Capítulo 16

 

«Cuando te enseñe el dedo corazón, echa a correr. Acabo de decirte cuántos segundos te quedan de vida».

Maddox, guardián de Violencia

 

La rabia se mezcló con la lascivia y un sentimiento posesivo, y aquella combinación se apoderó de Baden. Se arrodilló ante Katarina y le separó las rodillas con un solo movimiento. Ella lo observó con los ojos brillantes, y no protestó cuando él se situó entre sus muslos.

–¿Qué estás haciendo? –le preguntó, suavemente. Su cuerpo menudo estaba temblando.

Katarina estaba casada, algo que a Baden cada vez le gustaba menos. Lo había utilizado, pero, en aquel momento, no le importaba. Quería marcarla. Quería demostrar que ella le pertenecía solo a él.

–Tú me debes lealtad a mí –le dijo–. Me necesitas para sobrevivir en este mundo. Para que te proteja a ti y a tus perros.

–Por supuesto que noooo…

–O, claro que sí –dijo él.

Entonces, lentamente, pasó la lengua por la unión de sus labios y saboreó su dulzura.

Ella pronunció su nombre con un jadeo y dio un respingo.

–No voy a hacer esto.

–Claro que sí. Quieres más, krásavica, así que deja que te dé más.

–Yo ya no te gusto.

–Tampoco creo que yo te guste a ti, pero eso no importa. Te deseo.

Entonces, ella se inclinó hacia él, derritiéndose, pero se contuvo en el último instante. Maldijo su nombre y tiró del cuello de su camisa.

–Eres demasiado viejo para mí.

–La edad no te importó antes, cuando te frotaste contra mis muslos –replicó él–. Tú eres demasiado débil para mí, pero me adaptaré.

–No soy demasiado… Bah, ¿sabes una cosa? No importa. Solo eres una distracción temporal para mí. Aunque no eres el adecuado para mí, sí puedes darme un orgasmo. Me lo merezco, después de aguantarte tanto.

Él sabía que aquello era algo temporal, pero su actitud de indiferencia no le agradó. Sin embargo, no se lo reprochó, porque eso habría sido contraproducente para su objetivo: tomarla entre sus brazos y obtener placer.

Ella le metió los dedos entre el pelo.

–¿No haces gestos de dolor, ni siseas? Parece que alguien está consiguiendo progresos, ¡y esa soy yo!

A él le encantaba su forma de mover los labios. Su mente estaba envuelta en una neblina de deseo, y no consiguió procesar sus palabras.

–¿Qué significa eso?

–Que creo que puedo curarte la hipersensibilidad de la piel. Así que será mejor que me des ese placer que me prometiste, antes de que cambie de opinión sobre todo esto.

No, no iba a cambiar de opinión. Baden tenía el ceño fruncido, pero volvió a pasar la lengua por sus labios. En aquella ocasión, ella también le acarició con la lengua, y él ardió de deseo con unas llamas salvajes que no podían apagarse. Sintió dolor, pero nada comparado a su necesidad.

La bestia protestó.

«Es una traidora. Quiere hacernos daño… quiere…».

Katarina gimió como si se estuviera deleitando tanto como él. Sabía a menta y a nata. Era algo adictivo, como un maravilloso postre.

«Quiero… más».

Sí. Más. Baden mordisqueó sus labios mientras le agarraba las manos y las llevaba detrás de su espalda, haciendo que se arqueara para que sus pechos quedaran aplastados contra su torso.

–Deja los brazos así –le ordenó. Quería que su dolor se mitigara, sí, pero también quería que ella fuera vulnerable y no pudiera hacerle nada mientras estaba distraído.

–Lo haré… siempre que tú consigas que merezca la pena.

Su voz enronquecida despertó en Baden una urgencia que nunca había conocido, la de darlo y tomarlo todo.

