Capítulo 21
«Yo resuelvo mis problemas a la vieja usanza. Gasolina y una cerilla».
Kane, antiguo guardián de Desastre
A Cameo se le llenó la cabeza de estadísticas deprimentes al mirar el reloj. Había casi doscientos millones de huérfanos en el mundo, y casi el quince por ciento de ellos se suicidaría antes de cumplir los dieciocho años. Más de veinte mil niños morían al año a causa de la pobreza.
Cada segundo era una agonía para ella.
Pero, por fin, afortunadamente, el último de sus amigos se retiró a su habitación. Todos ellos estaban ocupados manteniendo relaciones sexuales.
«Que comience el maratón», pensó, con algo de envidia. Después del ataque a la fortaleza, todos estaban aliviados y alegres de estar vivos, y lo celebraban en privado ahora que se habían recuperado.
Por supuesto, había dos manchas en su felicidad: William había secuestrado a Gilly, y Baden se había mudado. A todos les preocupaba que muriera de nuevo. Sin embargo, Galen les había estado enviando mensajes de texto acerca de su amigo y, por el momento, todo iba bien. No había problemas, porque la chica humana, Katarina, tenía centrado a Baden.
«¿Tal y como me mantenía centrada Lazarus a mí?».
Tenía que saberlo. La desesperación se apoderó de ella, y la esperanza la provocó. Tenía la oportunidad de volver a sentir felicidad. Tenía que volver a sentir la felicidad. Y tenía un plan.
Según lo que le habían dicho, había conocido a Lazarus al ser succionada hasta otro reino. Así pues, era lógico pensar que volvería a encontrárselo si permitía ser succionada de nuevo a ese reino.
Para poder hacer aquel viaje, necesitaba tres artefactos y una pintura: la Capa de la Invisibilidad, la Vara Cortadora y la Jaula de la Coacción. El cuadro lo había pintado Danika, el Ojo Que Todo lo Ve, que podía ver en el cielo y en el infierno. Danika tenía la capacidad de darle vida a las cosas que veía, y esas imágenes servían como guía en los diferentes reinos. Sin la pintura adecuada, ella podía terminar muy alejada de Lazarus.
La buena noticia era que, cuando Keeley los había llevado a todos a aquella casa, había teletransportado también los artefactos y los cuadros.
¿La mala noticia? Que todo estaba a buen recaudo, y a ella no le habían dado ninguna llave.
Sus amigos la conocían, y habían adivinado cuál era su plan incluso antes de que ella misma lo hubiera pensado. «Voy a volver con él… volver con Lazarus».
Sintió un cosquilleo, como si tuviera cientos de mariposas revoloteando en el estómago.
«Conozco a Lazarus», le había dicho Strider. «Puede que haya sacrificado su vida por la mía, pero su motivación no era altruista. Es peligroso, es hijo de una criatura conocida por ser el progenitor de todos los monstruos».
¿Tenían importancia los motivos por los que Lazarus había salvado a Strider? Lo importante era que había salvado a su amigo. ¿Acaso eso era algo malo?
Y, en realidad, el sacrificio de Lazarus lo había dejado atrapado en otro reino y lo había convertido en un espíritu. Ella debía de haber tocado a aquel espíritu cuando había estado con él, porque, de otro modo, ¿cómo podía haberla hecho feliz?
«Quiero volver a tocarlo. Quiero que él me toque a mí».
Placer… Oh, cuánto lo anhelaba.
«No creo que estés entendiéndonos», le había dicho Kaia. «Lazarus es el consorte de una arpía, y ella irá por él, ¡y por ti!, si descubre que su espíritu está por ahí y que tú estás intentando pasártelo bien con él».
Para empezar, por lo que ella sabía, Lazarus nunca había considerado que la arpía fuera su compañera. Y, en segundo lugar, si había la más mínima posibilidad de que ella pudiera cambiar su vida a mejor, tenía que intentarlo. Eso significaba que iba a tener que cometer un robo aquella noche. Cuando tuviera los artefactos en su poder, debía despedirse de sus amigos.
