. Sin embargo… muchas cosas empezaron a tener sentido. La manera de actuar de Hades, que le amenazaba de muerte y cambiaba de opinión casi como si él le importara… En realidad, solo se importaba a sí mismo. La bestia conocía a Keeley porque ambos habían estado prometidos. La bestia se quedaba callada en presencia de Hades porque quería lo mismo que él.
–¿Cuántas guirnaldas existen? –preguntó.
–No se conoce el número exacto –respondió Bjorn–, pero yo creo que no hay demasiadas.
Baden no sabía si estaba bendecido o maldito. ¿Qué le ocurriría a Destrucción cuando consiguiera quitarse las bandas? Aquella criatura estaba unida a las guirnaldas, pero no a él, ¿verdad? ¿Podría vivir, por fin, sin ningún tipo de posesión, como siempre había soñado?
Sintió emoción…
Y rabia, por cortesía de la bestia.
«¡Yo viviré!».
–¿Y mis nuevos tatuajes? –preguntó Baden–. Surgieron de las guirnaldas, y se hacen más gruesos cada vez que mato a los objetivos de Hades.
–En este momento –dijo Xerxes–, la herida está abierta y no puede luchar contra la infección. Es necesario que cicatrice para poder protegerse.
–¿Y?
–El mal infecta, se extiende y crea otros males –dijo Bjorn.
Baden esperó, pero el Enviado no dijo nada más.
–No he oído la respuesta a mi pregunta.
–Que no la hayas oído no significa que no te la hayamos dado.
Vaya un petulante y un…
En aquel momento, llegó una camarera con unas copas de ambrosía. Después de que Baden se tomara tres seguidas, Bjorn le hizo una señal para que se marchara.
Él sabía que los Enviados también tenían sus problemas. Bjorn había sido forzado a casarse con una especie de reina de las sombras, como las sombras de Hades… ¿y como las suyas? Y aquella reina le estaba succionando la vida lentamente. Se rumoreaba que Xerxes estaba intentando dar caza a aquella criatura que quería matar a su amigo.
Se oyeron gritos y vítores en el local, y alguien llamó a Taliyah.
Acababa de llegar.
–Pase lo que pase en la guerra entre padre e hijo –dijo Bjorn– no podemos permitir que gane Lucifer. Nuestros oráculos han hablado. Si Hades sale victorioso, el mundo sobrevivirá.
–Si gana Lucifer –prosiguió Xerxes– el mundo terminará.
«Apocalipsis», susurró Destrucción.
–Seguro que tienes más preguntas –dijo Bjorn, y Baden asintió.
–Pero nosotros no tenemos más respuestas que darte –dijo Xerxes.
Claro que tenían respuestas, pero no querían compartirlas con él. Sin embargo, no iba a presionarles. Estaba en deuda con ellos, y no iba a pagarles con violencia.
–Gracias por la charla –dijo, mientras se ponía en pie.
Los Enviados también se levantaron.
–La noticia de tu asociación con Hades se va a extender. No hay forma de pararlo, así que mantente alerta. Lucifer enviará a alguien a matarte.
Ya lo había hecho: las prostitutas a las que había matado William.
–Yo saldré victorioso –dijo. Y, con eso, se marchó en busca de la arpía.
La encontró rápidamente. Estaba subida en un toro mecánico que había en medio del local, y su pelo rubio danzaba alrededor de sus hombros mientras el toro se balanceaba hacia atrás y hacia delante. Ella tenía ambas manos libres, y se sujetaba solo con la fuerza de sus muslos.
El toro dio un giro brusco y le mostró a Baden la espalda de la arpía y sus dos pequeñas alas iridiscentes.
Era una mujer muy bella, sin duda… pero no podía compararse a Katarina.
Taliyah saltó del toro y cayó justo frente a él.
–He oído que tienes una pregunta que hacerme –le dijo–. Voy a permitir que me invites a una copa. Bueno, a doce. Sí, a doce. Y, cuando hayamos terminado la última, nuestra conversación tiene que haber concluido, ¿está claro? –dijo.
Después se encaminó hacia la barra balanceando las caderas. Sin embargo aquel movimiento sensual no afectó a Baden.
La arpía pidió quince copas de ambrosía, y él puso una moneda de oro en el mostrador. Torin había ganado mucho dinero para él durante aquellos siglos.
