Capítulo 6

 

«Roba la caja, dijeron. Será divertido, dijeron».

Baden, compañero de Destrucción

 

Baden luchó contra el letargo. Destrucción vomitaba obscenidades en su cabeza. Era obvio que Katarina lo había drogado y se había escapado.

Por muy débil que fuera físicamente, tenía una gran fuerza mental. Había demostrado que era inteligente y astuta. Él la había subestimado. Era un error que no iba a volver a cometer.

Casi la admiraba en aquel momento. Casi.

«Hay que ocuparse de los enemigos rápidamente, sin piedad».

Destrucción no era tan fácil de impresionar.

Hacía unos minutos, la bestia se había enfurecido en la cabeza de Baden, porque la conversación sobre los padres le había hecho pensar en su madre, Jezebel. Una bruja que gobernaba una parte del inframundo antes que Hades. La malvada que le había vendido a uno de los antiguos reyes, quien, a su vez, lo había encerrado en la mazmorra muchos siglos antes.

Al recordar la calma que le había proporcionado la sirena con su voz, Baden le había ordenado a Katarina que cantara. Ella no era una sirena, pero, aun así, había provocado una reacción aún más fuerte. La bestia no se había calmado, tan solo, sino que había ronroneado de placidez.

Ella tenía poder sobre él. Otro motivo por el que tenía que morir.

Se abrió la puerta principal y se oyeron unos pasos. Eran demasiado pesados como para ser los de Katarina.

Hubo una pausa y, después, una risa suave que él reconoció. Pandora lo había encontrado.

Debía de haber pasado a Katarina a la zona de los ascensores. ¿Le habría hecho daño a la humana para llegar hasta él?

Baden se puso furioso, pero la bestia permaneció en silencio.

Pandora chasqueó la lengua.

–Vaya, parece que las féminas son tu kriptonita, amigo mío. Esta es la segunda vez que una te conduce a la muerte.

«¿Amenaza?», preguntó Destrucción. ¿Acaso no estaba seguro?

Baden intentó sobreponerse al letargo y, poco a poco, empezó a recuperarse.

–¿Te acuerdas de la sensación que te produjo el acero al cortarte el cuello? –le preguntó ella, tranquilamente–. Bueno, no te preocupes si no lo recuerdas. Estoy a punto de hacerlo yo.

Algo pesado cayó sobre la mesa de centro. Él abrió los párpados al oír el ruido de una cremallera abriéndose.

«¡Amenaza!», rugió Destrucción. «Hay que eliminarla».

–Cuando termine contigo –dijo Pandora, revolviendo dentro de una gran bolsa negra–, voy a matar a tus amigos. Y de un modo doloroso. Todos vosotros… No solo me quitasteis la caja, no solo me destrozasteis la vida, sino que me arrebatasteis la única oportunidad de… –se quedó callada y apretó los labios. Se le abrieron las ventanas de la nariz.

¿Su única oportunidad de qué? Durante todo el tiempo que llevaban juntos, nunca le había revelado secretos de su pasado.

Ella encajó diferentes partes de metal y montó una sierra mecánica a baterías. Sonrió al arrancar el motor.

Había ido a jugar.

A él lo consumió la rabia. Destrucción estaba golpeándose furiosamente contra su pecho, un pecho que se había expandido como el resto de su cuerpo. Sintió una fuerza sobrenatural, oscura y embriagadora, mayor que la que nunca hubiera experimentado, como si la bestia se estuviera apoderando de su cuerpo.

La bestia se estaba apoderando de su cuerpo.

Pandora frunció el ceño.

–¿Cómo has…? Bah, no importa. Me lo imagino. Las guirnaldas también me han hecho cosas raras a mí. Pero tu reacción llega un poco tarde –dijo, y levantó la sierra–. Esto es el adiós, Baden. Diría que ha sido agradable conocerte, pero nunca miento.

Él apretó los dientes.

–¿Y qué hay de la advertencia de Hades?

–Si matarte significa que yo tengo que morir también, bienvenido sea.

Caminó hacia él, pero Baden se puso por fin en acción y le dio una patada en la pierna para juntarle los tobillos. Ella cayó sobre el trasero y perdió el aliento, pero consiguió retener el control de la sierra mecánica, aunque las cuchillas cortaran el suelo de madera y lanzaran astillas en todas las direcciones.

Él le agarró un tobillo y se lo retorció con fuerza hasta que le rompió los huesos para paralizarla, al menos, momentáneamente.

Ella gritó y, entonces, giró la sierra hacia él, en dirección a su cuello. Él se agachó y, cuando tuvo la oportunidad, le dio un golpetazo en el dorso de la mano. Por fin, la sierra mecánica cayó al suelo y el motor se apagó.

