Capítulo 25

 

«Adelante, cómete tu peso en helado. Le darás más de ti que adorar».

Haidee, antigua guardiana de Odio

 

Galen, el chruno, se negó a llevar a Katarina y a los perros a Bratislava, donde ella podía encontrar un lugar para vivir y empezar de nuevo. En vez de eso, la llevó con el resto de los inmortales y sus familias, directamente junto a Keeley y Kaia. Según Galen, Keeley tenía unos poderes tan horripilantes y sus enemigos la temían tanto, que no pronunciaban su nombre más que en susurros, y Kaia podía comerse a un ejército entero sin demasiado esfuerzo. Baden no le había dado aquellos detalles durante las presentaciones.

Aquel era otro ejemplo del motivo por el que ella necesitaba un libro para saber quién era quién para quién en aquel mundo.

Aunque Baden ya no podía proporcionárselo.

Notó un ardor en los ojos y, temblando, se dio unos golpecitos en las mejillas. Todavía las tenía secas. Bien, eso era bueno. No iba a llorar por él. Sus padres y Peter sí se merecían sus lágrimas, y sus perros, también. Baden no se las merecía.

–Aquí la tenéis. Ahora es problema vuestro. Protegedla si queréis. Yo ya he cumplido mi parte –anunció Galen, y se esfumó sin decir una palabra más.

Keeley la miró con confusión.

–¿Quién eres tú?

¿Estaba de broma?

–Me conoces. Hace una semana estuvimos juntas.

Keeley negó con la cabeza.

–No, no. Me acordaría. Espera… –comenzó a frotarse las sienes, y dijo–. Ya me estoy acordando. Eres la chica de Baden… Katrina. Te llevó a un sitio seguro después del ataque a nuestra casa.

Ella sintió una punzada de dolor en el corazón, y los ojos volvieron a arderle.

–Era la chica de Baden –dijo, y señaló a un lugar apartado en un rincón. Llevó allí a los perros, que se tumbaron en el suelo–. Hemos decidido dejarlo, porque él es un imbécil. Y me llamo Katarina.

–Katrina es mejor –replicó Kaia–. Tiene menos sílabas.

Katarina le dedicó una sonrisa falsa.

–Entonces, te llamaré Kiki. Es más bonito.

Miró a su alrededor. La decoración parecía sacada de una película pornográfica. El ambiente era oscuro, íntimo y sugerente, y las paredes y el techo estaban forrados de espejos.

–¿Qué es este lugar?

–Un club para inmortales –respondió Keeley–. Se llama Downfall.

Apropiado. Según el horario que se mostraba en una de las paredes, no debería estar abierto en aquel momento. Claro, por eso no había ningún cliente.

–¿Y por qué estáis aquí, si está cerrado?

–Para resumir, yo estaba inspeccionando la seguridad del club, para comprobar si es posible colarse. Y sí lo es –dijo Kaia. Se metió detrás de la barra y preparó un cóctel–. Pero hay un pequeño problema: no les he dicho a los dueños que iba a hacerles este favor. Toma. Bebe.

–Para ser sincera –dijo Katarina–, no distingo una copa buena de una mala.

–Entonces, probablemente serás la otra persona en todo el mundo que puede apreciar mi enorme talento.

Bien.

Katarina apuró la copa y notó un ardor en el estómago. La habitación dio vueltas a su alrededor durante un momento.

Kaia alzó un puño en señal del triunfo.

–¡Bien hecho! Ahora, bébete otra –le dijo, y deslizó otro vaso por la barra, en dirección a Katarina–. Te vendrá bien para quitarte de la cabeza los problemas.

–Si me detienen por robar alcohol…

–Bah, no. Lo peor que nos puede hacer Thane es clavarnos en el césped del jardín delantero. Es uno de los tres propietarios, y la crucifixión es una de sus especialidades –dijo Kaia, y se echó la espesa melena pelirroja hacia atrás, por la espalda–. Pero primero tendría que atraparnos, y eso no va a suceder.

Keeley asintió con entusiasmo.

–Es cierto. Yo puedo teletransportarme, y ella puede volar como el viento. Además, tú te quedarías atrás, y él se concentraría en ti. A nosotras nos olvidaría.

