Capítulo 3
«Lo único que quiero de un hombre es todo y nada al mismo tiempo y en diferente momento, algunas veces y nunca, pero siempre».
Keeleycael, la Reina Roja
Katarina Joelle rezó para que llegara el fin del mundo mientras su prometido recitaba sus votos.
Aleksander Ciernik era un hombre malo, y no debería jurar que iba a compartir su vida con él, pero él le había dado una elección: o se casaba, o debería presenciar las torturas a su hermano Dominik.
A principios de aquel año, Dominik había empezado a trabajar para Alek voluntariamente. Así pues, ella se había echado a reír y le había dicho: «Adelante, tortúralo». Sin embargo, Alek había aumentado la amenaza: o se casaba con él, o tendría que ver cómo torturaban a sus preciosos perros.
Katarina sabía que, para Alek, ella solo iba a ser alguien de quien poder alardear ante sus amigos. Iba a hacerla muy desgraciada. Sin embargo, sus perros la necesitaban. No tenían a nadie más.
El problema era que, si ella salvaba a sus perros aquel día, él podría hacerles daño al día siguiente. Y al siguiente. Continuaría amenazándoles para controlarla.
Sin embargo, si los salvaba aquel día, ganaría tiempo, y podría usar ese tiempo para esconderlos. Si los encontraba, claro, porque Alek los había escondido antes que ella.
Sus guardias la vigilaban a cada segundo, pero ella había conseguido escabullirse en dos ocasiones para registrar la finca. Por supuesto, la habían capturado en las dos ocasiones, sin que hubiera conseguido nada.
Durante su infancia, había ayudado a su padre en el negocio familiar, entrenando a perros para la detección de drogas y para la seguridad en los hogares. Después de graduarse en el colegio, había tomado las riendas de la empresa y, a pesar de la responsabilidad que eso suponía, había invertido su tiempo libre en rehabilitar a los luchadores maltratados y agresivos a quienes el resto del mundo consideraba demasiado peligrosos.
Tres de aquellas víctimas, Faith, Hope y Love, habían quedado tan deformadas que la mayoría de la gente no tenía valor para mirarlas. Así que Katarina había adoptado al trío y se había dedicado en cuerpo y alma a darles la vida feliz que siempre habían merecido; ellos la adoraban por ese motivo.
Entonces, Alek los había secuestrado y los tenía como rehenes a cambio de un rescate. Y había jurado que perseguiría a cualquier perro con el que ella hubiera trabajado y le metería una bala en la cabeza.
Ella amaba a sus perros, recordaba todos sus nombres, cada tragedia que habían sufrido durante su vida, las peculiaridades de su personalidad. Además, una adiestradora siempre protegía a sus perros.
Aquella era una lección que le había enseñado su padre.
El señor Baker, un cobarde llorón que estaba al servicio de Alek, carraspeó.
–Sus votos, señorita Joelle.
–Señora de Ciernik –le espetó Alek.
Ella sonrió sin ganas.
–Todavía no –dijo.
¿Podría hacer aquello de verdad?
Él la miró con el ceño fruncido, y ella se pasó el dedo pulgar por las palabras que llevaba tatuadas en la muñeca. Érase una vez…
Un tributo a su madre eslovaca, una mujer que había tenido el valor de casarse con un adiestrador de perros norteamericano, pese a que sus vidas, su color de piel y su idioma eran distintos. A Edita Joelle le gustaban los cuentos de hadas, y le leía uno todas las noches a Katarina. Cuando terminaba de leer, suspiraba.
«La belleza puede hallarse en la fealdad. No lo olvides nunca».
A Katarina no le gustaban aquellas historias, en realidad. ¿Una princesa en apuros rescatada por un príncipe? ¡No! Algunas veces, era necesario esperar un milagro, pero, otras veces, el milagro tenía que ser uno mismo.
En aquel momento, no era capaz de encontrar la belleza en Alek. No veía ningún milagro.
¿Y tenía importancia? Ella era la autora de su propia historia. Ella decidía los giros del argumento y, a menudo, lo que parecía el final era, en realidad, un nuevo comienzo. Cada nuevo comienzo tenía la posibilidad de ser la felicidad eterna.