Ella frotó los pechos contra él y, pese a la camisa que llevaba, Baden sintió dolor y un placer cada vez más intenso. Nunca había tenido entre sus brazos algo tan femenino. Hizo más profundo su beso, y ella emitió deliciosos gemidos, sonidos de rendición. Aunque la bestia le exigía que la tendiera en la mesa y la poseyera en aquel instante, Baden se contuvo. Iba a ser delicado, o se marcharía.

–Te he dejado claro que voy a utilizarte para tener un orgasmo, ¿verdad? –le preguntó ella, entre jadeos, en cuanto tuvo la menor oportunidad–. En cuanto lo consiga, habré terminado contigo.

Él quería negarlo, pero se rio.

–Puede que yo consiga mi orgasmo y te deje desesperada. O que te obligue a rogar el tuyo.

Ella lo miró con lástima.

–Como si me importara. Solo me interesan el dinero y el poder, así que siempre puedo irme con cualquier otro.

–Mataré a cualquier hombre que toque lo que es mío –dijo él.

Entonces volvió a besarla para terminar con la conversación. Fue un choque brutal de labios, lengua y dientes. En aquel momento, solo vivió para ella.

–Espera. Necesito poder acceder mejor a ti –le dijo Katarina, y le empujó por el pecho, como si quisiera que su camisa desapareciera–. Ayúdame a ponerme en pie.

Ella había desobedecido su orden, pero él la obedeció sin protestar. Se puso en pie y la ayudó a levantarse sin dejar de besarla. Entonces, ella le hizo caminar hacia atrás hasta que lo sentó en una butaca reclinable, y se colocó a horcajadas sobre él. Aquello era un juego de poder, pero solo de la ilusión del poder. Fuera cual fuera la posición, él siempre sería el más poderoso, e iba a demostrárselo.

La tomó de las caderas y la apretó contra su erección, moviéndolos a ambos con un ritmo frenético para llevarlos al borde de la locura. «Quiero lo que es mío… lo necesito… ahora». En su cita, había sido ella la que había acelerado las cosas, y él había sido quien lo había calmado todo. Sin embargo, en aquel momento, estaba moviéndose con toda la rapidez de la que era capaz.

«¡Más! ¡Dame más!».

–Es delicioso, pekný –dijo ella. Le agarró las muñecas y le puso las manos sobre los brazos de la butaca–. Pero hoy no hay motivo para apresurarse.

Le mordió el labio inferior y, con otro empujón, cambió el ángulo de su cuerpo y le obligó a permanecer tumbado. Entonces, oh, entonces, comenzó a frotarse contra él, lentamente, muy lentamente.

–Puedes disfrutar de mí mientras me tengas.

Otra alusión a su partida. Baden apretó tanto los brazos de la butaca que partió la madera.

–Me necesitas –le recordó a Katarina–. Y no solo para esto.

–No es cierto.

Él no volvió a responder. Tenía las terminaciones nerviosas electrificadas, y el deseo que sentía por ella iba en aumento. Se inclinó hacia delante y le clavó los dientes en los tendones que iban desde su cuello hasta su hombro. Por fin, le había dejado su marca.

Ella se estremeció contra él y susurró su nombre maravillada. Entonces, giró las caderas e incrementó gradualmente la presión, causándole una agonía.

–¿Te gusta esto?

–Me… encanta –dijo él.

Con la respiración acelerada, él alzó la mirada hasta su cara. Ella tenía los rasgos luminosos, los párpados medio cerrados, los labios rosados y suaves, y ligeramente hinchados por sus besos. Tenía las mejillas sonrojadas, y sus rizos oscuros caían por sus hombros en deliciosos enredos.

Él agarró los mechones de su pelo.

–Quédate conmigo y deja que me ocupe de protegerte hasta que termine la guerra con Hades.

Ella se quedó inmóvil, con las uñas clavadas en sus hombros.

–No dejas de recordarme lo débil que soy.

–Porque me necesitas. Yo soy fuerte.