Qué reconfortante.

–Vuestra inmortalidad no es justa –dijo Katarina.

Keeley se dio unos golpecitos en la barbilla.

–Tiene que haber alguna manera de que tú también lo seas.

–Baden dijo lo mismo.

–Y tiene razón. Hades puede hacerlo, y yo soy más fuerte y mejor que él. Estoy casi segura de que le hice algo a Gilly…

Un momento.

–¿La chica que se puso enferma y tuvo que casarse con un sátiro para sobrevivir?

–Se supone que no debemos hablar de eso, Keys –dijo Kaia.

–¿Alguien se ha puesto enfermo? ¿Por qué soy siempre la última en enterarme de las cosas? –preguntó Keeley, y apuró su copa. Después, le hizo un gesto a Katarina para que la imitara.

Ella obedeció y, en aquella ocasión, el calor que sintió fue agradable y no doloroso. Le produjo fuegos artificiales en la cabeza.

–No quiero tener que casarme con un monstruo.

«Ni con una bestia».

–¡Ah! Ahora me acuerdo –dijo Keeley, con un mohín–. ¿Cómo iba a saber yo que ayudar a Gilly a transformarse en inmortal iba a hacerle daño?

Kaia alzó los brazos al aire.

–Tal vez, porque justo antes de echarle a escondidas el elixir a la copa, me dijiste: «Kaia, puede que esto le haga daño a Gilly» –dijo, y sirvió otra ronda de bebidas–. Consideraste que merecía la pena intentarlo para conseguir la felicidad eterna para William, arriesgándote a ganarte su odio.

Keeley se encogió de hombros.

–Algunas veces se gana, otras se pierde.

Katarina miró su copa con espanto.

–¿Me has echado elixir a mí también?

–¡No! O, seguramente, no. Estoy casi convencida de que he aprendido la lección. Solo el tiempo lo dirá.

Kaia movió el dedo índice delante de la cara de Katarina.

–Lo que se confiesa en el Downfall se queda en el Downfall.

–Entendido. Confiad en mí –dijo ella. De lo contrario, era posible que William asesinara a aquellas dos mujeres por lo que habían hecho–. Por si no me he expresado con claridad, lo repetiré: no quiero ser inmortal, por muchas ventajas que tenga esa transformación.

Keeley se bebió media botella de ambrosía que había tomado de la barra, y se limpió los labios con el dorso de la mano.

–Baden te ha fastidiado bien, ¿eh?

–Me ordenó que le obedeciera en todo. Lo que yo pensara no tenía importancia.

–Bueno, pues yo diría que has hecho lo correcto –dijo Kaia, asintiendo–. Yo también prefiero ser libre.

Katarina apuró su vaso. Si le habían echado elixir, no le importaba. Ya se las arreglaría. Además, seguir bebiendo era una idea excelente. ¡La mejor! ¡Tenía el cerebro como una luz estroboscópica!

Keeley le dio un golpecito en un hombro, y casi la tiró al suelo.

–¡Todos nuestros nombres empiezan por ka! ¿Es una casualidad, o formamos parte de un club secreto y no lo sabíamos?

–Club secreto –dijo Kaia, dando palmaditas.

Entonces, las chicas empezaron a discutir sobre cuál sería el mejor nombre para su club, pero no se pusieron de acuerdo y terminaron peleándose brutalmente, hasta que se hicieron sangre. Entonces, Keeley decidió que Katarina estaría increíble con un tatuaje que le sirviera de marca protectora. Algo para protegerse temporalmente de un embarazo.

–Algún día me lo agradecerás, hazme caso.

–Pero… ¿Baden puede…? Bah, no importa.

Ella ya no estaba con Baden. Ya no eran novios. Nunca volverían a acostarse. Algún día, habría un hombre nuevo en su vida. Una nueva historia.

–Sí, quiero esa marca.

Entonces, le hicieron un tatuaje en la nuca. Era un símbolo negro que quedaba escondido bajo su melena ondulada. Ella no estaba muy segura de cómo iba a impedir que se quedara embarazada, pero ¿qué importaba? Al menos, el dolor que le causó la sesión de tatuaje la distrajo de sus problemas.

