Capítulo 22
«¿Juego de tronos? No, juego de préstamos. Voy a prestarle mi pie a tu trasero».
Taliyah, la Cruel
Katarina posó la cabeza en el hombro de Baden y le acarició el pecho mientras pensaba en lo que había ocurrido durante las últimas horas. Primero, él había recibido un mensaje de texto de Torin y, al leerlo, había empezado a soltar juramentos.
William está frenético. Gilly está mejor, pero se ha casado con Puck. Y, posiblemente, se ha convertido en inmortal, así que la rabia de William va a durar siempre.
Baden le dijo a Katarina que el vínculo del matrimonio había convertido a la chica en inmortal y que había unido sus futuros. Después, le había hecho el amor con dulzura. Después, la había abrazado y se habían susurrado secretos a oscuras.
Ella le había dicho que, cuando tenía cinco años, su padre la había convencido de que podía hacer magia y cambiar la luz de los semáforos. Si les lanzaba un beso a las luces, el rojo cambiaría a verde. Todavía hoy les soplaba besos a los semáforos cada vez que conducía.
Baden le contó que, hacía muchos siglos, le había permitido a Paris que le rompiera el brazo con una maza, porque Paris le había jurado que a las mujeres les encantaba besar una herida y curarla. Sin embargo, el beso que había recibido no le había curado la herida, y él le había roto a Paris los dos brazos.
–¿Y no lo mataste? –le preguntó Katarina–. Oh, Baden, ¡qué orgullosa estoy de ti!
–Por contenerme, me gané el apodo que tenía: el Caballero del monte Olimpo.
Ella se echó a reír, y él le hizo cosquillas. Ella pidió que parara, aunque tenía la esperanza de que siguiera. Cuánto había echado de menos aquello durante toda la vida: juegos infantiles, diversión inocente… conexión con alguien, pensó Baden.
Hicieron el amor otra vez, y él se quedó dormido con una sonrisa, y con una sola palabra en los labios: matrimonio.
¿Estaba pensando en convertirla en inmortal a través del vínculo del matrimonio? ¿Y ella? ¿Se lo estaba planteando?
No, no. Por supuesto que no. Lo suyo era algo temporal. Eso no había cambiado, ¿o sí?
Katarina observó a Baden en aquel momento. Sin las preocupaciones de la vida y sin las exigencias de la bestia, que tiraban de él en direcciones diferentes. Y ella le había ayudado a llegar a aquel punto.
–Has parado –dijo él, con una voz más enronquecida de lo normal. Volvió la cara para mirarla, y a ella se le escapó un jadeo. Las pupilas consumían todo su iris y ocultaban aquel color bronce que a ella le gustaba tanto. Había parpadeos de rojo en el negro de la pupila. Estrellas de sangre–. Empieza otra vez.
–¿Que empiece qué? –preguntó Katarina con desconcierto.
Él la agarró de la muñeca con demasiada fuerza, como si no conociera su propia capacidad, y le posó la mano en su pecho.
–Haz esto –dijo, y la soltó–. Y no vuelvas a parar.
Normalmente, Baden no era tan áspero con ella, así que, de repente, lo comprendió. Estaba hablando directamente con la bestia. Y no era la primera vez que sucedía.
«Ve con pies de plomo», se dijo. La bestia necesitaba mucho más adiestramiento que Baden. Era salvaje e impredecible.
–¿Te gusta que te acaricien?
–No.
Ella estuvo a punto de reírse. A punto. Él no tenía una expresión divertida, ni mucho menos.
–Entonces, ¿por qué me ordenas que continúe?
–Me gusta que me acaricies tú. Eres débil. No eres una amenaza.
¡Aarg! Otra vez. ¿Qué haría falta para demostrarles a aquella gente y a aquellas criaturas que tenía fuerza, pero de una clase distinta a la suya?
–¿Y qué otras cosas te gustan?