Sin duda, aquel día era un nuevo comienzo. Una nueva historia. Tal vez todo terminara entre sangre y muerte, pero iba a terminar.
«Puedo aguantar cualquier cosa durante un periodo de tiempo corto».
Unos dedos fuertes se curvaron alrededor de su mandíbula y la obligaron a levantar la cabeza. Su mirada se encontró con la de Alek, que la estaba observando con una mirada de lujuria e ira.
–Di tus votos, princezná.
Despreciaba aquel sobrenombre. Ella no era una caprichosa, ni una mimada, ni una persona indefensa. Trabajaba con ahínco; muchos de sus clientes pensaban que era una madre canina en toda regla. Un cumplido. Las madres trabajaban más que nadie.
«Y yo adoro a mis hijos». Los perros eran mejores que muchas personas. Claramente, eran mejor que Alek.
–Si me haces esperar, será por tu cuenta y riesgo –dijo él.
Unas palabras pronunciadas en voz baja, pero una promesa bien clara.
Se zafó de su mano. Alek era una plaga para la humanidad, y ella nunca iba a fingir lo contrario. Y menos, cuando debería estar casándose con Peter, su novio desde la infancia.
Peter, que siempre bromeaba y reía.
El dolor le sirvió de acicate para responder.
–Contigo, todo es por mi cuenta y riesgo.
Aquel hombre ya la había arruinado. Dominik había gastado todo su dinero, había dejado vacías sus cuentas bancarias y le había vendido la residencia canina a Alek, que la había quemado.
Él entrecerró los ojos. Tal vez ella le gustara físicamente, pero su sinceridad no le gustaba nada.
Lo gracioso era que provocarle se había vuelto su única fuente de alegrías.
–No estoy seguro de que comprendas el gran honor que te estoy haciendo, Katarina. Otras mujeres matarían por estar en tu lugar.
Era posible. Alek tenía el pelo rubio claro, los ojos oscuros y unos rasgos bellos y marcados. Parecía un ángel, y las mujeres no veían el monstruo que había bajo aquella apariencia hasta que era demasiado tarde.
Katarina lo había visto desde el principio, y su falta de interés había sido un reto para él. No había ningún otro motivo por el que un hombre de un metro ochenta, que solo salía con mujeres bajitas para aparentar ser más alto, se interesara por alguien de su misma estatura.
Aunque ella siempre se había vestido con zapatillas deportivas y pantalones vaqueros, tenía la sensación de que muy pronto iban a empezar a encantarle los tacones de aguja.
–¿Honor? –respondió, por fin. Las tres últimas novias de Alek habían muerto en extrañas circunstancias: ahogamiento, accidente de tráfico y sobredosis de drogas–. ¿Es esa la palabra que crees más adecuada?
A Alek le gustaba contarles a sus socios de negocios que Katarina era su novia por catálogo. Y, en cierto modo, lo era. Hacía un año, él quería comprarle unos perros de seguridad a un compañero eslovaco. Había dado con la página web de Pes Den y había descubierto que ella era famosa por adiestrar a los mejores de los mejores. En vez de rellenar una solicitud, había tomado un avión para ir a conocerla.
Y, después de una sola conversación, ella había sospechado que él iba a maltratar a sus animales, así que había denegado su petición.
Poco después, Peter había muerto en un callejón, víctima de un supuesto atraco.
Y, poco después, su hermano había recibido una invitación para unirse al negocio de importaciones y exportaciones de Alek: importar drogas y prostitutas a Estados Unidos y exportar millones de dinero negro para ocultarlo o blanquearlo. Rápidamente, Dominik se había vuelto adicto a la heroína de Alek.
Cuando Alek la convocó en su finca de Nueva York, le dijo que Dominik le debía miles de dólares y que ella debía pagar su deuda. De nuevo, ella se había negado. Y, aquella misma semana, Midnight, una perra de montaña a la que ella adoraba, había sido envenenada. Katarina sabía que el culpable era Dominik y, por lo tanto, Alek. La perra, que había sido maltratada en el pasado, nunca habría tomado comida de manos de ninguna otra persona, aparte de Dominik y de ella.