–Cuando quieras tener unos cuantos críos –dijo Keeley–, rellenaremos la marca. ¡Ah! Puedo hacerte una marca de seguridad, y una marca de ubicación, y ¡oh! ¡Oh! –exclamó, dando saltitos–. Ya sé. Una marca que impedirá que cualquiera utilice sus poderes contra ti.

–No –dijo ella, que no quería tener más marcas hasta que supiera más de ellas–. Estoy bien.

–Espero que no te importe –dijo Kaia–, pero he invitado a mi hermana mayor, Taliyah, a que viniera con nosotras. Creo que la oigo llegar por el patio. Entrará en cualquier momento…

La puerta principal se abrió de golpe, y una mujer rubia y esbelta entró en el club con dos hombres enormes que tenían alas blancas y doradas. Eran lo más bello que Katarina hubiera visto en su vida.

A los perros les pareció otra cosa. Se despertaron y se pusieron en guardia delante de ella.

–Vaya –dijo Kaia–. Me dijiste que ibas a venir sola.

Taliyah señaló a los hombres con los dedos pulgares.

–Estos idiotas venían a estropear la fiesta. O los mataba, o los invitaba –dijo, y su mirada azul se clavó en Katarina–. Excelente. La mujer a la que andaba buscando. Le debo una pequeña venganza a Baden, y tú vas a ayudarme.

–Eh –dijo Kaia, dando un golpe en el suelo con el pie–. No puedes matar a mi nueva amiga.

–No seas tonta. Claro que puedo, pero eso no tendría gracia. Es una humana insignificante.

Los perros gruñeron.

Katarina gruñó. Su rabia salió a borbotones de un caldero de dolor. ¡Ya estaba bien! Ella no era insignificante, ni débil, y estaba cansada de que la consideraran así.

Taliyah se detuvo. Kaia y Keeley la miraron con cautela.

–¡Yo no soy insignificante!

Lanzó aquellas palabras como si fueran cuchillos. Le ardían las encías y las puntas de los dedos. Se miró y descubrió que le habían crecido las uñas. Eran mucho más gruesas y afiladas que antes. Eran garras. ¡Garras! Se pasó la lengua por los dientes, y comprobó que tenía colmillos.

Sintió un enorme asombro, pero no fue suficiente para calmarse.

–Que alguien llame a Baden –dijo Kaia–. Enseguida.

–¡No! –rugió Katarina–. La primera persona que intente salir será la primera persona que muera.

Keeley abrió unos ojos como platos.

–Eh… yo diría que Katarina no es exactamente humana. Los perros del infierno le han hecho algo. Pero ¿cómo? Los perros del infierno se extinguieron. Hades los mató.

Hades. Siempre tenía que ser cosa de Hades.

–¿Tú sabías que los cachorros son perros del infierno? –le preguntó a Keeley.

–Keys, no estás ayudando demasiado –le dijo Kaia.

–¡Ah, ahora me acuerdo! Supe que eran perros del infierno desde el primer momento –respondió Keeley, encogiéndose de hombros–. Yo no estaba con Hades cuando él empezó su guerra particular contra las manadas, pero sí estaba con él antes de que terminara. Escondí a todos los perros que pude. Las mascotas son adorables. Y sabía que, algún día, Hades me lo iba a agradecer.

Katarina gruñó. ¡Y Baden pensaba que ella debería darle las gracias a él por su actitud dominante! ¡Qué equivocado estaba!

En un abrir y cerrar de ojos, las hermanas arpías estaban colgadas del techo, en la parte más alejada del local. Los idiotas con alas sacaron unas espadas de fuego de la nada.

–Somos las mejores amigas del mundo, ¿no te acuerdas, Katarina? –le preguntó Kaia, desde lejos–. Me quieres.

–Katrina –corrigió Keeley–. Me acuerdo de lo mucho que detesta que la llamen con el nombre equivocado. Y tal vez yo debería traer a Baden, pese a las protestas de Katrina. Bueno, un momento… si ella lo matara, Torin se disgustaría. Bueno, mejor no lo traigo.

Katarina la señaló con una de sus garras.

–No hagas nada en contra de mis deseos.