–Sangre. Muerte. Venganza. No me traiciones nunca, mujer.
–Como si me atreviera –dijo ella, con ironía.
Él la miró de un modo fulminante.
–¿Te burlas de mí?
–No. Bromeo contigo. Es distinto. Una cosa es cruel, la otra es divertida. Lo divertido me hace feliz.
Lentamente, él se relajó.
–Creo que me gusta que seas feliz.
–Me alegro. A mí también me gusta que tú seas feliz.
–Solo porque me tienes miedo. Al menos, eres sabia. Algunas veces.
–A mí no me das miedo. ¿Por qué iba a temerte? Somos amigos.
Él frunció el ceño debido a la confusión.
–Yo no tengo amigos. Los amigos son un estorbo.
–Los amigos son una bendición. Te guardan las espaldas y…
–Yo no confío en nadie a mi espalda –ladró él. Había vuelto a enfurecerse.
Sin embargo, ella continuó como si no hubiera dicho nada.
–Te acarician cuando lo necesitas.
Él frunció los labios. No podía reprenderla sin decirle que parara de acariciarlo.
–Te hacen sonreír cuando estás triste –añadió–. Te dan alegría cuando la tristeza intenta apoderarse de ti. Te alumbran en la oscuridad.
–Yo puedo ver en la oscuridad –gruñó él.
Al menos, ya no estaba iracundo; el peligro había pasado. Ella exhaló un suspiro de alivio.
–Tu hermano no te ha protegido, y no ha sido una bendición para ti. Te hizo daño.
–Sí. Eso no puedo negarlo. Pero nunca he dicho que fuera mi amigo.
Pasó un minuto de silencio, durante el cual él rumió la contestación de Katarina. Después dijo:
–No volverá a hacerte daño. Ahora está encerrado; no puede comprar droga ni comunicarse con otros seres humanos.
A Katarina se le aceleró el corazón.
–¿De veras?
–Sí. Nos hemos asegurado bien. Por ti.
«Por mí».
–Gracias.
Ella sabía que era necesario que Dominik quisiera seguir rehabilitado de su adicción cuando volviera a ser libre para que todo saliera bien, pero, aquello… aquello era un regalo.
–Bueno, chicarrón. Vamos a hacer un ejercicio de confianza.
Él volvió a arrugar la frente.
–Yo no…
–Sí, ya lo sé. No confías en nadie. Pero vamos a hacer el ejercicio.
–Mujer, no puedes obligarme a…
Ella le puso un dedo en los labios para acallarlo. Él abrió unos ojos como platos, como si no pudiera creer su atrevimiento.
–Tu comentario no es oportuno. Cállate.
Él le mordisqueó el dedo.
–Eres valiente. Y tonta.
No tan valiente, ni tan tonta, como decidida a ganarse a aquella criatura.
–Date la vuelta.
–No. Si tratas de hacerme daño, tendré que matarte.
–Vamos, date la vuelta –repitió ella, empujándolo un poco–. Voy a acariciarte la espalda.
Sus músculos se endurecieron como rocas.
–Eres más fuerte que antes –dijo él. Le agarró la muñeca y se llevó su mano a la nariz. Mientras olfateaba, la rabia convirtió sus pupilas en humo, y unas volutas oscuras pasaron por encima de sus iris–. Hueles vagamente a perro del infierno, pero esa raza se extinguió hace muchos siglos. ¿Cómo es posible?
¿Que olía como los perros del infierno? ¿Ella? Imposible. A no ser que…
Se le pasó una idea por la cabeza, y tuvo que respirar profundamente.
–Sé muy poco de vuestro mundo inmortal, pero adoro a los perros. Háblame de esos perros del infierno.
Su disgusto fue palpable.
–Algunos procuraban la seguridad del inframundo y otros cazaban a los espíritus que conseguían escapar. Se comunicaban por telepatía: lo que sabía uno, lo sabían todos. Y podían teletransportarse entre reinos.