Él se puso en pie mientras ella se agachaba, con el pelo en punta, como si acabara de meter los dedos en un enchufe. Tenía los colmillos prolongados más allá del labio inferior, y gruñía suavemente. Los colmillos eran nuevos; más grandes que los de un vampiro, pero más pequeños que los de un cambiaformas oso. Tenía líneas negras que salían de las bandas, como él, pero las suyas estaban mezcladas con las mariposas tatuadas que tenía en los brazos.

Al principio de su posesión, apareció una mariposa tatuada en el cuerpo de Baden y de sus compañeros. Las mariposas tenían la misma forma, pero diferentes ubicaciones y colores. Pandora, sin embargo, se había hecho los tatuajes, y cada uno de ellos representaba a uno de los demonios: Violencia, Muerte, Dolor, Duda, Ira, Mentiras, Secretos, Derrota, Promiscuidad, Desastre, Enfermedad, Celos, Falsas Esperanzas y Desconfianza. Había más demonios, pero ellos habían ido a parar a los inmortales que estaban prisioneros en el Tártaro. Una prisión para los peores criminales.

Pandora no tenía problemas con aquellos prisioneros, solo con la gente que le había robado la caja.

Obviamente, las mariposas eran una lista de objetivos a los que dar muerte.

«Es una amenaza».

«Sí, claro que sí».

–¿Dónde está la chica humana? –le preguntó.

–Está profundamente dormida en los ascensores, ¿por qué? ¿Tenías la esperanza de que ella viniera a rescatarte?

–La única que está en peligro hoy eres tú. Has cometido un grave error viniendo por mí. Deberías haber concentrado tus esfuerzos en ganar tu primer punto.

–Qué adorable –respondió ella, y sonrió aún más–. Yo ya he ganado el primer punto.

Él apretó los puños. ¿Iba perdiendo, y ella, ganando? ¡Inaceptable!

–Disfruta de tu primer puesto mientras puedas, skýla –le dijo, llamándola «zorra»–. No te va a durar mucho. Eres débil. Siempre lo has sido. Recuerdo que Haidee me mató, sí… pero también recuerdo lo fácil que fue robarte dimOuniak. Recuerdo que Maddox te atravesó el vientre con una espada en seis ocasiones distintas. Fuiste completamente incapaz de detenerlo. Ni siquiera pudiste…

Ella lo maldijo y se lanzó hacia su cabeza. Él le bloqueó el puño con la palma de la mano y ella le lanzó un golpe con el otro brazo hacia la garganta. Él se inclinó hacia atrás y evitó el impacto, y le agarró la otra muñeca. Con un solo movimiento, la hizo girar y le retorció el brazo a la espalda.

–¿Lo ves? Débil –le susurró al oído.

–Desgraciado.

Destrucción se echó a reír mientras Baden le rodeaba el cuello con un brazo para estrecharla contra sí. La presión que utilizó habría ahogado a cualquier otra persona.

–Gilipollas –dijo ella, aunque casi no podía respirar.

Baden notó un agudo dolor en el muslo y, al instante, la pierna se le quedó laxa. Soltó a Pandora y se tambaleó hacia atrás. Vio la empuñadura de una daga que debía de estar envenenada, clavada justo por encima de su rodilla.

–Te voy a arrancar los…

Se oyó un gemido de dolor desde el pasillo, y Baden se quedó en silencio.

Katarina se estaba despertando.

–Me pido la primera muerte –dijo Torin, con deleite, y se oyó el clic del martillo de un arma.

Sus amigos habían vuelto.

Pandora se quedó rígida. Baden tiró de la daga y se la sacó y, por segunda vez desde que había vuelto de entre los muertos, sangró. Sin embargo, como antes, la sangre era negra y espesa. Solo se le ocurría un motivo: la bestia, que estaba más viva para él a cada día que pasaba.

Baden arrojó el arma. Pandora se inclinó a la derecha, pero no lo suficientemente rápido, y el arma le hizo un corte en el hombro. Ella corrió hacia la ventana, saltó y… se arrojó al vacío. El cristal explotó, y el aire caliente entró como una bocanada en el salón.

Él se asomó a la ventana y la vio caer, caer, hasta que utilizó un cable replegable para detener la caída. Se balanceó hacia delante y entró por una ventana de la mitad del edificio.

Él quería perseguirla y cazarla, pero era más urgente proteger a Katarina, la clave para conseguir su punto.

William la tenía sobre el hombro.

–¿Dónde te la pongo?

Torin y Cameo estaban cada uno a un lado de él, con las armas preparadas para atacar. Baden quería hacerles la vida más fácil, pero no hacía más que añadir complicaciones.