–Tenemos que hacer algo –dijo uno de los hombres con alas–. Sin herirla. Los perros del infierno no siempre fueron malos. Antes, rescataban y salvaban almas del inframundo.

Parecía que aquellos dos hombres tenían unos treinta y cinco años. Uno era blanco y estaba cubierto de cicatrices de la cabeza a los pies, y tenía los ojos de color carmesí. El otro era de color bronce y tenía los ojos como el arcoíris. Ambos eran tan bellos como sus alas, de una manera sobrenatural.

–Qué podemos hacer… –murmuró Keeley y, de pronto, se puso muy contenta–. ¡Ya sé! Le puse una marca para evitar los embarazos… y una marca que sirve de interruptor. Podemos apagarla cuando queramos. Como soy tan asombrosa, siempre pienso con antelación. ¡Tres vivas por mí!

–¿Cómo? ¡Me has engañado! –exclamó Katarina. Y se lo iba a pagar muy caro.

–Bueno –dijo Taliyah–, pues apágala ya.

Katarina extendió un brazo con intención de cortarle el cuello a Keeley con una de sus garras.

Keeley sonrió.

–Duerme –le dijo.

Un segundo antes de que hubiera contacto, Katarina y los dos perros quedaron inconscientes.

 

 

Había un grupo tocando en directo, y el club estaba lleno de inmortales. Katarina estaba sentada en una mesa apartada, y los perros estaban tumbados a sus pies, lamiéndole los tobillos de vez en cuando para que ella supiera que permanecían en guardia.

Se había despertado de su repentina siesta hacía una hora. Estaba con los perros en un lujoso despacho, tendida en un sofá de cuero. Había recordado todo lo sucedido en el bar y había ido a buscar a Keeley, porque le agradecía que hubiera tomado medidas preventivas. Estaba un poco enfadada, pero también quería disculparse. Por un momento había querido matar a la otra chica. Matarla de verdad.

De haberlo hecho, nunca habría podido perdonárselo.

¿Era aquella la misma lucha en la que Baden se veía inmerso cada día?

Había descubierto que todavía estaba en el Downfall y que, aunque Keeley ya se había marchado, Kaia, Taliyah, Bjorn y Xerxes, que eran los guerreros con alas y que estaban al mando de los ángeles, todavía estaban allí, preparando el club para la hora de la apertura.

–No te preocupes por la Reina Roja –le dijo Bjorn–. Ya se ha olvidado de ti.

–Siéntate y relájate –le dijo Xerxes, mientras la acompañaba a la mesa–. Disfruta de la música.

–¿No te preocupa que sus perros se coman a los parroquianos? –inquirió Kaia–. ¡Son perros del infierno! ¿Sabes cuántos de mi raza murieron a causa de esas cosas?

¿Iban a odiarla, iban a aislarla?

–Puedo irme.

Taliyah le dio un golpecito en el hombro.

–No seas tonta. Estoy pensando en volverme lesbiana por ti. Merece la pena conocerte. Y, siempre y cuando te guardemos el secreto, nadie irá por ti y por tus perros.

En aquel momento, Katarina estaba mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos. Aquella gente, los inmortales, salían de juerga como las estrellas de rock. Bailaban con frenesí, toqueteándose y girando los cuerpos. Algunas de las criaturas tenían alas, pero todas ellas eran distintas y comunes a cada raza. Algunas alas tenían plumas, y otras eran de membranas y hueso. ¡Y qué colores! Iban desde el blanco níveo al negro absoluto. Seguramente, el arcoíris estaba llorando de envidia.

Algunos de los inmortales tenían cuernos, y no solo en la cabeza. Otros tenían serpientes en vez de pelo. Serpientes vivas. Por un instinto que ella no poseía antes de tener a los perros, supo que no debía mirar a aquellas serpientes a los ojos. Algunos de los inmortales tenían pelaje, en vez de piel. Era como si todos los cuentos de hadas que había leído de pequeña se hubieran convertido en realidad. Criaturas míticas que podían ser producto de su imaginación pasaban a su lado como si nada.