Rápidamente, ella había encontrado hogares para los otros perros. Sin embargo, el idiota de su hermano conocía a la gente en la que ella confiaba, y le había dado a Alek sus direcciones a cambio de una reducción de la deuda.
–Yo solo estoy aquí por un motivo –le dijo, en aquel momento–, y no tiene nada que ver con el honor.
El señor Baker se alejó un poco.
Alek la agarró del cuello y se lo apretó lo suficiente como para restringirle el aire.
–Ten cuidado, princezná. Este puede ser un día muy bueno para ti, o uno muy malo.
–Sus votos –dijo el señor Baker–. Dígalos.
Alek le dio un último apretón antes de soltarla.
Ella respiró profundamente y miró a su alrededor por la capilla. Había guardias armados por todas partes. Los bancos estaban llenos de socios de Alek, de más guardias y de otros empleados. Los hombres iban de traje y sus acompañantes vestidas con trajes elegantes y joyas caras.
Si se negaba, la matarían, pero solo si tenía suerte. Lo más seguro era que mataran a todos sus perros.
Al final del edificio, unas bellas vidrieras rodeaban un altar tallado en madera. Junto a aquellas ventanas había una columna de mármol con vetas rosas y, entre aquellas columnas, un cuadro del árbol de la vida. En el friso que ascendía hasta la cúpula había pintados ángeles en guerra con demonios. El suelo era de baldosas de mármol con filigranas de oro.
Aquella capilla ofrecía un comienzo nuevo, no una maldición. Sin embargo, ella se sentía maldita hasta lo más profundo de su ser.
«Salva a los perros. Salva a Dominik».
«Bah, a Dominik no. A los perros. Después, huye».
Al fin, recitó sus votos. Alek sonrió de felicidad. ¿Por qué no iba a sonreír? Ella, como muchos otros, había permitido que venciera el mal.
«Pero la guerra continúa…».
–Puede besar a la novia –dijo el señor Baker, con un alivio palpable.
Alek la tomó por los hombros y la estrechó contra sí. Apretó sus labios contra los de ella y le metió la lengua entre los dientes.
Su marido sabía a cenizas.
Ya no había vuelta atrás.
¿Cómo iba a sobrevivir a la noche de bodas?
Cuando los invitados empezaron a vitorear, se abrieron violentamente las puertas de la capilla. Se oyó un golpe seco, y se hizo el silencio. Alek se puso rígido, y a Katarina se le aceleró el corazón.
Tres hombres recorrieron el pasillo central. Eran altos y musculosos, y tenían una misión. ¿Eran policías? ¿Habían ido allí para detener a Alek? Oh, por favor, por favor…
El que iba a la izquierda tenía el pelo negro y los ojos azules. Sonrió a los hombres que había en los bancos, como si quisiera retarles a hacer algún movimiento contra él.
El de la derecha tenía el pelo blanco y los ojos verdes. Llevaba unos guantes de cuero negro que lo convertían en alguien amenazador, pese a su actitud relajada.
El hombre del centro… Él captó toda su atención. Era guapísimo. Dejaba en vergüenza a Alek. Pese a que tenía la camiseta llena de salpicaduras de sangre, como si hubiera luchado contra los guardias del exterior, era una combinación de todos los cuentos de hadas jamás escritos. Un hombre que solo aparecía en las fantasías.
A su madre le habría encantado.
Era el más alto de los tres, y tenía el pelo rojizo y largo. Su rostro era muy masculino, y tenía una fuerza inmensa, como si estuviera esculpido en piedra.
Su interés femenino despertó. Aquel hombre era la encarnación de un deseo oscuro y peligroso, pero no le producía miedo, sino intriga…
Su frente, bien definida, dejaba paso a una nariz recta y a unos pómulos marcados y altos. Sus labios eran carnosos. Su mandíbula era cuadrada, y tenía barba de pocos días.
Y sus ojos… sus ojos eran pura carnalidad. Tenían el color de un atardecer dorado.
Sus amigos y él se detuvieron justo delante del estrado.
–Damas y caballeros –dijo el soldado moreno, abriendo los brazos–. Concédannos unos minutos de su tiempo.
Alek resopló de furia.