Aquella idea comenzó a tomar forma, y Katarina sintió miedo.
–Y la gente a la que mordían… ¿se contagiaba? Es decir, ¿podía convertirse en hombre lobo, o algo así?
–En cierto modo, sí. Pero había muy pocos que sobrevivieran a un mordisco. Cuando un perro del infierno probaba la sangre de alguien, la necesidad de alimentarse de ese ser en concreto eclipsaba a todo lo demás.
¡Qué alivio! Sus perros no podían ser perros del infierno. Si la hubieran mordido de verdad, la habrían devorado.
–¿Y cómo sabes todo esto?
–El tipo que me tuvo prisionero controlaba a una manada. Ellos… jugaban con mis extremidades.
A ella se le encogió el estómago. Sintió dolor por el sufrimiento que debía de haber experimentado.
–Lo siento muchísimo.
Aquellas palabras no eran lo suficientemente buenas. No existían palabras que pudieran consolarlo.
Él le apretó la mano con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerla llorar de dolor.
Después, aflojó la presión, y dijo:
–De niños, los inmortales no pueden regenerarse. Pero yo soy algo más que inmortal. Y nunca olvido el mal que se me ha hecho. Si los perros del infierno consiguieron sobrevivir, deben ser erradicados.
Pese al espanto que le causaba su pasado, el instinto de protección se abrió camino en su alma. ¿Destruir a una raza entera por los crímenes de unos cuantos? ¡No!
«¿Necesitas ayuda?».
«No, no». Proyectó aquel pensamiento, con la esperanza de que sus perros pudieran oírla. Estaban encerrados en el baño, pero eran perfectamente capaces de abrir con las zarpas. «Estoy bien. No salgáis de ahí».
Si se equivocaba, si la raza había cambiado y había aprendido a controlar la sed de sangre, y aquellos cachorros eran perros del infierno… Si Destrucción dirigía su ira hacia ellos…
Se lo haría pagar caro.
–Baden nunca me dijo nada de este olor –dijo.
–Sus sentidos no están tan desarrollados como los míos.
Aunque con esfuerzo, Katarina consiguió disimular sus emociones.
–Bueno. Como has dicho, los perros del infierno se extinguieron. Han pasado varios siglos. Tal vez tu sentido del olfato te esté engañando. O también puede ser que aquí vivieran perros del infierno en el pasado. Este sitio es muy viejo. Y, ahora, deja de remolonear y date la vuelta.
Por fin, él obedeció, pero Katarina sabía que no era porque confiara en ella de repente. Seguramente, tenía la intención de ponerla a prueba. Y ella iba a aprobar el examen con matrícula de honor.
Pasó los dedos por su espina dorsal, por sus hombros y hacia abajo, por las curvas de sus nalgas, y continuó hasta que él se derritió contra el colchón. Muy pronto, comenzó a ronronear.
–Eres tan duro y tan blando al mismo tiempo…
–Te gusta –dijo él, en tono de afirmación, no de pregunta.
–Sí.
Katarina aumentó la presión de sus caricias y comenzó a masajearle los músculos. A los pocos minutos, sus ronroneos se convirtieron en… ¿ronquidos? ¿Se había quedado dormido? ¿De veras? A ella se le dibujó una sonrisa en los labios. Claramente, acababa de domar a dos bestias.
Cuando la luz de la mañana ya entraba a raudales en la habitación, Baden se puso unos pantalones de faena. Estaba un poco desconcertado. Destrucción estaba en calma, casi satisfecho. ¿Acaso iba a ponerse a cantar como una princesa de Disney?
«Soy feliz».
«Sí, lo sé. Y eso me extraña muchísimo».