Y lo más asombroso era que su sitio estaba entre ellos. Tal vez no se hubiera transformado en un perro del infierno, y tal vez no se hubiera librado de envejecer, pero era demasiado peligrosa como para estar con otros seres humanos, porque su temperamento se había alterado un poco. Si alguna vez perdía el control y usaba aquellos dientes y garras afilados como cuchillos…

Era lo suficientemente fuerte para Baden, físicamente, y en todos los demás sentidos. Aunque él no iba a saberlo nunca. ¡El muy desgraciado! Pero…

La verdad era que ya lo echaba de menos, y seguía deseándolo. ¿Estaría él pensando en ella y arrepintiéndose de sus órdenes?

Tuvo que respirar profundamente para calmarse. Se puso a observar con más atención el mundo que la rodeaba. No parecía que los inmortales tuvieran miedo a pelearse. De hecho, durante el tiempo que ella llevaba allí, se habían producido tres peleas. En la peor de ellas, el tipo más grande que hubiera visto en su vida había puesto paz tan solo con una mirada.

Baden podría vencerlo, pensó con orgullo.

«Ay. Tengo que dejar de pensar en él».

Un vampiro se acercó a su mesa y se relamió. Tenía los colmillos de un blanco brillante.

–Hola, guapa. ¿Te apetece un poco de marcha?

Ella se puso en alerta.

–No me interesa.

Bjorn y Xerxes salieron de la nada y alejaron al vampiro de su mesa. Qué amables, pensó ella, y les sonrió cuando volvieron a su lado.

–Eres una nueva participante en esta guerra, y estás de nuestro lado –le dijo Bjorn–. No vamos a permitir que te ocurra nada mientras estés aquí.

–Pero… yo no participo en nada. Solo soy…

En aquel momento, Taliyah apareció y les dijo que posaran. Sacó unas cuantas docenas de fotografías de grupo con el teléfono móvil y le guiñó un ojo a Katarina.

–Gracias. Creo que con esto valdrá –dijo. Después, se alejó tan rápidamente como había aparecido.

Xerxes suspiró.

–Esta chica va a causar problemas.

–Como todas –respondió Bjorn.

Katarina, de repente, creyó ver a Baden en la pista de baile.

Su primer pensamiento fue: «¡Ha venido a disculparse!».

Entonces, con el corazón acelerado, se puso en pie.

–Disculpadme, por favor –les dijo a los Enviados, y después miró a los perros–: Quedaos aquí.

Atravesó el local, abriéndose paso entre la gente, pero Baden no estaba donde lo había visto.

Con una gran decepción, se giró, buscándolo con la mirada. ¡Allí! Al fondo, junto a una puerta cerrada. Corrió hacia él, pero, al llegar, tampoco estaba junto a la puerta. ¿Dentro de la habitación? Entró y se encontró en un despacho distinto al que había visto antes.

–¿Hola?

No hubo respuesta.

El despacho estaba amueblado con un escritorio y dos butacas, y había una pared cubierta con un panel de monitores de seguridad en los que se veían las distintas partes del club. Cuando ella avanzó un par de pasos más, una ráfaga de viento cerró de golpe la puerta, y a Katarina se le escapó un jadeo.

Apareció un hombre musculoso, alto y delgado, de pelo oscuro. No, oscuro no, claro… no, oscuro… no pelirrojo… no claro de nuevo… Llevaba un traje elegante, y era atractivo y sofisticado. Sin embargo, ella sintió desagrado.

–Hola, Katarina –dijo el hombre. Tenía una voz seductora–. Me alegro de conocerte en persona, por fin.

–¿Quién eres? –preguntó ella. Entonces, por cómo había cambiado de color de pelo, Katarina se dio cuenta de que se había hecho pasar por Baden y la había atraído hacia allí a propósito. ¿Para qué?

–Soy el hombre que quiere ayudarte.

–¿Por qué?

–Tal vez me he expresado mal. Podemos ayudarnos el uno al otro –respondió él. Se sentó en la butaca que había detrás del escritorio y añadió–: Tal vez me conozcas por el nombre de Lucifer.

El enemigo de Hades. El enemigo de Baden. El demonio del que había oído hablar en la capilla.