–¿Quiénes sois? O, mejor todavía, ¿es que no sabéis quién soy yo?
El pelirrojo dio otro paso hacia delante mientras miraba a su alrededor. La miró a ella, de pies a cabeza, observando el vestido de novia que Alek había elegido para ella, un traje sin tirantes con un corpiño armado y una falda larga con rosas de satén. Él frunció los labios con desagrado.
Ella alzó la barbilla, aunque le ardían las mejillas de vergüenza.
Él miró a Alek.
–Tienes una moneda –dijo, con un acento que parecía griego–. Dámela.
Alek se echó a reír.
–Tengo muchas monedas –dijo. Varios de los guardias sacaron sus armas y esperaron la señal de atacar–. Vas a tener que ser más concreto.
–Esta es de Hades. Fingir ignorancia no te va a servir de nada.
Alek le hizo un gesto casi imperceptible a su hombre de confianza, que se había puesto a bloquear la puerta.
La señal.
El guardia apuntó. No. ¡No! Katarina gritó, lo cual era innecesario, porque el pelirrojo ya se había girado y estaba lanzando una daga, que se clavó en la cuenca ocular del guardia.
Saltó la sangre y se oyó un grito de dolor por toda la capilla. El guardia cayó de rodillas y soltó el arma.
El grito de Katarina se convirtió en un gemido. El pelirrojo acababa de… sin vacilar… de manera brutal…
Las mujeres se levantaron de los bancos y salieron corriendo hacia la puerta.
–Mi próxima víctima perderá algo más que un ojo –declaró el pelirrojo, con frialdad.
El hombre del pelo negro y los ojos azules sonrió.
–Baden, mi chico, si estuviera puntuando te daría un diez. Me siento muy orgulloso de ti.
Baden. El pelirrojo se llamaba Baden. El asesino se llamaba Baden, y su amigo acababa de alabarlo por su violencia.
Baden se concentró en ella.
–Ponme a prueba. Te desafío.
Cualquiera habría llorado y habría suplicado clemencia, pero, para ella, las lágrimas eran imposibles.
Había llorado lo indecible durante los meses anteriores a la muerte de su madre, pero, después de su muerte, no había vuelto a llorar. Sentía demasiado alivio. El sufrimiento de su madre había terminado, por fin. Sin embargo, con el alivio había llegado también el sentimiento de culpabilidad. Si no era capaz de llorar por una madre a la que adoraba, ¿qué derecho tenía a llorar por cualquier otro?
Alek se quedó pálido y empezó a temblar, y se retiró. ¡Él, que nunca retrocedía! Se colocó detrás de ella para usarla como escudo.
Su hermano, que estaba en el primer banco, se puso en pie. Medía más de un metro ochenta, aunque su delgadez hacía que pareciera un alfiler al lado de los recién llegados. ¿Acaso Dominik pensaba enfrentarse a unos asesinos profesionales?
Baden giró en dirección a él.
–¡No! –gritó ella. Bajó del estrado y se puso delante de Dominik–. Mi hermano no tiene nada que ver con esto. No le hagáis daño.
Aunque había perdido el afecto por su único familiar, recordaba al niño que había sido Dominik: bueno, paciente y protector. No tenía ganas de que lo mataran, preferiría que lo encerraran en la cárcel, alejado de la maligna influencia de Alek y de su suministro de heroína.
Tal vez, si Dominik se rehabilitaba, pudieran volver a ser hermanos.
Él la puso a su espalda, y eso la sorprendió.
–No te hagas la heroína, hermana.
Baden perdió el interés en él. Con una malicia aterradora, se acercó a Alek.
–Es tu última oportunidad. La moneda.
Alek frunció los labios. Ella conocía bien aquel gesto. Había recuperado su personalidad de señor de las drogas.
–La moneda es mía. Dile a Hades que puede irse al infierno, que es su sitio.
El hombre moreno se echó a reír. El del pelo blanco se ajustó los guantes.
–Respuesta incorrecta. Tal vez todavía no te creas que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirla –dijo Baden. Lo agarró del cuello y lo levantó, apretándole con tanta fuerza que a Alek se le salieron los ojos de las órbitas mientras enrojecía por la congestión–. ¿Te convence esto?