En aquella ocasión, cuando entrara al reino, tal vez no volviera a salir.
Gillian sabía que había llegado al final del camino, al punto en el que iba a acabar su vida.
No podía dormir. Ni siquiera tenía fuerzas para moverse por la cama, y le dolía el cuerpo como si le hubieran clavado agujas en todos los órganos. Tenía los pies y las manos helados. Cada vez que conseguía tomar aire, oía un extraño estertor.
Puck le había dicho que le quedaban unas pocas semanas de vida, pero ni siquiera había sobrevivido una semana entera.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Se había pasado la mayor parte de la infancia asustada por su padrastro y sus hermanastros. Se había pasado los últimos tres años asustada por unos inmortales que nunca le habían hecho daño, que solo la habían protegido. Se había pasado aquel tiempo asustada de todo y de todos. ¡Tonta! Aquel miedo le había robado muchas cosas, y no podía echarle la culpa a nadie. Ella había elegido esconderse en su habitación en vez de salir con amigas del colegio y crear recuerdos felices.
William estaba fuera de sí de preocupación y tristeza. Aquella mañana se había paseado junto a su cama, gritándoles a los médicos. Incluso había vuelto a gritarle a su padre, pidiéndole que la convirtiera en inmortal.
«No puedo», había dicho Hades.
«Sí puedes».
«Está bien, sí puedo, pero no voy a hacerlo. La mataría, hijo».
«Se está muriendo de todos modos».
«Eso es cierto, pero yo no voy a ser el instrumento de su muerte. Nunca me lo perdonarías».
«Si muere, voy a destruir el mundo».
«Entonces, únete a ella».
«No puedo. Lo sabes».
«No es cierto. No quieres, y no deberías. Pero eso no tiene por qué ser el final para ella. Puedes capturar su espíritu cuando deje su cuerpo. Yo le daré un par de guirnaldas de serpentinas y…».
«¡No! No voy a permitir que la esclavices ni la corrompas».
«Te juro que nunca utilizaré sus servicios», le dijo Hades, en tono ofendido.
«No podrías evitarlo. La guerra con Lucifer se recrudece a medida que pasan los días. Los intervinientes están tomando partido. Los próximos meses van a ser malos y sangrientos. Los dos ejércitos van a sufrir muchas bajas, y no voy a permitir que ella presencie todo ese horror».
Cuando Hades le recordó a William que él era uno de los primeros objetivos de los asesinos y que ya habían intentado matarlo varias veces mientras recorría el mundo en busca de médicos, ella se había echado a llorar. Su muerte solo iba a servir para distraerlo y hacerle correr todavía más riesgos.
–Yo voy a encontrar la forma de salvarte –le dijo William, en aquel momento. Su voz estaba llena de agonía–. Solo tienes que darme un poco más de tiempo, preciosa. Aguanta por mí, ¿de acuerdo?
Bien. El primer asunto de su lista apareció de repente en su mente, claro como el agua: salvar a William de sí mismo.
Tenía que sobrevivir.
Hasta el momento, su mejor opción era casarse con Puck. William nunca iba a pedírselo y, si se lo pidiera, Puck le había dicho que cabía la posibilidad de que ella convirtiera a su marido en un ser mortal. Ella no podía arriesgarse a debilitar a William de tal modo, y menos cuando sus enemigos daban vueltas a su alrededor como una turba de tiburones.
Sin embargo, Puck se había mostrado dispuesto a correr aquel riesgo. Si todavía lo estaba, ella se casaría con él. Viviría, aunque lo convirtiera en mortal.
En cuanto al sexo… Si Puck se empeñaba, seguramente ella podría superarlo. Pero, tal vez, él no insistiera. Era el guardián de Indiferencia, y fácilmente podía irse con otra fémina.