–Por favor, siéntate –dijo él, y señaló la otra butaca con un gesto elegante de la mano–. He venido a negociar contigo, no a hacerte daño.

Cualquier trato que aquel hombre pudiera ofrecerle solo le iba a beneficiar a él, y no a ella, por muy increíble que pareciera.

El engaño era su especialidad.

–No –le dijo, negando también con la cabeza–. No me interesa lo que tengas que ofrecerme.

Él sonrió como si supiera algo secreto que ella desconocía.

–Te aseguro que lo que se dice de mí son exageraciones. ¿Acaso no te interesa salvar a tu hombre de la muerte?

Como respuesta, ella se volvió hacia la puerta y giró el pomo para salir. Por supuesto, en aquella ocasión estaba cerrada.

–Tal vez cambies de opinión con esto –dijo él.

Volvió a mover la mano, y sobre la mesa apareció el cadáver de un hombre recién asesinado. La sangre estaba húmeda todavía.

Lucifer estiró uno de sus meñiques, y de él surgió una uña larga y afilada. La clavó en un ojo del muerto, se lo sacó de la cuenca, se lo metió en la boca y masticó.

Katarina contuvo las náuseas. Sabía que le iban a producir satisfacción.

Él sonrió.

–El centro pegajoso es lo que más me gusta. ¿Quieres probarlo?

Ella ignoró el ofrecimiento, y dijo:

–Si pudieras ver el mundo a través de la mirada de tus víctimas…

–Oh, puedo. Claro que puedo. Y me deleito a cada segundo.

«Es peor de lo que yo esperaba».

–No voy a negociar contigo –le dijo. ¿Cómo podía luchar contra un mentiroso? Con la verdad. Era hora de golpearle en el punto más doloroso–. ¿Por qué iba a hacerlo? Eres débil. No has podido vencer al rey de los ángeles y te echaron de los cielos. Ni siquiera puedes derrotar a Hades, o ya lo habrías hecho.

A él le salió humo de la nariz mientras se ponía en pie de golpe.

–Harías bien en temerme, bonita.

–El miedo es tu forma de entrar, la puerta por la que te cuelas. Yo prefiero permanecer en calma.

Él rodeó el escritorio. En su cuerpo había una tensión asesina.

–Quiero ayudar a tu hombre. Sus amigos y él están luchando contra la oscuridad, cuando deberían entregarse a ella. Entonces conocerán la verdadera libertad y la verdadera fuerza.

–¿Qué sabes tú de la libertad? Tú, que eres preso de tu orgullo y que solo quieres esclavizar a los demás.

«Biscuit, Gravy, ¡venid!».

–Yo meteré en vereda a Baden. Se lo debo –respondió él–. Tal vez comience entregándote a un ejército para que los soldados sacien sus necesidades más básicas contigo. Estoy seguro de que el guerrero quedará consternado, y…

Los perros atravesaron la puerta y las astillas de madera salieron disparadas en todas direcciones. Se detuvieron uno a cada lado de ella, gruñendo y emitiendo unos extraños sonidos, como un zumbido. Ella los miró, rogando que sus cachorros estuvieran bien.

Se tambaleó hacia atrás al ver que sus dientes… sus dientes se movían. Tenían dos filas de dientes arriba y dos filas abajo, y ambas filas giraban como si fueran las cadenas de una sierra mecánica.

Lucifer miró a los perros y después a Katarina. Entrecerró los ojos calculadoramente.

–Yo recopilo información, y he oído ciertas cosas. Si quieres que Baden cumpla tu voluntad, puedo arreglarlo. También puedo hacerte inmortal.

Ella no quería que Baden cumpliera su voluntad. Sería una hipócrita. Sin embargo, el hecho de convertirse en inmortal… «Cuando dije que no me interesaba, me estaba engañando a mí misma, dejando que mis miedos me guiaran».

Miedos que Lucifer debía de haber percibido.

Porque, si ella hubiera accedido a intentarlo, pero Baden no hubiera encontrado la forma de conseguirlo, ella habría tenido que vivir con una inmensa decepción, y él habría tenido que vivir con el fracaso.

–¿Qué responde, señorita Joelle? –preguntó Lucifer, con una lenta sonrisa–. ¿Negociamos?