–Bueno, empieza a hablar –dijo ella, y vació un vaso. Después, otro.
–Dame tus bragas.
Ella acababa de echarse la quinta copa a la garganta, y se atragantó. Cuando recuperó el aliento, se echó a reír y dijo:
–Vaya, vaya. No eres muy amable pidiendo las cosas. ¿Qué pasa, que quieres ponértelas, o algo así?
–No –dijo él, sin dar ninguna explicación.
Ella dejó de reírse y lo miró con los ojos entrecerrados.
–¿No? ¿Es eso todo lo que vas a decirme?
–Está bien. Hades está…
–¡Hades! Claro, claro. Ahora eres su criado, y tienes que hacer lo que a él le plazca –dijo la arpía. Se tomó otra copa y se echó a temblar, pero no de miedo–. Voy a imaginarme que te ha enviado para que me toques las narices. Muy bien, pues yo se las voy a tocar a él.
Entonces, se agachó, se quitó unas bragas de color azul y las colgó delante de la cara de Baden.
–Te las voy a dar a cambio de algo.
–Por supuesto. Dime qué.
–¿Lo que yo quiera, cuando lo quiera? ¡Ah, ya sé! Vas a llevar un mensaje de mi parte. Palabra por palabra.
Aquello no podía terminar bien para él, ¿verdad?
–Trato hecho.
Ella sonrió, se puso de puntillas y le susurró el mensaje al oído. Él se puso rígido y suspiró. No, aquello no iba a terminar bien.
–Se lo diré –prometió Baden–. Palabra por palabra.
Ella le lanzó las bragas, y él las agarró. La arpía terminó la última copa y, antes de que él pudiera darle las gracias, se marchó hacia la puerta, lanzándole una sonrisa burlona.
–Hoy no ha sido un buen día –dijo Hades, en un tono de ira, cuando Baden fue a llevarle la prenda de Taliyah–. Será mejor que traigas lo que te encargué.
–Sí, lo tengo –respondió él, y lanzó las bragas al otro lado de la habitación–. He ganado mi siguiente punto.
Tenía dieciséis, en total; había empatado con Pandora.
Nueve de sus puntos eran asesinatos, cuatro eran robos y, otros dos, estupideces, como pedirle las bragas a una arpía. Sin embargo, había empezado a entenderlo. Los asesinatos habían acabado con importantes agentes de Lucifer, aquellos que afectaban a los humanos de manera adversa. Los robos de los artefactos impedían a Lucifer que los utilizara contra Hades, mientras que las bragas, y otras cosas, le divertían. La diversión le mantenía cuerdo y le proporcionaba luz en un momento de fatalidad y oscuridad.
Hades sonrió al tomar la prenda.
–¿Cómo las conseguiste? Cuéntamelo rápidamente.
–Se las pedí. A cambio, le prometí a la Arpía que te daría un mensaje de su parte.
Hades lo miró con impaciencia.
–Dámelo.
Baden cerró los ojos y respiró profundamente.
–«Eres sexy, guapo y delicioso, pero ¿ofrecerte mis encantos? No. Se me humedecen las bragas cada vez que alguien menciona tu nombre, pero voy a seguir procurando que tengas siempre las pelotas azules».
Hades se echó a reír con un humor genuino.
–Qué zorrita más lista.
Aquella transformación fue asombrosa, como si un lobo de la manada se hubiera convertido en un perro con un juguete nuevo. Pero, por supuesto, aquella era la magia que podía hacer una mujer, si era la mujer idónea, con un hombre, ¿no? Aunque Taliyah no fuera la mujer de Hades.
Solo había que ver a sus amigos. Antes eran salvajes y, ahora, estaban domesticados.
Katarina apareció en su mente, con sus delicados rasgos, y su cuerpo reaccionó al instante. Baden soltó una maldición. Ella no podía ser su destino. No formaban una buena pareja.
Se le escapó otra imprecación.
«Vamos, ocúpate de lo que tienes entre manos».
–Tu hijo, William –dijo–, ha escondido a la muchacha humana, Gilly, y queremos saber dónde está.
Hades perdió el buen humor.
–Te sugiero que te marches ahora mismo.
–Vaya, ¿y no me das un abrazo de despedida? –preguntó Baden, irónicamente.
Al ver que el rey se lanzaba por una espada, dijo:
–Me lo tomo como un «no».
Al instante, se teletransportó a la fortaleza.