–En el sofá –dijo.

–¿No hay nadie a quien matar? –preguntó Torin–. Siempre me pierdo la diversión.

William tiró a Katarina sobre el sofá. Cuando ella dejó de botar, Baden vio que tenía un golpe en la frente. Uno muy parecido a los que había tenido él en varias ocasiones. Pandora le había dado un cabezazo.

Frunció el ceño y empujó a William con el hombro. Ten más cuidado. Puede que tenga una conmoción.

–Ese no es exactamente mi problema, ¿no?

Cameo le dio un golpe con la culata de su pistola semiautomática. Mientras él maldecía y se frotaba la cabeza, ella dijo:

–De ahora en adelante, considéralo tu problema. Cualquier herida que sufra ella, ya me ocuparé yo de que la sufras tú también.

Baden y Torin se encogieron al unísono.

Él no tenía ni idea de cómo podía vivir Cameo con su demonio. Cada vez que experimentaba un momento de felicidad de los que podrían cambiar su vida a mejor, el demonio borraba el recuerdo para asegurarse de que ella permaneciera siempre envuelta en la oscuridad.

Sin luz, sin esperanza, no había deseo de vivir. Eso lo sabía por experiencia propia.

–Eres peor que mis hijos –murmuró William–. Lo sabes, ¿no, Cam?

William tenía tres hijos y una hija. Su hija había sido asesinada hacía varios meses, y sus hijos estaban en medio de una guerra con la familia de quien la había asesinado. Aquella familia no podría ganar esa guerra, porque William era el padre de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Cameo se encogió de hombros.

Torin se guardó el arma y mostró una bolsa.

–¿A alguien le apetece jugar al Monopoly? Tengo la edición M&M. Los perros callejeros que hay fuera del hotel han mordido la caja, pero creo que he rescatado la mayoría de las piezas.

¿Más perros callejeros?

Katarina gimió y se incorporó de golpe. Entre jadeos, miró a su alrededor por la habitación. Al ver a Baden, se arrastró hasta el otro extremo del sofá, como si pensara que iba a atacarla.

–La mujer –dijo.

Se le había soltado el pelo, y las largas ondas oscuras hacían de marco para su rostro. Al verla de ese modo, se le encogió el corazón. Era muy frágil, y los frágiles morían rápidamente, pero era muy bella.

Destrucción le dio un gruñido, pero no exigió que la matara.

–Es Pandora, la mujer de la que te hablé. Es mi enemiga –dijo él.

–¿Esa es la que te atacó? –preguntó Torin, y se rio–. Vaya. La chica tiene agallas, eso está claro.

Baden frunció el ceño, y le dijo a su amigo:

–Pandora quiere matarme, sacarme del juego, antes de ir por todos vosotros.

William asintió.

–No es mala estrategia.

–Y –añadió Baden– ya ha ganado un punto.

–¿Un punto? –preguntó Katarina–. ¿A qué juego estás jugando con ella?

Él la miró con una expresión hostil. Cualquier otro humano se habría acobardado, pero ella alzó la barbilla sin echarse atrás. Valiente, pero tonta. Otra debilidad.

–Un juego oscuro y peligroso. Al final, el que tenga más puntos vive y el otro muere. Como podrías morir tú, muy pronto. Me has drogado.

Ella se estremeció.

–Si querías una prisionera pasiva, deberías haber elegido a otra.

Él le había dicho lo mismo a Hades.

«Yo no soy como el rey. Tengo límites».

Sí, era muy fácil decirlo…

–¿La humana te ha drogado? –preguntó Torin, con otra carcajada–. ¿No te da vergüenza? Yo me avergüenzo de ti.

–Como si tú pudieras hablar –le dijo William–. Tu novia te ha zurrado la badana en muchas ocasiones.

–Porque yo era muy travieso. Originé varias epidemias mundiales, y necesitaba que me dieran una lección.

–¿Epidemias? –preguntó Katarina.

William le guiñó un ojo.

–No te preocupes, preciosa. Si te toca con su piel, te pondrás muy enferma… pero siempre podrás curarte chupándole la…

Baden le dio un puñetazo en la boca y lo silenció.

–Ya sabe bastante de nuestro mundo, y yo tengo cosas que hacer –dijo, con una sensación de urgencia. Todavía tenía que ganar el punto–. Voy a llevarla con su novio. Dame tus guantes –le dijo a Torin.

Necesitaba unas barreras que impidieran el contacto piel con piel con Katarina. Las pocas veces que se habían tocado, el calor de su piel le había seducido y le había hecho sentir agonía.