Baden se prendió varias armas a los brazos, a la cintura y a los tobillos, observando a Katarina mientras ella se tomaba el desayuno de agradecimiento que le había preparado Fox. Tortitas y huevos revueltos. Tenía manchas oscuras en los antebrazos. Seguramente, eran hematomas. Sintió ira… la había tratado con rudeza. La próxima vez tendría que ser más cuidadoso.
Ella tenía una expresión luminosa, suave, y la piel todavía sonrojada de la sesión de aquella mañana.
El teléfono vibró en su bolsillo, y él miró la pantalla. Era un mensaje de Torin: William quiere vengarse del sátiro y quiere que le ayudemos.
William tendría que pedirle el favor que le debía si quería que él le prestara su ayuda. Dos pájaros de un tiro.
–¿Dónde están los perros? –le preguntó a Katarina.
Ella ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando sus pisadas.
–Están jugando en el patio, ¿por qué?
Él frunció el ceño.
–¿Los oyes desde aquí? –le preguntó. Las ventanas estaban cerradas, y el patio estaba al otro lado del palacio.
–Soy una mamá oso, y ellos son mis oseznos –ella le sonrió, pero la dulzura no le llegó a la mirada–. Será mejor que ni Destrucción ni tú les hagáis daño.
¿Por qué le decía algo así?
–Yo nunca les haría daño. ¿Por qué piensas eso?
Ella se humedeció los labios con nerviosismo.
–Destrucción me dijo que odiaba a los perros del infierno, y espero que ese odio no afecte, por extensión, a todos los canes.
–¿La bestia habla contigo? –preguntó él, enfurecido–. ¿Sin mí?
–Algunas veces –respondió Katarina, y se encogió de hombros.
A Baden le horrorizaba la idea de que la bestia interactuara con Katarina sin que ella tuviera su ayuda.
–Odia a los perros del infierno, y tiene sus motivos. Su madre lo vendió al Maestro de los Placeres Oscuros. Era el anterior rey del inframundo, y tenía jóvenes esclavos sexuales –le explicó. La noche anterior, algunos recuerdos horribles habían invadido sus sueños–. Destrucción consiguió escaparse, pero los perros del infierno lo cazaron y lo llevaron de vuelta, a rastras.
Katarina palideció.
–Es horrible que sufriera tanto. Lo es. Pero no todas las manadas son… eran embajadoras del mal, de eso estoy segura.
–Nuestros cachorros nunca van a sufrir ningún maltrato por su parte.
La esperanza se reflejó en los ojos de Katarina.
–¿Lo prometes?
–Sí.
–Gracias –dijo ella. Entonces cambió de estado de ánimo. Lo miró de arriba abajo y susurró–: Estás muy sexy. ¿Vas a otra misión?
–Sí.
–Muy bien. Si te contienes hoy y no matas a nadie, te haré cosas muy traviesas… con la boca.
Tanto Destrucción como él rugieron de deseo.
–Quiero eso. Y lo voy a tener. Hoy mismo. Voy a ver a Aleksander.
Katarina abrió unos ojos como platos.
–¿Y lo vas a dejar con vida?
–Sí. Pero él debe renunciar a sus lazos contigo. Después, lo voy a encerrar para siempre. Nunca recuperará la libertad. Morirá en su celda.
–Baden, eres un hombre maravilloso. ¡Ah! Con todas estas emociones, se me olvidó decirte que fue la madre de Alek la que le dio esa moneda.
¿Su madre? ¿Quién era su madre, y cómo había conseguido la moneda?
Destrucción le dio la respuesta, implantando un recuerdo en su mente a través de un velo de rabia, sangre y muerte.
Baden vio un harén. Durante sus primeros tiempos como rey, Hades tenía un harén lleno de mujeres bellísimas, tanto mortales como inmortales. Cualquiera que le gustara.
«Tomo lo que quiero, y nadie me lo impide».