–También eres obstinado. Pero ¿qué te parece esto? Voy a dejar que me proporciones placer, e incluso puede que me quede una temporada, pero solo si te guardas tus comentarios sobre la fuerza y la debilidad –dijo ella, y le provocó, rozándole con el cuerpo, ligeramente, la erección–. Di que sí, y volveremos a lo importante. Ya estoy húmeda. ¿Te lo demuestro? Sí. ¡Sí!

Ella se puso en pie y se quitó el vestido por la cabeza. Llevaba un sujetador y unas bragas azules, y las bragas tenían una mancha húmeda en el centro. Él gruñó al admirar el resto de su cuerpo. Tenía unas piernas largas, interminables, y de piel oscura. Tenía la herida vendada. Las curvas de sus caderas formaban un corazón. Tenía el estómago plano, y el sujetador de encaje no escondía los picos de sus pezones.

Era pura feminidad, y él quería tenerla encima.

–Vuelve conmigo.

–¿Y si hacemos otro trato? –preguntó ella, y colocó una pierna a cada lado de él–. Me quedo aquí… si metes los dedos en mi cuerpo.

¿Agonizar? No, ya no. Katarina lo estaba matando. Era una clara amenaza para su supervivencia, pero Destrucción estaba dispuesto a morir felizmente.

Tuvo un impulso casi irresistible de quitarse los guantes, pero sabía que no podía arriesgarse. Aquel era su segundo encuentro con el placer durante varios siglos. Si lo echaba a perder por un dolor innecesario…

–Acepto tus condiciones.

Metió los dedos en sus bragas e incluso a través del cuero pudo sentir que resbalaba, y notar su calor femenino. Introdujo un dedo en su cuerpo, profundamente, y las paredes femeninas de su cuerpo lo atraparon.

Gimiendo, ella se tomó los pechos y se pellizcó los pezones, para deleitar a Baden y para deleitarse a sí misma. Y aquella reacción tan desinhibida le encantó.

Entonces, metió otro dedo en su cuerpo, lentamente. ¡Era perfecto!

Ella emitió un gruñido de hambre.

–Es estupendo…

Bien. Sí. Pero podía ser mejor.

–Muévete sobre mis dedos.

Él tenía la mandíbula tan apretada que apenas podía hablar. De algún modo, ella lo había privado de su humanidad y lo había convertido en un animal salvaje que solo tenía una meta: el clímax.

O en una bestia.

–¿Así? –preguntó ella. Se irguió y volvió a deslizarse hacia abajo–. Ummm… Espero que sí, porque es increíble.

–Sí, así –dijo él, y le presionó el centro del cuerpo con el dedo pulgar–. Me estás apretando, me estás quemando.

Ella hizo que ladeara la cabeza para tener acceso a sus labios, y le pasó la lengua por el borde de la boca.

–Quiero tomarte en mi mano. ¿Me lo permites?

¡Sí! Todavía no podía arriesgarse a sentir el contacto piel con piel, así que se pondría un preservativo. ¿Dónde estaban? No, no tenía tiempo para buscar.

–Mantén la mano por fuera de mi calzoncillo.

–Lo haré… si me besas con más fuerza.

–Por favor, negocia siempre así –le dijo él. Le aplastó la boca con los labios y ella gimió. Mientras, le bajó la cremallera del pantalón–. No pares nunca.

A Baden se le escapó un silbido cuando ella le rodeó el miembro con los dedos y comenzó a acariciarlo. ¡Sí! Aquello hizo que perdiera la cabeza. La fricción encendió un fuego en él, hasta que todo lo que sentía, salvo la excitación, ardió por completo.

Entonces, introdujo dos dedos en su cuerpo.

–¡Sí! Estoy muy cerca –dijo ella, con la voz enronquecida, arqueando las caderas hacia su mano.