Por otra parte, William sí querría mantener relaciones sexuales. Lo necesitaba. Era una criatura muy sexual y, si juraba que iba a serle fiel, nunca se iría con otra mujer a menos que ella le diera permiso…
Cosa que sí haría. Con todo su corazón.
Y no iba a llorar cuando él lo hiciera. De veras.
Sin embargo, en el fondo de su corazón, Gillian sospechaba que terminaría odiando a William si se iba con otras mujeres. Lo cual era absurdo, teniendo en cuenta cuál era su propia posición en aquel asunto. Pero, al final, los dos serían desgraciados.
Así pues, sí. Su marido tenía que ser Puck. Lo único que tenía que hacer era encontrarlo. O más bien, conseguir que él fuera allí, puesto que ella no podía levantarse de la cama.
Gimoteó. ¿Cómo iba a atraerlo? No podía levantar la cabeza… No podía pensar…
Empezó a perder la consciencia y, cada vez que la recuperaba, los silbidos de sus pulmones eran peores.
De repente, alguien levantó su cuerpo de la cama, y ella se sintió rodeada por un calor delicioso. La sujetaban unos brazos fuertes, y un corazón latía junto a su oreja. Se sintió confusa. ¿La estaba llevando William fuera? ¿Iba a llevarla a morir a la orilla del mar?
–¡Gillian! –rugió, pero su voz sonaba muy lejana.
Entonces, no estaba en sus brazos. Percibió el olor a humo de turba y a lavanda.
Sintió un dulce alivio. Puck había ido a buscarla.
–Lo siento, muchacha, pero he decidido que no voy a dejar que mueras. La última vez que te dejé, sentí algo. Creo que fue pesadumbre, pero quiero volver a experimentarlo.
¿Su mayor aspiración era sentir pesadumbre? Entonces, la vida de Puck era tan triste como la suya.
–Casarnos… –murmuró ella. Intentó ver dónde estaban, pero todo era borroso. Debía de estar caminando a toda velocidad–. ¿Qué tenemos… que hacer?
–Solo tienes que repetir unas palabras conmigo –dijo él, y torció una esquina–. Las palabras son: Te doy mi corazón, mi alma y mi cuerpo.
Puck esperó hasta que ella lo repitió todo con un hilo de voz, entre jadeos. Después, añadió:
–Ato mi vida a la tuya y, cuando tú mueras, yo moriré contigo.
El tono de su voz se había hecho más profundo, como si las palabras que acababa de pronunciar tuvieran más significado que cualquier cosa que hubiera dicho antes.
Ella entendió la magnitud de lo que estaba haciendo. No había vuelta atrás; una vez que se hubieran unido, él sería su marido. Serían una unidad, una familia y, aunque nunca mantuvieran relaciones sexuales, él tendría que ser lo primero. Puck, antes que William.
Sintió un ardor en los ojos. ¿Iba a hacerlo de verdad?
Tenía los pies y las manos más fríos a cada segundo que pasaba, y ni siquiera tenía fuerzas para estremecerse. Estaba muy cerca del final. Demasiado cerca. ¡Sí, iba a hacerlo!
De nuevo, repitió las palabras de Puck.
Él continuó.
–Esto es lo que digo, esto es lo que hago.
–Esto es lo que digo, esto es lo que hago.
Entonces, Puck se quedó callado, y ella se dio cuenta de que habían terminado. Espero a que ocurriera algo maravilloso, esperó notar fuerza y calor. ¡Algo! Sin embargo, no sintió nada.
–No ha servido de nada –susurró.
–No te preocupes, muchacha –le dijo Puck.
Por fin, dejó de correr. La depositó sobre algo suave y se irguió.
–Todavía no hemos terminado.
Le puso algo caliente en los labios, algo húmedo, y ella notó un sabor metálico en la lengua. Tuvo náuseas.
¿Era sangre?
–Traga –le ordenó él.
Ella negó con la cabeza.