Una mujer rubia… una de sus favoritas, al menos, durante un tiempo, era un ángel que había caído por él y había abandonado su hogar para ir a vivir con él. Su propia hermana le había quitado las alas, y la mujer tenía unas gruesas cicatrices en la espalda. A él le gustaban las cicatrices, y a ella le gustaba el homenaje que él les rendía.
Sin embargo, la mujer no estaba contenta en el harén. Se sentía insultada cada vez que él estaba con otras mujeres y, al final, había explotado y había matado a las demás a sangre fría. Él había estado a punto de matarla a ella pero, en un raro momento de clemencia, la había exiliado a la tierra.
Poco tiempo después, Hades se había dado cuenta de que le faltaba una moneda que siempre había tenido bien guardada y, rápidamente, había entendido quién se la había robado. Aquella era la única forma de venganza de la mujer.
Hades había ido tras ella. Nadie a quien él hubiera marcado podía esconderse. Nunca.
Aquel día, ella se había echado a reír.
–¿Quieres la moneda? Es una pena. No la vas a encontrar nunca, y menos si me matas. En cuanto yo muera, irá a parar a manos de Lucifer.
Entonces, Hades la había dejado y le había ordenado a uno de sus espías que no la perdiera de vista. Con los años, ella se había casado con un humano y le había dado un hijo, Aleksander. Por lo que se decía, era él quien le había desgarrado las entrañas. Sin embargo, solo era inmortal a medias, así que no tenía la fuerza para vencerla. Eso significaba que su madre le había permitido que la matara.
Aquel mismo día, Aleksander había acorralado al espía de Hades y le había dicho que le llevara un mensaje a su rey: «Tengo la moneda. Por el momento, no tengo planes de usarla. Pero, como mi madre, he tomado medidas para que le sea entregada a Lucifer si yo muero».
«Deberías habérmelo contado antes», le espetó Baden a Destrucción.
«Compartir secretos es algo tan nuevo para mí como para ti».
En aquel momento, Katarina le rodeó el cuello con los brazos.
–¿En qué estabas pensando, drahý?
A él le encantaba que lo llamara «querido». Incluso a Destrucción le gustaba.
–Tenía razón. Aleksander no es humano –dijo–. Su madre era un ángel caído.
–¿Y cómo lo sabes?
–Lo tengo todo aquí –dijo él, dándose un golpecito en la sien–, gracias a Hades. Algunas veces tengo que buscarlo. Otras, la bestia me lo da voluntariamente.
–De nuevo, me pregunto cómo no me di cuenta de que mi marido…
Él le mordisqueó los labios.
–Esa palabra está prohibida para ti.
Ella sonrió lentamente.
–¿Porque te pones celoso?
Más de lo que nunca hubiera imaginado.
–Bueno, tú también tienes un marido, básicamente –replicó Katarina–. Estás unido a Hades.
Baden se estremeció, y ella se echó a reír.
«Qué bella… y qué inteligente».
–Katarina –dijo él, y la agarró suavemente por la nuca. Notó una opresión en el pecho–. Dime que me necesitas.
La expresión de buen humor se borró del rostro de Katarina. Ella se humedeció los labios.
–Ni hablar. No voy a mentir.
–Dímelo –insistió él.
–¡No, nunca! He adiestrado a perros que harían que te hicieras pis de miedo. Me convertí en su líder, en la persona a la que acudían en busca de protección. He llevado un negocio modesto al éxito internacional. Y, para que lo sepas, tener piedad de los demás requiere más fuerza que vengarse. Lo primero es contener un impulso y, lo segundo, permitírselo.
Él pensó que era un completo imbécil por haberla puesto a la defensiva. Dejó de insistir, por el momento, pero necesitaba que lo admitiera tanto como necesitaba las bandas que llevaba en los brazos: ambas cosas eran cruciales para su supervivencia.
–Pandora tiene a Aleksander. Voy a contener el impulso de hacerle daño. Incluso seré amable con ella. ¿Te hará feliz eso?