¡Los perros! Si él moría…
–Basta –gritó Katarina. Intentó volver al estrado, pero Dominik la agarró por la cintura para que no pudiera moverse.
–Prosim! –exclamó. Por favor.
Baden la ignoró.
–O me marcho con la moneda, o me marcho con otra cosa que tú valores –le dijo a Alek, y señaló su mano con un gesto de la cabeza–. Tú eliges.
Alek se puso a tartamudear y a golpearle el brazo.
–Y será mejor que sepas –continuó el pelirrojo– que volveré mañana, y al día siguiente, y al siguiente, hasta que tenga lo que quiero, y nunca me marcharé sin un trofeo.
¿Quién era aquel hombre? ¿Quién era Hades?
Alek intentó sacar el arma que llevaba en la cintura del pantalón. Baden giró sin soltarlo, utilizándolo como parapeto mientras disparaba a los guardias que le habían apuntado.
Se oyeron nuevos aullidos de dolor, y hubo más salpicaduras de sangre, y cayeron algunos cuerpos. Katarina se agarró el estómago para contener las náuseas.
Cuando terminó con los guardias, Baden le retorció la muñeca a Alek y le rompió los huesos. La pistola cayó al suelo mientras ella gritaba. Se levantaron más hombres para ayudarle, y apuntaron al trío.
Incluso Dominik se sacó un arma de un arnés que llevaba en el tobillo, pero él no apuntó. Tiró de ella hacia una puerta lateral y la sacó a un largo pasillo.
Tras ella se oyeron varios disparos.
¿Le habrían dado a Alek? Ella intentó liberarse.
–¡Suéltame!
–Ya está bien –dijo su hermano, que ya estaba jadeando–. Esto es por tu propio bien.
–Tengo que quedarme con Alek –respondió ella–. Los perros…
–Olvida a los perros.
–¡Nunca!
Los disparos cesaron. Los gruñidos, también. El olor a pólvora y a metal corrido se extendió por el aire, siguiéndola.
Justo antes de que Dominik llegara a la puerta de salida, ella le puso la zancadilla. Él se tropezó, pero no la soltó, y ambos cayeron al suelo. Mientras él luchaba por recuperar el aliento, ella consiguió zafarse. Él intentó agarrarla de nuevo, pero ella le dio una patada en el estómago y se puso en pie.
Él se levantó al instante, entre maldiciones, y ella saltó hacia atrás y…
Chocó contra un muro de ladrillo. Se dio la vuelta, con un jadeo, y su mirada viajó por unas piernas masculinas y un torso musculoso. Había delgados ríos de tinta negra tatuados desde las puntas de sus dedos hasta el borde de las bandas negras que llevaba alrededor de los bíceps. Tenía tres agujeros en el hombro, pero no parecía que las heridas sangraran.
Sus ojos se cruzaron con unos ojos dorados. Baden.
Irradiaba desafío, determinación e intenciones letales. Incluso impaciencia.
–Apártate, Katarina –le ordenó Dominik.
Baden alargó un brazo tras ella para darle un golpe al arma de su hermano y lanzarla contra la pared.
«Cuando te enfrentes a un perro agresivo, mantén la calma. Evita el contacto visual. Quédate a un lado y ocupa tu espacio».
En el tono más calmado que pudo, Katarina dijo:
–Tú no tienes nada contra nosotros. Nosotros no queremos hacerte daño.
–Últimamente no necesito ningún motivo para pelearme con cualquiera, nevesta –replicó él. Novia, en eslovaco. ¿Acaso hablaba su idioma?–. Pero tú sí me has dado un motivo. Te preocupas por un canalla –dijo, con repugnancia–. Te has casado con un canalla.
Como no sabía la verdad, pensaba lo peor de ella.
–¿Y quién eres tú para lanzar piedras? Tienes brillantina por todo el cuello –respondió Katarina–. ¿Es por cortesía de alguna novia stripper?
Él no respondió, y ella se quedó sin fuerzas. Preguntó, suavemente:
–¿Sigue vivo Alek?
–¿Te preocupa él, o perder la posición de poder si muere?
¿Posición de poder? ¡Por favor!