Él le apretó con el pulgar el centro más sensible de su cuerpo, y ella gritó de placer y llegó al orgasmo. Se movió contra su mano, una, dos, tres veces, clavándole las uñas en los hombros.

Apoyó la cabeza en su hombro y jadeó:

–Lo necesitaba. Gracias –dijo. Y, con la respiración entrecortada, apretó la base de su miembro–. Ahora, vamos a ocuparnos de ti.

Él se echó a temblar al tiempo que enarcaba una ceja.

–Shh, Rina. ¿Por qué piensas que he acabado contigo?

 

 

Katarina vibraba de impaciencia y satisfacción. Todavía tenía los dedos de Baden en el cuerpo, y todavía ardía de deseo pese al orgasmo. Había sido una pequeña muestra de placer que hacía que sintiera más hambre por aquel hombre oscuro y peligroso.

Apretó su miembro largo y grueso, y le preguntó:

–¿Te hago daño?

–El dolor es bueno.

¿Ya lo estaba desensibilizando? ¿O acaso aquello era una manifestación de su separación del mundo?

«Ya lo averiguaré luego. ¡A disfrutar!». Con un gemido, arqueó la espalda y le acercó el escote.

–¿Quiere mi krásavica que le lama los pezones?

–Sí –dijo ella–. Lo deseo mucho.

Con la mano libre, él tiró del broche de su sujetador y liberó sus pechos. Ella notó el aire fresco en la piel, y eso aumentó su necesidad.

Él se humedeció los labios como si ya pudiera saborearla.

–Tus pequeños pezones están desesperados por mí, ¿no?

–Desesperados… Me duelen.

Se agarró al respaldo de la silla con una mano sin soltar su miembro y se inclinó hacia delante, poniéndole un pezón en la boca. Era un ofrecimiento.

Y él lo aceptó. Su lengua emergió y rozó su pico. Al principio, con dureza y rapidez y, después, lentamente, con calma. El dolor que ella sentía entre las piernas empeoró. O mejoró. Le empapó los guantes y, tal vez, empapó también sus bragas. Qué travieso era aquello. Baden estaba completamente vestido, mientras que ella solo llevaba un pequeño trozo de tela que él podría apartar fácilmente.

Él succionó su cuerpo, y un placer increíble la devoró. Entonces, no pudo permanecer quieta y empezó a moverse hacia arriba y hacia abajo por sus dedos.

Cuando él pasó su atención al otro pezón, dijo:

–Estás hecha de ambrosía, sin duda.

Siempre tan halagador. Katarina lo deseaba más y más.

Empezó a mover la mano hacia arriba y hacia abajo por su miembro, y a él se le entrecortó la respiración. Cuanto más rápidamente se movía, más juramentos soltaba él. Pronto, Baden empezó a sudar. Estaba muy cerca.

Ella atrapó el lóbulo de su oreja entre los dientes.

–Tal vez algún día, si te portas bien, tomaré tu miembro con la boca y te succionaré. ¿Te gustaría eso?

Él respondió con un gruñido, y empezó a girar el dedo pulgar en su cuerpo. El placer era tan intenso que ella casi llegó al orgasmo por segunda vez. La casa podría haberse derrumbado, o podría haber entrado un ejército. Aunque hubiera terminado el mundo, a ella no le habría importado. Solo le importaba la satisfacción. La propia y…, sorprendentemente, la de él también.

«Necesito más».

–Saca los dedos –le ordenó. Por una vez, era ella la que daba las órdenes.

Sin embargo, él no le hizo caso. Introdujo los dedos más profundamente, y ella apenas pudo pronunciar sus siguientes palabras.

–Quiero sentir tu orgasmo contra mí.

Él deslizó los dedos hacia fuera una segunda vez. Ella gruñó por el vacío que le había dejado, pero él la apretó contra su erección y frotó, frotó… Y ella le correspondió con más dureza, con más rapidez, usando su clítoris para provocarle un orgasmo a él y a ella, también…

De repente, él rugió su nombre.