Su amigo entendía su aflicción mejor que los demás, y se quitó la protección de cuero sin objeciones.

Baden se puso los guantes y le tendió una mano a Katarina.

–Ven.

Ella se puso en pie rápidamente y le dio la mano.

–Qué ansiosa estás de volver al infierno –comentó Baden. Sentía algo oscuro… No, no podían ser celos. ¡Imposible!

«Ella solo es un medio para lograr un fin, nada más».

–Tengo mis motivos –respondió Katarina.

–Claro que los tienes. Dinero, poder y seguridad.

Baden la estrechó contra sí y le rodeó la cintura con un brazo. Ella jadeó, y él se preguntó qué clase de sonidos emitiría cuando se rindiera a un hombre y fuera consumida por un placer incomparable.

Destrucción se paseaba por su mente cada vez más inquieto. Ella miró hacia arriba y lo observó a través de sus espesas pestañas… y Baden y la bestia perdieron la concentración. Ella olía suavemente a vainilla. Deliciosa. Comestible.

–Esto es un poco embarazoso, ¿no? –preguntó William, dando al traste con la sensualidad del momento.

–Pues sí –dijo Torin.

Katarina enrojeció.

Cameo les hizo un favor a todos, y se limitó a encogerse de hombros.

Baden los fulminó a todos con la mirada.

–Reparad las ventanas y las puertas, y esperadme en la fortaleza de Budapest. Volveré en cuanto pueda.

Torin se puso serio.

–¿Vas a ir a ver tú solo a Aleksander? No creo que sea inteligente, amigo mío. Estará armado, y tendrá guardias, seguro.

–No voy a correr peligro.

William le tomó del hombro.

–Tus motivos para no ir a Budapest son muy válidos. No lo olvides. Y, si decides mudarte, mantente alejado de Fox. Es mala para tu salud, y todo eso.

¿Quién era Fox? ¿Y por qué iba a encontrarse él con una tal Fox?

Al agarrar con más fuerza a Katarina contra sí, Baden notó una punzada en el pecho y un dolor entre las ingles. Ignoró ambas cosas. «No puedo desearla. No voy a desearla». Una seductora que utilizaba a los hombres acabaría por traicionarlo.

–A no ser que vayas a llevarme en brazos –le dijo ella–, ya puedes soltarme. Quiero caminar.

–No, no voy a llevarte en brazos, ni tampoco vas a caminar. Y tú no eres la que me da órdenes a mí. Yo mando, por tu seguridad, no porque me guste.

–Seguro que esa es la excusa que utilizan todos los hombres autoritarios –replicó ella, y lo empujó por el pecho, aunque sin resultado alguno. Con cara de enfado, dijo–: No sé cómo vamos a viajar sin movernos.

–No necesitas saber nada. Cierra los ojos.

Ella negó con la cabeza.

Nie.

–He dicho que… –le dijo Baden. Sin embargo, se interrumpió. No importaba. Aquella mujer terca tendría que asumir las consecuencias. Reyes y Gideon siempre vomitaban después de que los teletransportaran. Paris se desmayaba–. Entonces, mantén los ojos abiertos.

–¿Psicología inversa? Buen intento –dijo ella–. Nunca me he puesto en un lugar vulnerable por voluntad propia.

Sin embargo, eso era lo que había hecho, exactamente, al casarse con Aleksander. Tal vez en su situación hubiera más matices, tal y como ella había dicho. Aunque eso no tenía importancia, porque dentro de muy poco tiempo, él ya no estaría en su vida.

Algo que le satisfacía enormemente.

Pensó en Aleksander y, al momento siguiente, estaban en un búnker subterráneo lujosamente amueblado, con alfombras, un escritorio de caoba, una cama de matrimonio y un baño privado.

Había una gran puerta de metal junto a la puerta, pero estaba cerrada desde el interior.

Katarina soltó un jadeo.

–Cómo… Cómo hemos… No es posible.

Aleksander estaba sentado en el escritorio; era el único ocupante de la habitación, y estaba mirando unas fotografías. Al oír la voz de su esposa, se puso de pie de un salto, arrastrando la silla hacia atrás. Palideció. Sacó una pistola y apuntó a Baden.

–¿Cómo has entrado aquí? –preguntó.

¿No le preocupaba el bienestar de su mujer? Vaya idiota.

Baden soltó a Katarina y se colocó delante de ella para protegerla. Destrucción se puso furioso por aquella acción, pero dirigió su furia hacia Aleksander.

«Mátalo. Mátalo ahora».

«Pronto».

–Sí-sí –tartamudeó Katarina–. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Baden sonrió a Aleksander, pero habló para Katarina.

–Ya te lo he dicho, nevesta. Soy inmortal.