–Sí –respondió Katarina, y se calmó. Empezó a juguetear con los mechones de su pelo, y dijo–: Pero ten cuidado. Es una bruja.
–Estás empezando a hablar como si yo te gustara.
Ella frunció sus preciosos labios antes de decir:
–Bueno… es posible.
Una respuesta muy propia de Katarina. Obstinada y misteriosa.
–Volveré contigo. Nada podrá impedírmelo.
Entonces, la besó antes de marcharse. Se teletransportó y apareció en… una película de terror.
Se oían gritos, y las paredes de la habitación estaban manchadas de sangre. Había charcos de un líquido viscoso y negro en el suelo de cemento, y algunos órganos flotando. Olía a azufre. Los demonios estaban allí.
Aquellos demonios, en particular, tenían los miembros largos y peludos. Algunos tenían garras y otros, varios cuernos. Sus distintas partes estaban apiladas en montones por toda la habitación. Pandora debía de haber pasado horas luchando.
Había un brazo humano entre todos los despojos. Estaba encadenado.
O Aleksander era libre o estaba muerto.
Baden tomó sus semiautomáticas, las que tenían un hacha en la culata, y recorrió un pasillo, siguiendo el sonido de los gritos. Estaba oscuro, pero no tuvo problemas para orientarse, gracias a la guía de Destrucción.
«Lucifer lo está intentando otra vez», rugió la bestia.
«Y va a fracasar otra vez», respondió él.
Del techo cayó una criatura de unos sesenta centímetros, con ocho patas; obviamente, estaba esperando una presa. Abrió una enorme boca en la que podía caber una sandía, o su cabeza. Tenía dientes afilados y rugía como una sierra mecánica.
Baden le pegó dos tiros, uno en el ojo y otro en la boca. Al pasar a su lado, le cortó la cabeza en dos con un hacha.
Dentro del dormitorio había cuatro criaturas peludas que estaban arrastrando a Pandora hacia un rincón. Ella estaba ensangrentada, porque las criaturas la pinchaban en los hombros, el torso y las piernas con las puntas de las patas, que eran afiladas como cuchillos. Aunque la clavaron al suelo, ella siguió luchando con los dientes. Mordió a uno de sus captores y le arrancó una oreja y la barbilla. El sabor de la sangre la puso frenética. Luchó para conseguir más.
Baden tuvo un ataque de rabia. Él no le tenía demasiado aprecio a Pandora, pero nadie tenía derecho a hacerle daño.
Unos cuantos pares de ojos rojos se fijaron en él. Unas criaturas más pequeñas salieron de entre el pelaje de las grandes, cacareando de alegría. Pensaban que era una presa fácil, ¿no?
Pues iban a salir de su error.
A medida que iba entrando en la habitación, fue abriendo los brazos extendidos sin dejar de disparar. Sin embargo, las criaturas absorbieron las balas y se lanzaron sobre él.
Baden giró las armas para agarrarlas por el cañón y comenzó a mover las hachas. Cortó múltiples patas, pero notó un tremendo dolor entre los hombros y tuvo que agacharse. De nuevo, hizo una ronda de disparos, y las criaturas salieron volando hacia atrás, entre chillidos.
Destrucción luchó por hacerse cargo de la situación, y a Baden comenzaron a crecerle garras de los dedos. Las marcas de sus brazos empezaron a quemarle, y las sombras empezaron a salir de ellas.
–¡Detrás de ti! –gritó Pandora.
Se giró, y recibió una daga en mitad del pecho. Después, alguien lo empujó con tanta fuerza que lo lanzó al otro lado de la habitación y chocó contra la pared. Se quedó más desorientado de lo que hubiera debido. Mareado. Tenía un silbido en los oídos.
«Garras envenenadas», le dijo Destrucción. «Yo lo quemaré».