La agarró de las nalgas, clavándole los dedos en la carne, y llegó al éxtasis dentro de su ropa interior, mojando la tela y su mano. Ella lo había notado todo, y le había encantado.

Katarina se desmoronó contra él, con la respiración acelerada. No habían mantenido relaciones sexuales y, sin embargo, él había conseguido que llegara al clímax dos veces.

Aquel hombre… Oh, aquel hombre la afectaba.

–Baja –le dijo él, sorprendiéndola. Ella no se movió lo suficientemente rápido, y él se levantó, haciendo que se deslizara de su regazo.

Ella tenía las piernas temblorosas, y tuvo que esforzarse por no caer mientras se apartaba.

–Vístete –le ordenó Baden, mirando a todas partes, menos a ella.

–Sí, pero porque yo quiero vestirme –dijo Katarina.

Su actitud le había causado dolor, pero ¿qué esperaba? Él no la respetaba. Ella no le gustaba. Así que, ¿por qué iba a querer acurrucarse contra ella?

A Baden le encantaba decirle que ella lo necesitaba, y eso implicaba que él no la necesitaba a ella.

Katarina sintió ira.

–Vaya, vaya. Mira qué prisa tienes por cambiarte de ropa interior. Has vertido un cubo de líquido, ¿eh?

Él le lanzó la ropa en silencio. Ella se vistió con movimientos bruscos, intentando disimular que temblaba.

–Para que lo sepas, has tenido un gran comienzo, pero el final ha sido deplorable –murmuró.

–Tú has disfrutado –dijo él, secamente.

–Y tú también. Entonces, ¿qué problema tienes?

–Tal vez el contacto me haya provocado más dolor del que he admitido.

Quizá… no era una respuesta. Aquella palabra extraía la verdad y la mentira de la frase. ¿Qué era lo que no quería que supiera?

–Puede que estés empezando a sentir algo por mí, y eso no te gusta.

–Deberías rezar para que no suceda nada de eso –respondió él–. Soy peligroso.

«Para mí, no». Incluso cuando pensaba que ella lo había traicionado, le había ofrecido placer en vez de castigo.

Baden añadió:

–Dentro de mí hay oscuridad, y crece cada día. No tengo luz.

–¿Sabes una cosa? Dentro de mí sí hay luz y, cuando la luz y la oscuridad se encuentran, la oscuridad sale pitando y la luz gana.

Él frunció el ceño.

–¿Acaso crees que puedes salvarme?

–No seas tonto. Una persona nunca puede salvar a otra. Cada uno toma sus propias decisiones. Lo único que digo es que estoy dispuesta a compartir contigo.

Él permaneció en silencio.

–Antes tenías a un demonio dentro –prosiguió ella– y, sin embargo, conseguiste mantenerte cuerdo hasta que pudiste vencerlo, ¿no? Ahora puedes hacer lo mismo con la bestia.

–Lo dices como si fuera muy fácil, pero no tienes ni idea de la batalla que…

–Claro que sé que es una batalla. A menudo, nuestra cabeza es nuestro peor enemigo –respondió ella, y sonrió con tristeza–. Cuando yo perdí a Peter…

–¿Peter? ¿Quién es Peter?

–Mi prometido. Antes de Alek.

–¿Y quién rompió?

A ella se le encogió el corazón.

–Ninguno de los dos. Lo mató Alek.

Él se suavizó.

–Lo siento.

–Gracias. Lo que iba a decirte es que yo quería revolcarme en mi dolor, pero no lo hice. No podía, porque los perros me necesitaban.

–Y, después, Alek te arrebató también a los perros.

A ella le tembló la barbilla.

–Ya viste lo que ocurrió cuando me revolqué.

–Sí. Y también vi lo que ocurrió cuando paraste.