–Claro que lo vas a hacer –dijo Puck.
Le sujetó la mandíbula y la nariz con una mano y, con la otra, mantuvo la copa sobre su boca. La sangre llegó, por fin, a su estómago. Vio que Puck levantaba uno de sus brazos, le hacía un corte en la muñeca y lamía la sangre.
–Sangre de mi sangre, aliento de mi aliento –dijo él–. Hasta el final de los tiempos. Repite.
–No.
–Entonces, vas a morir, y William y yo nos enfrentaremos por nada.
¡Arrg! No podía permitir que William tuviera que luchar en otra guerra. Repitió las palabras y, por fin, ocurrió algo. Empezó a sentir una avalancha de fuerza y calor. Se sintió como si se hubiera tragado el sol.
También tuvo una punzada de tristeza, porque nunca había experimentado nada tan magnífico, pero no estaba con William en aquel momento.
De repente, la oscuridad desapareció de su mente, y pudo ver. ¡La luz del sol! Un dormitorio abierto, lleno de aire fresco. Olía a lavanda, y ella estaba tendida en una gran cama. Del dosel colgaban cortinas blancas y vaporosas a las que mecía el viento.
«¡Estoy viva!», pensó. Se echó a reír y se incorporó. Puck estaba a su lado, observándola con una expresión neutral y, en un arrebato de agradecimiento, ella le rodeó el cuello con los brazos. La había salvado, pese al riesgo que corría al hacerlo. ¡Oh, no! ¡El riesgo! ¿Lo castigaría William?
No, no. Por supuesto que no. Puck la había salvado, y eso era lo que William, su amigo, quería.
Y, puesto que aquello era un matrimonio de conveniencia, Puck podía ir a vivir a la fortaleza. Ella podría volver a su casa con su marido. ¡No había cambiado nada!
Gilly intentó apartarse de él, pero él la abrazó con fuerza. ¡Demasiado sexual! Demasiado rápido. Se echó hacia atrás con el corazón acelerado, y él frunció el ceño.
–Lo siento –murmuró ella.
Puck no dijo nada, pero continuó mirándola. Tal vez fuera a causa del vínculo que les unía, pero… él le parecía más guapo, incluso, que antes. El color de su piel era más intenso, y le brillaba el pelo. Incluso las cuchillas que había en sus mechones brillaban, y resultaban hipnóticas. Tenía unos ojos deslumbrantes de pestañas largas, y su nariz afilada le daba a su rostro una fuerza increíble. Sus labios carnosos subrayaban aquella fuerza.
Él, vacilante, le metió el pelo detrás de la oreja. Sus dedos le dejaron un rastro de fuego en la piel, y ella se inclinó hacia su contacto.
–Eres exquisita –le dijo Puck.
Ella se ruborizó.
–Gracias. Y tú…
–Yo no lo soy –respondió él, en un tono un poco más duro–. Ya lo sé.
–No. No me atribuyas palabras que no…
–¡Gillian!
El grito de William retumbó por las paredes, y él entró un segundo más tarde, echando la puerta abajo. Tenía una daga en cada mano, y los ojos iluminados, rojos, con una mirada asesina.
Su pelo negro flotaba alrededor de su rostro, como si lo moviera un viento que ella no podía sentir. Por un momento, hubiera podido jurar que tenía rayos bajo la piel. Sin embargo, lo más asombroso de su transformación eran unas sombras que se alzaban por encima de sus hombros. ¿William tenía alas?
Él miró a Puck.
–Vas a morir, pero no antes de haberte pasado siglos pidiéndome clemencia. Ella es mía, y yo protejo lo que es mío.
–En realidad, es mía –dijo Puck, y se puso en pie lentamente, sin miedo. A Gillian se le resecó la boca–. Yo nunca le haría daño a mi chica.
Los rayos volvieron a estallar bajo la piel de William. Dio un paso hacia delante y alzó una daga, dispuesto a lanzarla.