Un instante después, se sentía como si se hubiera tragado un hierro al rojo vivo. Recuperó las fuerzas y se puso en pie, pero le clavaron otras dagas por debajo de las bandas. Las marcas se enfriaron y las sombras disminuyeron. Volvió a sentir aquel mareo. De repente, oyó con claridad ocho voces en su mente, voces que expresaban deseos enfermizos y depravados.
Aquel tipo de mal… eso no era un don, aunque lo salvara por un momento. Aunque pareciera que lo protegía. Los Enviados decían la verdad: el mal era contagioso y lo corrompía todo. Destrucción había podido contenerlo hasta aquel momento, pero aquello demostraba que incluso Destrucción tenía sus límites.
La bestia había enmudecido.
Entonces, ¿las bandas tenían que estar en contacto con la piel para poder funcionar? Antes de conocer a Katarina, Baden se habría preguntado por qué. Sin embargo, después de lo de la noche anterior, había llegado a conocer el poder de una simple caricia. Conocía la fuerza del vínculo que creaba el contacto. El sentimiento de conexión absoluta.
Cortó las patas agresoras y tiró de las dagas para sacarlas de las bandas. Destrucción rugió, y las otras voces se atenuaron, pero él recibió el ataque de otra criatura, y de otra… Llegaban de todas direcciones. Cada vez que derribaba a una, otras dos ocupaban su lugar, y él tenía que sacar más y más pinchos de entre las bandas y sus brazos.
Cuando Destrucción quedó en silencio, las otras voces volvieron a llenar su cabeza de aquellos repugnantes deseos. Sin embargo, siguió luchando con denuedo.
Por fin, consiguió liberarse, y fue hacia Pandora.
Si un guerrero podía destruir a diez de aquellas criaturas, dos guerreros podrían destruir a cien.
A pesar de su dolor, Pandora seguía luchando contra sus captores. Le salía sangre negra de los ojos, de la nariz y de los oídos.
–Detrás –le dijo, con una voz mucho más débil.
Él se agachó y se giró, disparando ambas pistolas.
Clic, clic, clic.
Se le acabaron las balas, así que comenzó a dar hachazos a las criaturas que estaban más cerca de él hasta que no quedaron más que pedazos. Entonces, llegó hasta Pandora y golpeó a las criaturas con tanta fuerza que los cuerpos se desprendieron de las patas y salieron disparados hacia atrás. Sin embargo, los pinchos continuaron clavados por debajo de las bandas de Pandora. Aunque estaba demasiado débil, ella tiró de las dagas hasta que consiguió sacárselas de la carne y gritó de alivio. Las sombras saltaron de sus brazos y se abalanzaron sobre las criaturas, que comenzaron a retroceder, pero no se retiraron por completo. Aparecieron muchas más en la habitación, cubrieron el techo, las paredes y el suelo, creando una marea de mal.
Se oyó un grito de guerra entre la multitud, y criaturas y sombras se lanzaron unas sobre otras y chocaron.
Baden se quitó algunos pinchos que todavía tenía clavados bajo las bandas y, con la última, sus sombras también se unieron a la lucha. Destrucción estaba jadeando.
Él miró a Pandora y le tendió la mano. Ella vaciló un segundo, pero la aceptó.
Entonces, él la ayudó a levantarse.
–¿Aleksander?
–Se lo han llevado.
Baden intentó teletransportarse hasta él, pero no lo consiguió. ¿Demasiado débil? Reunió fuerzas y lo intentó de nuevo… y volvió a fallar. ¿Tal vez habían matado a Aleksander?
–¿Y la moneda?
–No. No tuve éxito.
Se oyó un grito, y un miembro cayó al suelo salpicándolo todo de sangre negra y viscosa. Las sombras estaban hambrientas, y él notaba los agudos pinchazos de su hambre mientras se alimentaban salvajemente de los demonios. Sus dientes atravesaban fantasmalmente a las criaturas y desgarraban su espíritu. Porque las sombras eran eso, espíritus, y luchaban de igual a igual con los demonios. Y lo que le ocurría al espíritu debía de manifestarse en el cuerpo, porque los dos estaban conectados. Las criaturas comenzaron a perder pedazos de hueso, músculo y piel.