–¿Sigue vivo?
Baden asintió.
–Incluso conserva todas las partes del cuerpo. Por ahora.
¡Gracias a Dios!
–Escúchame: yo te conseguiré la moneda. ¿Quieres?
–Tú no vas a hacer nada de eso. Y tú no le vas a hacer daño a mi hermana –le dijo Dominik a Baden–. No lo voy a permitir…
Baden lo fulminó con la mirada, y Dominik se quedó callado. Entonces, él volvió a mirar a Katarina.
–¿Sabes cuál es la moneda que estoy buscando?
–No, pero puedes describírmela y yo puedo registrar la casa de Alek –respondió ella. Si Baden vigilaba a los guardias, ella podría buscar a sus perros sin miedo a que la descubrieran–. Vamos ahora mismo.
–Ya has visto que tu marido está dispuesto a soportar muchos problemas con tal de conservar esa moneda –dijo él; el pelo rojizo le cayó por la frente, como jirones de pura seda–. No va a estar en cualquier cajón.
Seguramente, no.
–Puede que esté en la caja fuerte. Yo probaré todas las llaves. Si vamos ahora…
Dominik le apretó el brazo, pero no dijo nada más.
–¿Qué crees que hice yo antes de venir a la capilla? –preguntó Baden.
¿Había estado en la casa?
–¿Has visto tres pit bulls? Uno tiene el pelaje con manchas, el otro es gris y…
–No había ningún perro –dijo él, y frunció el ceño–. Ni gatos, tampoco.
Ella se quedó devastada y sintió una descarga de ira. ¿Dónde había escondido Alek a sus perros?
El hombre del pelo blanco se acercó a Baden y, después de una ligera vacilación, le dio un golpecito en el hombro.
–Tenemos un problema. William ha matado al último… –dijo. Entonces, sus ojos verdes se fijaron en Dominik, y asintió–. No importa. Has dejado a uno vivo.
A ella se le llenó la boca de bilis.
–¿Solo sois tres, y habéis conseguido matar a más de cincuenta guardias armados?
El hombre del pelo blanco la miró, y respondió:
–No ha sido para tanto. Solo eran humanos.
Con una sonrisa, se alejó.
Solo humanos. Katarina miró fijamente a Baden. Él seguía observándola con cierto aire de desafío, y ella tragó saliva.
–¿Vosotros no os consideráis humanos? Entonces, ¿quién eres tú? ¿El hombre del saco?
–Sí.
¿Qué?
Él se hizo a un lado y le señaló el camino hacia la capilla.
–Ve hacia la iglesia.
¿Alejarse de aquel loco? No hizo falta que se lo dijera dos veces. Recorrió el pasillo y entró en la nave. Iba a hacer guardia para proteger a Alek si era necesario…
Se detuvo en seco. Las paredes y los bancos estaban cubiertos de sangre, y había charcos en el suelo. Por todas partes había pedazos de cadáveres y cadáveres.
Alek estaba tendido sobre el estrado. Ella se acercó y le buscó el pulso. Era débil, pero estaba allí.
–¿Contenta? –preguntó Baden, que se situó a su espalda.
–¡No! Has torturado…
–A violadores y asesinos. Sí. Se lo merecían.
–¿Y qué te da derecho a erigirte en juez y ejecutor? Además, esta muerte y esta destrucción… Creo que voy a…
Demasiado tarde. Se inclinó hacia delante y vomitó.
Baden había llevado a su hermano con él, pero ninguno de los dos le apartó el velo de novia de la zona de peligro.
Estuvo a punto de soltar un resoplido al limpiarse la boca con el dorso de la mano. ¿Un asesino brutal y un adicto a la heroína no la habían ayudado? ¡Qué locura!
–Mater ti je kurva –le dijo Dominik a Baden, mientras forcejeaba para liberarse. Tu madre es una puta–. Vas a pagar lo que has hecho hoy.
Baden no se inmutó por aquellas palabras. Miró a Katarina con algo en los ojos, una chispa que hizo que ella se estremeciera de miedo. Tenía que ser miedo.
–Aleksander será quien pague, y de una forma inesperada. He decidido llevarme a su novia.