Gillian se puso en pie de un salto y protegió a Puck.
–William, no puedes hacerle daño.
–Oh, preciosa. Claro que puedo.
–No lo entiendes. Me ha salvado. Es mi… marido –dijo ella, y las palabras le produjeron un sabor extraño en la lengua–. Si le haces daño a él, me haces daño a mí. ¿No es así?
Puck asintió.
William se quedó sin habla, con una expresión de horror.
–El vínculo –dijo–. Lo has aceptado.
Ella asintió, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Las cosas sí que iban a cambiar.
–No quería morir, y tú dijiste que no ibas a unirte a mí. Te oí.
Sin embargo, una vez que tenía la cabeza clara y no sentía dolor, no estaba segura de haber tomado la decisión más acertada.
Tal vez lo hubiera echado todo a perder.
Tal vez William nunca la perdonara. Y Puck… Tal vez Puck quisiera matar a Torin, su amigo. En medio de su dolor, ella se había olvidado de que Puck quería vengarse de Torin.
–No sabes lo que has hecho –dijo William, en voz baja–. Te está utilizando para algo.
–Lo sé –dijo ella. Se estaban utilizando el uno al otro.
–¿Lo sabes? ¿Sabes que le perteneces y que vuestros lazos no pueden romperse nunca?
–Lo siento –susurró ella.
Puck le puso la mano sobre un hombro, de manera posesiva, y ella tuvo la sensación de que estaba… bien. Sin embargo, también estaba mal. Hizo todo lo que pudo para disimular sus sentimientos contradictorios con respecto a los dos hombres.
William se posó una de las dagas sobre el corazón y dio un paso hacia delante. Por primera vez desde que se conocían, él había dejado de fingir, y ella vio su deseo, un deseo tan intenso, que tuvo ganas de arrojarse a sus brazos y sollozar.
–Puedo encerrarlo –dijo él–, tenerlo siempre a salvo y alejado de ti.
Ella iba a protestar, pero solo pudo emitir un gemido.
–Adelante, inténtalo –dijo Puck, y la agarró con más fuerza.
–Gillian, ¿quieres que lo encierre?
A ella se le cayeron las lágrimas. No podía pagarle a Puck su bondad con un acto tan cruel.
–No. Lo siento –dijo.
En un instante, la expresión de William se volvió pétrea, y a ella se le rompió el corazón. Él no dijo nada más. Se dio la vuelta y se marchó.
«¿Qué he hecho?».
Cayó sobre el colchón, llorando. Puck se sentó a su lado y le acarició el pelo.
–¿Lo quieres? –le preguntó, cuando ella se calmó.
–Sí. Es mi mejor amigo.
–Yo seré tu mejor amigo a partir de ahora.
Mientras su marido continuaba pasando los dedos entre los mechones de su pelo, ella se relajó, se calmó. No, no era calma lo que sentía, sino… ¿indiferencia? Dejó de importarle todo, y fue muy agradable. ¿Acaso su vínculo estaba en acción?
–¿Soy inmortal? –preguntó–. ¿O te he convertido a ti en un ser mortal?
–Ya te lo dije: yo soy la fuerza dominante.
Así pues, ella era inmortal. Iba a vivir durante toda la eternidad sabiendo que le había hecho el peor daño posible a William. Que había cambiado un infierno por otro.
–Ahora vamos a cimentar nuestro vínculo –dijo él, y se puso en pie para quitarse la camisa.
Ella negó violentamente con la cabeza.
–No. Nada de sexo. Nunca. Te doy permiso para que estés con otras. Con cuantas quieras. Pero conmigo, nunca.
Él volvió a fruncir el ceño.
–Somos marido y mujer.
–Lo sé, pero te dije que nunca experimento deseo, y es la verdad.
Él lo pensó un momento y asintió.
–Muy bien. Será como tú quieras.
Después, se dio la vuelta y se marchó por la misma puerta que William.
Ella comenzó a llorar de nuevo.