–Tuve que cambiar la forma de pensar. En vez de lamentarme por lo que perdí, tuve que concentrarme en lo que me quedaba. Mis emociones siguieron a mi cabeza. Y, para ti, puede ser igual.

Él reflexionó un momento sobre sus palabras, y respondió:

–Nuestras situaciones son distintas. Tú no estabas influida por una fuerza externa.

–Y tú sí. Vaya, qué desgraciado eres. Supongo que no tienes la fuerza suficiente como para superarlo. Yo sí.

Él se lo tomó como un desafío, como una provocación, y dio un paso hacia ella.

–Tienes que…

–Si no te gusta lo que estoy diciendo, niégalo, pero no te atrevas a insultarme ni a ordenarme que sienta esto o aquello.

Él se detuvo, apretando y relajando los puños. «Buen chico», pensó Katarina, al ver que conseguía calmarse sin que ella tuviera que esforzarse más.

Su adiestramiento iba a ser más fácil de lo que había pensado. Bella iba a poder domar a Bestia. Solo tenía que concentrarse y dejar de embobarse con su atractivo sexual.

«¿Acaso no había decidido dejarlo cuanto antes?».

Bueno, cambio de planes. Otra vez.

La puerta se abrió de golpe, y apareció Galen con cara de pocos amigos, llevando las correas de Biscuit y Gravy, que tiraban hacia atrás.

–Traigo un envío especial. Que lo disfruten. O, más bien, no.

Katarina sintió felicidad. Galen soltó las correas, y los perros salieron corriendo hacia ella, que se agachó y abrió los brazos para recibirlos. Ellos le lamieron la cara mientras ella los acariciaba y los alababa. La mayoría de los adiestradores intentaban reducir los lametones, pero ella siempre disfrutaba de aquellas muestras de afecto canino.

–¿Qué es esa mancha que tienes en el pantalón? –le preguntó Galen a Baden. Era obvio que estaba intentando no echarse a reír–. ¿Qué habéis estado haciendo mientras yo estaba fuera? ¿Lo adivino?

Ella apretó los labios para no reírse.

Baden soltó una maldición entre dientes.

–Katarina, seguro que ya has visto a Galen alguna vez. Es el guardián de los Celos y las Falsas Esperanzas. Esta casa es suya, y está en otro reino.

Ella había visto a Galen en la fortaleza, sí, pero nunca había hablado con él. Sí se había dado cuenta de que la mayoría de los guerreros lo evitaban.

–¿Otro reino? –preguntó ella.

Baden asintió.

–Puedes confiarle tu vida a Galen, pero ninguna otra cosa.

Galen se puso de mal humor al instante.

–Vaya, a la bestia asesina le gusta tirar piedras a los demás. Estupendo. Podríamos jugar un partido de lanzamiento de piedras. O hacer un equipo de lanzamiento de peñascos, como las arpías.

–Tengo que marcharme antes de hacer algo de lo que luego pueda arrepentirme.

Baden salió de la habitación, y Katarina también se quedó malhumorada.

Miró a Galen. Era tan guapo que casi resultaba hipnótico, pero tenía un aura de asesino en serie.

–¿Qué quería decir con eso de que estamos en otro reino?

–Considéralo otro mundo, porque eso es lo que es.

Inmortales… Otros mundos… ¿Qué otras cosas ignoraba?

–¿Y por qué hay esa enemistad entre vosotros?

Él ignoró su pregunta, y dijo:

–Se supone que tengo que protegerte cuando Baden esté fuera, en alguna de sus misiones para Hades, pero no voy a vacilar a la hora de destriparte si tengo la sospecha de que eres un peligro para él.

Biscuit caminó lentamente hacia Galen, gruñendo, hasta que ella lo llamó para que fuera a su lado.

–¿Tú quieres a Baden? –le preguntó.

Galen se encogió de hombros.

–Me quiero a mí mismo, y necesito a Baden. Tú, querida, no tienes tanta suerte.