Las estaban devorando desde dentro hacia fuera.
Quedarse de brazos cruzados, mirando, no estaba dentro de la naturaleza de Baden. Entró en el corazón de la lucha y comenzó a dar cuchilladas. Pandora se puso a su espalda para evitar que lo sorprendieran a traición.
«¿Estamos… trabajando juntos?».
Cuando murió la última criatura, las sombras volvieron a Pandora y a él.
Ella se agachó y, entre jadeos, dijo:
–Yo podía… haber ganado… sin ti.
–Sí, seguro. Podrías haber ganado una segunda muerte.
Ella frunció los labios.
–Tenemos que recuperar al humano.
–¿Nosotros?
–No, me he equivocado –respondió ella, rápidamente–. Me refería a mí. Yo iré a buscar a Aleksander.
–No. Tú ya lo has tenido durante una noche –dijo él–. Ahora es mío.
–¡Cabrón! Tú has tenido más de una noche y has conseguido menos de él. Creo… –Pandora se interrumpió, soltó un jadeo y cerró los ojos para ocultar el disgusto que se había reflejado en ellos–. Creo que necesitamos trabajar en equipo.
Él no confiaba en ella, pero sabía que estaba en lo cierto.
–Este no es el momento de ir en su búsqueda. No sabemos qué situación de combate podríamos encontrarnos.
–¿Y qué? Está debilitado.
–Y nosotros también. Pero lo más seguro es que quienes se lo han llevado no lo estén. No voy a darle otra oportunidad de escapar. La próxima vez, él será quien pierda.
Ella reflexionó un instante y asintió de mala gana.
–Podríamos usar a la esposa para atraerlo…
–¡No! –rugió él–. No pienses en ella ni en sus perros. Y no vuelvas a referirte a ella con esa palabra.
–¿Con esa palabra? ¿Te refieres a «esposa»?
«¡Es mía!».
–Júralo, o nuestra tregua ha terminado.
Ella enarcó una de sus oscuras cejas.
–¿Tenemos una tregua?
–Sigues viva, ¿no?
Pandora dio un resoplido.
–Está bien. Como quieras. Lo juro –dijo. Se irguió y se pasó una mano sucia por la cara–. Nunca pensé que te comprometerías con alguien, y menos con una humana.
Él podría decir lo mismo. Los humanos eran débiles, fáciles de matar. Y él, con todos los enemigos que tenía, había puesto una diana en la espalda de Katarina. Si se casaba con ella, si vinculaba su vida a la de ella como Puck había hecho con Gilly, ella podría hacerse inmortal, pero ¿se convertiría también en esclava de Hades?
No podía correr ese riesgo. Tenía que haber otro modo.
«Paso a paso». Lo primero era curarse y conseguir la fuerza suficiente para protegerla.
–¿Has aprendido a utilizar el teléfono móvil?
–¿Soy mejor guerrera que tú?
–Me voy a tomar esa respuesta como un «no».
–¡Es un «sí»!
Él le recitó su número y se puso en pie.
–Si Lucifer te tiende otra emboscada, avísame.
–¿Es que vas a salvarme?
–¿Te refieres a si voy a salvarte otra vez? Sí.
Ella giró y le dio una patada en el estómago, pero no había verdadera furia en su golpe, y él solo perdió la respiración un momento.
–Cabrón.
–Zorra.
–Cobarde.
–Fracasada.
Se miraron el uno al otro, en silencio, y a él le pareció que ella estaba conteniendo la sonrisa.
–Te enviaré un mensaje si me atacan –dijo Pandora–. O cuando esté completamente curada. Lo que suceda primero.
–Hasta la próxima… –dijo él, y se teletransportó sin problemas.